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“Vuelve”: La manipulación religiosa y la familia (I)

El film Vuelve (2013), dirigido por el realizador argentino Iván Noel, aborda este complejo tópico dentro del entorno religioso, mediante el suicidio de una mujer y su hijo, viviendo con el marido en un monasterio de donde los monjes has sido trasladados para convertirlo en un museo. Gregorio, el padre, gerencia la institución y Sofía, su esposa, restaura obras de la colección, en tanto Gabriel, el hijo entrando en la pubertad, juega solo por la extensa propiedad.

Sofía sufre del Síndrome de Cotard o Síndrome de cadáver caminante, un “trastorno en el que la gente tiene la creencia de que están muertos, son putrefactos, o han perdido su sangre u órganos internos. En algunas ocasiones puede haber delirios de inmortalidad”, se cita en la primera escena, donde los planos de conjunto de la vegetación creciendo desordenadamente y los primeros planos de los arbustos en que se pudren las granadas enmarcan, dentro de una atmosfera de decadencia, las relaciones familiares.

Unas relaciones, cónsonas con el ambiente circundante, llenas de silencios y supersticiones. “La norma decía muy claro que está prohibido que cualquier mujer pise el suelo sagrado de un monasterio”, explica Gregorio. “Sabés que la gente de ojos claros tiene su alma más limpia, más pura”, afirma Sofía. En tanto, Gabriel escucha estas aseveraciones sobre las cosas del Cielo, propias de políticas sexistas y racistas, sin que parecieran dejar huella en la inmóvil superficie de su rostro. Pero, contrariamente, van perfilando un yo inestable y una identidad múltiple, donde la tergiversación de la fe desencadenará una conducta vengativa que tendrá a la violencia como sustrato, siguiendo las directrices del binomio terrorismo-religión de tan terribles consecuencias en el actual milenio.

“Sabés que en este lugar vivió un virrey que se había casado con una mujer que no podía tener hijos. Entonces se le antojó que el monasterio había que convertirlo en un palacio. Los monjes se resistieron. Entonces decidió destruir todas las huertas. Los monjes empezaron a excavar desesperadamente túneles para pasar al otro lado de los muros. Muros que habían sido construidos para llegar a Dios. Parte de los muros se desmoronaron y murieron aplastados”, le cuenta con un dejo cómico a Gabriel el padre, creando una situación de incomodidad para la madre, en tanto el chico lo mira fijamente en silencio.

Tales referencias a lo religioso, en conjunción con lo destructivo, constituyen el leitmotiv de una trama donde cada personaje lo procesa desde su lugar dentro de este doble imaginario. El padre, subvirtiéndolo desde una posición de poder dentro de la familia, los trabajadores a su cargo y la amante cuyos ojos, también claros, “tienen el poder de engañar a tu papá” —como asienta la madre. Esta, por su parte, se debate entre el rechazo hacia el marido y la actitud posesiva hacia el hijo, dentro de un cuadro de desequilibrio mental donde le reitera constantemente que siempre estará aquí para él, amparándose en los símbolos de la fe; imágenes de santos, crucifijos, altares, amuletos, cuadros y frescos sobre los que trabaja y, en la escena del suicidio, devienen espectadores mudos de una autoinmolación que tiene al hijo como testigo.

El shock de Gabriel culminará en venganza contra quienes, desde su perspectiva, empujaron a la madre a este acto desesperado, pero no sin antes pasar por los distintos estadios del duelo que, en palabras del director, conforman el nudo argumental. Ello, punteado por experiencias sobrenaturales, como la visión de la madre vestida de blanco con un crucifijo en el pecho, y envuelta por una luminosidad propia de las apariciones de vírgenes. “Gabriel, te extraño mucho. Dios es bueno. Vos sos un chico bueno. Podemos volver a encontrarnos. Dios me va a dar una segunda oportunidad para vivir”, expresa el espíritu de Sofía, entre lo tragicómico y el melodrama, en un guiño crítico del cineasta a la manipulación de la gente, que la iglesia católica ha fomentado en distintas épocas, al reconocer la existencia de imágenes milagrosas rodeadas de halos radiantes y conminando a los testigos a ser buenos; con lo cual los sitios donde se registró el prodigio se convierten en puntos de peregrinaje, ideales para promover el fanatismo entre los feligreses y mantener encendida la llama de la fe.

