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Viña Delmar: de flappers y la parálisis infantil

Me regalaron un libro viejo (no antiguo, solo viejo, de 1954) que recopila cuentos de escritores norteamericanos. Me sorprendió no encontrar a los nombres esperados como Hemingway, Faulkner o a Flannery O’Connor. Eso solo picó mi curiosidad, esperando encontrar esas joyas perdidas de autores no tan reconocidos, pero no por eso menos talentosos.

En su mayoría, la antología consiste en relatos anquilosados por la dependencia de un giro al final de la trama. Todos los autores me eran desconocidos: Rube Goldberg, Walter Davenport, Elmer Davis, Frederik Laing. Al parecer, se eligieron para ayudar a estudiantes a hablar inglés, lo que explica su simpleza. Y también la razón por la cual cada uno viene acompañado de una guía que un profesor aburrido mandaría como tarea semanal, pidiendo oraciones con on time o to be known as.

Sin embargo, me llamó la atención uno titulado Irene’s sister de Vina Delmar (así está escrito porque es improbable que una imprenta estadounidense de mediados de siglo XX tuviera el carácter de la ñ o por lo menos una virgulilla suelta para añadir sobre una ene). Casi todos los relatos tienen esos inicios convencionales tan a lo Hemingway, un personaje le dice al otro que beba el jugo de piña y este responde que no, que la noche estaba oscura y la casa también, o que aquel hombre por lo general no elegía a su secretaria por el color de cabello. Y muchos tiene la estructura casi de un chiste (que no tiene nada de malo, es el relato primitivo): se monta la situación y luego un remate. Por ejemplo, en Art for por heart’s sake, un hombre millonario, pero con problemas de salud empieza a pintar por recomendación del médico, participa en un concurso de arte con una obra espantosa y gana, la explicación se encuentra en la última línea: había comprado la galería.

Irene’s sister, por su parte, abre como tantos libros decimonónicos con una fecha inexacta: Esta es una historia de 19-, el año en que las escuelas no abrieron a tiempo, el año en que la plaga descendió y nos encontró aterrorizados e indefensos como si fuésemos habitantes de alguna villa medieval asediada por una enfermedad nueva y terrible.

Se habla de una parálisis que solo afecta a los niños (probablemente el brote neoyorquino de poliomielitis en 1916) y los adultos le recomiendan a la narradora no acercarse a ningún niño extraño ni a algo que éste haya tocado.

La visión salta rápido entre el temor de la enfermedad hacia la vida social de la escuela. Irene es el centro de atención del pueblo, quien tiene la mayor capacidad para la diversión y aunque no era la más inteligente del grupo a ella eso se le perdonaba fácilmente porque no espera genialidad de una flor, mientras su hermana es una sombra escondida en el posesivo gramatical del título.

A pesar de las restricciones deciden tener una reunión bajo la premisa de que son las mismas personas que se ven todos los días. En la reunión, se enteran por una llamada de teléfono que la hermana de Irene, Caroline, acaba de contraer la parálisis infantil y debe aislarse en la casa de la anfitriona. Todas las invitadas abandonan la fiesta con temor de haberse contagiado. La protagonista inclusive le escribe una pequeña, emocional y loca carta a su padre (se sobreentiende que no vive con ella) para que la lleve lejos de ese foco infeccioso. No regresa al pueblo hasta quince años después.

Cuando se hospeda en el pueblo con una amiga y deciden tener una reunión, pregunta por Irene y su hermana, a lo que le responden: igual que siempre, exactamente igual, una popular y la otra un fracaso total. Le reclama que es cruel decir eso de Caroline, la hermana de Irene, porque sufrió parálisis. Pero no, se refiere a Irene quien, como esas personas que fueron populares, se quedó atrapada en una adolescencia eterna. Caroline, después del sufrimiento de su enfermedad, se convirtió en una persona que tiene más profundidad y entendimiento que la mayoría de las personas. El cambio es tan radical que cuando suena el timbre, se anuncia que llegó la hermana de Caroline.

Es curioso que Viña Delmar (cuyo nombre real era el más corriente Louise Croter), siendo una flapper en el apogeo de los años veinte, decidiera escribir un relato con un leit motiv tan católico: el sufrimiento como un valor, la mártir como ejemplo a seguir.

Fue una de esas figuras fugaces, que se convirtió en celebridad por un chiste en 1921, cuando tenía apenas dieciocho años. Publicó un anuncio de periódico para rentar a su esposo por cinco mil dólares anuales. Aprovechando este surgimiento de popularidad, publicó al año siguiente su primera colección de relatos.

La fama de verdad no llegó hasta 1928 con Bad girl, novela escandalosa sobre sexo premarital que causó una censura en Boston que sólo logró darle más publicidad, llegando a las listas de los más vendidos. Para 1931 se adaptaba al cine y se convirtió en una guionista tan reconocida que los afiches de sus películas no presentaba el rostro de Cary Grant, sino el de ella.

Nunca acreditó a su esposo en la escritura a pesar de que fueron un equipo en su narrativa y en guiones hollywoodenses como The awful truth (nominada a un premio Oscar). Escribía a lápiz y era su marido quien transcribía a máquina esos manuscritos frenéticos y los ordenaba en cuanto a ortografía, estructura y quizás continuidad.

Creció en una familia de espectáculos, de vodeviles y su fracaso en los escenarios la llevó a la parte cerebral del entretenimiento. Su siguiente paso fue el teatro, pero Broadway no la recibió tan bien como la literatura en los veinte y Hollywood en los treinta. Su fama se evaporó a pesar de continuar con tenacidad una carrera prolífica de casi cincuenta novelas, una crónica sobre el juicio de Charles Becker y veinte guiones para película.

La carrera de Delmar quizás fue cayendo en el olvido alrededor de los años cincuenta cuando ya los estudios no producían sus filmes y sus libros no entraban a los éxitos de venta. Bad girl tampoco parece haberse mantenido en la memoria estadounidense, tan solo con asomarse en Goodreads, donde posee dieciocho puntaciones comparadas con, por ejemplo, los cuatro millones con los que cuenta El gran Gatsby, publicado casi en la misma fecha.

Aún así, su relato Irene’s sister reluce entre los relatos de esta antología, como aquel poeta en un verso de Borges: el río numerable de los años los has perdido; eres una palabra en un índice. Murió en 1990, probablemente más Caroline que Irene.

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