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Volver de la tierra de los infieles

Noruega es un país pequeño, pero no por ello, de poca importancia en el mundo. Siendo una de las dos fronteras con Rusia (y con la URSS mientras existió), es un miembro fundamental de la OTAN y sin renunciar a su autonomía e independencia, no ha dejado de ser aliada de Estados Unidos.

No me interesa hablar de un esfuerzo diplomático que no podía llegar a nada. Un esfuerzo destinado al fracaso no por la buena voluntad de una nación interesada en temas altruistas (más que en una alianza con el Foro de San Pablo), sino por la brecha entre las posiciones de una y otra parte. En Venezuela no hay, por ahora, formas de lograr un acuerdo entre las partes porque sus posiciones se encuentran demasiado distantes. Pareciera que Noruega (sin desconocer la buena voluntad de la nación escandinava) pretende alcanzar un acuerdo entre un comprador que solo tiene diez mil bolívares para comprar un Porsche 929.

Me interesa de Noruega esa amistad con Estados Unidos sin renunciar a su autonomía. En América Latina pareciera que hablar de independencia supone enemistarse con la nación de George Washington y Thomas Jefferson y, por una mirada polarizada, aliarse con países cultural y políticamente ajenos a nuestra tradición y nuestros valores, como lo son Rusia (antes, la URSS), China o Irán.

Responde esta postura simplista al discurso de la izquierda que sin una robusta demostración, acusa a Estados Unidos (y sus aliados en Europa) de fundar su desarrollo en la pobreza de los países del Tercer Mundo, que, como bien apuntaba Carlos Rangel en su obra «Del buen salvaje al buen revolucionario», no deja de ser, cuando mucho, una excusa pueril para justificar los errores propios de América Latina.

Hugo Chávez, al que irresponsable e imperdonablemente se le dio un cheque blanco, creía a pie juntillas en ese discurso memo, en esa falacia que tan bien sirvió a los intereses nada santos de Fidel Castro y desde luego, de la imperialista URSS, que se valió del felón caribeño para tener en el hemisferio la cabeza de playa que la OTAN tenía (y tiene) en Turquía. Por ello, no solo se deslindó de nuestros aliados naturales, con las terribles consecuencias que tal cosa comprometió, e hizo amistad con enemigos de occidente e incluso, por ese odio visceral (a mi juicio, producto de la envidia) hacia Estados Unidos, con toda clase de delincuente que les «adverse», sin importar si se trata de las FARC, del ELN, Hezbollah, Al Qaeda, ETA o aun el narcotráfico.

Venezuela no solo debe volver a la democracia y a la legalidad e institucionalidad perdidas en estos veinte años, sino a su ámbito geopolítico natural. Una cosa es que se puedan hacer negocios con chinos o incluso, rusos, si estos son favorables a los intereses venezolanos, y otra muy diferente, reubicarnos en un contexto ajeno a nuestra cultura y nuestros valores y principios sociales. La alianza petrolera con países árabes, la OPEP, no nos apartó de nuestra amistad con Estados Unidos, que es un aliado natural de América Latina, no solo por compartir una tradición cultural (greco-judeocristiana), sino un vasto territorio: las Américas.

A mi juicio, América Latina debe abandonar ese complejo centenario frente a las naciones desarrolladas (y muy especialmente frente a sus vecinos del Norte) y retomar, junto con Estados Unidos, Canadá (dos países integrantes del prestigioso G7y el primero, sin lugar a dudas, la principal potencia económica y militar del planeta) y las naciones del Caribe no hispanoparlante, la iniciativa del ALCA. Pero esto es tema de otro texto. 

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