“Hay lugares sagrados”, le comunica críptica a Gabriel su madre poco antes de suicidarse, recalcando la existencia de espacios donde priva la presencia de lo asombroso y misterioso, que la cinematografía recrea mediante un trabajo de cámara dable de privilegiar los planos de conjunto del monasterio y los jardines solitarios o en penumbra. Por ellos deambula Gabriel, acompañado por la voz en off de la madre diciéndole “sos mi ángel”, en un juego semántico con el nombre del niño; un nombre de extensas connotaciones bíblicas, al ser el del arcángel de la Anunciación a María y cuyo significado —“la fuerza de Dios”— tendrá aquí visos macabros pues será, desde esa supuesta fuerza, de donde el chico extraerá las energías para torturar y aniquilar a quienes “pecaron” contra lo Divino, cuando indirectamente provocaron la desaparición de lo más querido.

La presencia recurrente del agua a través de la lluvia, en la pila de la capilla, regando la huerta, fluyendo como corriente o estática como espejo remite a la limpieza y purificación que, obsesivamente, la madre inculca en el hijo, y se magnifican tras haber tenido una discusión con el marido, como se observa en la escena del baño. “Vos tenés que ser muy limpio. Tiene que estar todo limpio. Siempre tiene que estar todo muy limpio”, le insiste a Gabriel, mientras friega enérgicamente con jabón su ropa interior en el lavamanos, tras haber sido apartada con un gesto por Gregorio, al ella achacarle el tener una amante. “Esa mujer de ojos claros me quiere remplazar”, le descubre igualmente al muchacho, en tanto enjuagan con una tela mojada unas losas de mármol a la orilla del río.

El rechazo, el engaño, los celos tienen, pues, en el agua su destino. Un agua que consustancia igualmente lo maligno contenido en las represalias de Gabriel, quedando por tanto “maleficiada”, es decir, manchada por los turbios pensamientos que Sofía le infunde a su hijo, al transformarlo en instrumento de su rencor hacia Gregorio y la amante de este. Con agua se borra lo que se rechaza y, junto con lo putrefacto, está presente en su destrucción, llevando al terreno de lo abyecto la violencia extrema contra los instrumentos de la tortura psicológica de Sofía quien, sintiéndose corroída por dentro, niega incluso la maternidad. “Yo no tengo hijos, se pudren dentro de mí”, le dice al esposo, para alejarlo de su lado en el lecho conyugal, la noche anterior al suicidio cuando su cuerpo quedará inerte sobre las losas del monasterio, en un close-up del rostro bañado por el agua cayendo desde los peldaños de la escalera por donde se lanzó al vacío. Gabriel quedará también tendido junto al agua chorreando desde una piedra negra que alguien le lanzó, en un primer plano a su rostro ladeado sobre la hierba con la piedra en la sien: alegoría de la pureza infantil, socavada por la conducta psicótica de la madre y la indiferencia del padre, y alumbrada por el sol como espejeo de esa claridad santificada que envuelve la presencia de Sofía.

Otras presencias entran en la diégesis espoleadas por la intolerancia de Gregorio. Los religiosos expulsados del monasterio, por ejemplo, contra quienes abiertamente él expresa su desacuerdo, en cuanto al sentido de los símbolos de la fe. Para Gregorio estos tienen un valor estético, que le lleva a preservar el contenido cultural del lugar; “no la creencia de un Dios crucificado como hacían ellos”. Aquí entran en conflicto los dogmas con sus detractores, quienes favorecen una interpretación artística de los mismos pero no toleran su influencia en el proceder de quienes les rodean. De ahí que lo errático de la conducta de Sofía y el distanciamiento afectivo de Gabriel hayan hecho mella en su psiquis, propiciando la formación de un clima enrarecido por las inadecuaciones de sus protagonistas.

La descomposición mental de la familia, que llevará a la corporal en el clímax argumental del film, calca la de la naturaleza circundante y es cónsona con los vestigios del culto visibles en imágenes, detalles arquitectónicos, objetos y la presencia de los antiguos habitantes del monasterio quienes, tras haber regresado a él una vez desaparecido el virrey culpable de su aniquilamiento, debieron abandonarlo nuevamente cuando se transformó en museo.

Gabriel será, una vez más, el médium de sus apariciones, en la huerta que riega y cuida para mantenerlos vivos en el recuerdo de la vegetación, mientras hace acopio de granadas para evitar que se las coman los insectos. “Hay que recogerlas pronto, antes de que se pudran como todo aquí. Las raíces de los árboles llegan hasta los ataúdes de los monjes muertos y se enredan en sus cabellos”, le dice la presencia de uno de ellos, acariciándole el cabello con la mano donde ha deshecho una granada que queda enredada en él. Esto, como emblema de la fermentación de todo lo vivo, aún las piedras, girando en el devenir del cosmos que, para los creyentes en el “Génesis”, conlleva la creación del mundo por obra de un Dios omnipotente; un mundo al cual el pecado ha llevado a la descomposición, tal como veremos en la segunda parte de este artículo.

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