Ahora nuestra energía gira sobre todo en torno al coronavirus: a favor de la última medida, en contra o incluso ya indiferente por saturación. Pero antes de que la palabra corona perdiese su brillo, el grito de los pueblos era uno de los que generaba más solidaridad.
Esta protesta por la España vacía, en mi opinión justificada, y sumada al encierro que después sufrimos con parejas, padres, hijos y pantallas, dejó escapar el genio de la lámpara sobre las bondades del regreso al pueblo. Allí es más fácil tener espacio, más raro tener vecinos, la comida es más saludable y uno puede tirarse meses en chándal sin complejos.
Antes de que acabe la pandemia, muchos devolverán al genio a su sitio. La vida en el pueblo es dura y hay muchas razones para irse de allí. Incluso para huir.
Repartida mi alma entre sitios pequeños, el pueblo de mi padre, el pueblo en el que pasaba los veranos, la misma localidad en la que crecí en Asturias, rodeada a su vez de aldeas y barrios rurales, se me rompe un trocito cuando cualquiera de ellos pierde habitantes y desaparece un poco más.
Sin embargo, yo no puedo argumentar lo contrario. Quien esté soñando con la paz rural, que sepa que al pueblo también pertenecen la falta de red, los malos servicios, los cotilleos, el tú de quién eres, las apariencias, los controles sociales, el martilleo sobre la punta que sobresale, la falta de oportunidades, los complejos, la incomunicación, la presión social, la ausencia de alternativas y, no es insignificante, el imperio de la naturaleza. Cuando nieva, nieva, cuando llueve, llueve y cuando arde el sol, arde. Nada de cines, museos, centros comerciales o galerías con aire acondicionado. Las moscas y mosquitos, los ratones, las culebrillas, las gallinas tempranas, los perros sueltos, los gatos cazadores que meten la presa en casa, las garrapatas, las babosas, todo eso también forma parte del pueblo.
Entiendo que, visto desde el corchopán, la aglomeración y el estruendo de la ciudad, el pueblo es un oasis de autenticidad, comunidad y tradición, sin olvidar que constituyen el tejido esencial de un país. El ser humano empezó en el campo. Tienen que pasar más de cien mil años para que empiece a construir algo parecido a un pueblo y seis milenios más para que exista una ciudad. En 1800 solo un tres por ciento de la población mundial vivía en ciudades.
Yo amo el campo. Allí me encuentro. Me revitaliza. Hasta el tercer o el cuarto domingo, y creo que la historia no está completa sin hablar de los inviernos con cantos cortantes y veranos lánguidos como baba de araña.
Un pueblo supone renunciar a menús largos de cualquier cosa, caminar con maletas y bolsas de la compra durante un par de kilómetros y esperar muchos autobuses, la mayoría inciertos. Saludar a griegos y troyanos, si los hay (si viven más de dos vecinos, los habrá). La cortina que se mueve cuando pasas. Esconder la diversidad o aceptar el ostracismo. Rematar tus historias con un final feliz para evitar la falsa conmiseración. Esquivar puñales verbales o desarrollar coraza. Quizás la soledad más mercúrica.
Cuando yo regreso a mi tierra, regreso a un paraíso natural. La carretera se riza sobre los Picos de Europa bajo bosques de castaños que parecen a punto de derramarse como una caja de lapiceros. Huele a madera y a tierra húmeda. El sol o la lluvia arrancan ruidos a la tierra. Si sigo ascendiendo y está despejado, veo el mar a lo lejos, la nieve en los picos más altos a mis espaldas. Solo oigo el viento. No hay vecinos, no hay teléfono fijo, no hay red de móvil, no hay tráfico.
Pero de pueblos así también se ha expulsado sin querer a madres solteras, homosexuales, divorciados, mestizos, bastardos, retornados, extranjeros, profetas, e incluso a gente con solo una sensibilidad distinta que provocaban la mirada torcida, el murmullo, el codazo, el miedo injustificado de infección. El pueblo no está hecho para todos. No hallará paz el distinto.