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Mariana Zinni

Vikinga Bonsái, una novela en fiesta

“Todo ha sido deconstruido. La culpa es de Derrida.”
Ana Ojeda, Vikinga Bonsái

Vikinga Bonsái es la quinta novela de Ana Ojeda (Buenos Aires, 1979). Editada por el sello Eterna Cadencia en 2019, se publicita como la primera novela escrita en lenguaje inclusivo, gancho suficiente como para crear expectativa (me tengo que enterar de cómo se usa, de qué se trata esta apropiación literaria y no binaria de un lenguaje corriente que se usa en las redes sociales) comprarla y leerla. Sin embargo, Vikinga Bonsái es mucho más que eso, es una novela divertida, bien llevada, pero sobre todo, una reinvención del lenguaje y una fiesta literaria en varias claves.

Veamos de qué se trata: Vikinga Bonsái o Bombay vive con Maridito -quien durante los acontecimientos que suceden en la novela se encuentra desconectado del mundo, de viaje de trabajo en la selva paraguaya- y su hijo Pequeña Montaña en un apartamento pequeño en el barrio de Boedo, en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Se reúne a cenar con sus amigas, las Apolipsicadas, un grupo de mujeres variopintas cuyos nombres fuera de lo común, más “nicknames” que otra cosa, dan el tono y la clave de la novela. Así, nos encontramos con Dragona Fulgor, Gregoria Portento, Talmente Supernova, Orlanda Furia, a las que se agregan la vecina Pía Eva Angélica, su perrito Lepanto y su hermana feminazi. Esa misma noche ocurre la tragedia que da pie a la novela, una situación límite dramática que por momentos deviene festiva e inesperada. A lo largo de la narración seremos testigos del armado estratégico de una red afectiva necesaria para sobrevivir esos días.

Vikinga Bonsái pone en evidencia desde el inicio el rol de la mujer como proveedora en la carga de responsabilidades familiares, etc., así como también en las expectativas sociales de lo público y lo privado en relación con el género. “¿Qué es el tero patriarcado?”, pregunta Cala, una delicia de personaje. Cuestiona desde el delirio y el humor preconceptos sobre “la mujer”: maternidad, amistad, altruismo, entrega, ayuda, solidaridad de género, generosidad de los vínculos. Participamos de la vida doméstica de este grupo de mujeres, donde lo femenino se convierte en comunidad. Una comunidad que aparece en la situación límite, y como tal, no se la “vive”, se la experimenta, pero que también brota en el límite mismo del ser, ese estar-con-otros, parafraseando a Jean-luc Nancy.

En la novela hay fiesta, y no solo del lenguaje, sino también de la sororidad, de la vida familiar, de la comunidad de mujeres que se las arreglan para convivir una semana con los hijos -Cala, la más pequeña, “llora Cala la destrucción de Cartago”-, otro marido -ausente pero presente por WhatsApp-, los trabajos postergados, la necesidad de cuidado, las rutinas infantiles, las tareas escolares, las excursiones al supermercado (#Mansillaesunporoto). Entramos en una narración salpicada de comidas, juegos, distracciones, lunfardos varios (“cachivache”, “pelotudo marca cañón”), referencias literarias (“puesto a derivar sin rumbo à la Cambaceres”), hashtags (#estréssss, #odioatodes, #niunamenos, “quesevayantodes”, #sutúrenseelorto”) con evidentes referencias políticas a la realidad argentina, pero usados de una manera muy divertida y a la vez disruptiva, que nos obliga a pensar en las capas y dimensiones del sentido. También versos intercalados (“porque hay momentos en la vida, yo no sé, golpes como de la mano de dios, y este es uno de esos”) con una naturalidad que demuestra un preciso trabajo sobre la lengua literaria que la hacen, esencialmente una fiesta, una invitación al lector sin escatimar nada: todo está ahí, en un lenguaje que explota y es explotado.

Cristina Rivera Garza en Los muertos indóciles, su último libro de ensayos, propone al ser humano como el lugar donde coexisten diferentes lenguajes en mutua transformación y por lo tanto, no tendría sentido cancelar la cohabitación o suprimir la distorsión resultante. En el ser humano es donde cohabita el lenguaje, es decir, donde se hace cuerpo y comunidad la literatura, y es lo que sucede aquí. La novela abre sorpresivamente con una reescritura de la evocación de Facundo de Sarmiento: “Sombra terrible de Fecunda, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo.” Con apenas el cambio de dos letras (Fecunda por Facundo), con la evocación convertida en invocación, Ojeda nos transporta a la dimensión que imagina para la novela: Facunda, la lengua, una lengua que es la patria y la comunidad. Encontramos en ella una miríada de discursos sociales y literarios – lenguaje inclusivo, redes sociales, un extrañamiento lingüístico que nos explota encima, una exasperación de la sintaxis contaminada por esta (nueva) lengua patria.

Novela políglota, donde el lenguaje se tensiona, se libera, se contradice a sí mismo en nuevas formas expresivas, versión de la experiencia cotidiana. Un lenguaje vivo, moderno y en uso, donde la estética citacionista, por llamarla de algún modo, en la cual el copy-paste, el collage, la excavación y la exhumación, el reciclaje son permanentes y elegantes. Literatura como lo que debe ser: apropiación también de lo no literario. Novela total que incluye todos los discursos al alcance, y nos invita a vivir/experimentar el lenguaje al límite mismo que le permite contener todo, y en el borde, en el trabajo sobre la lengua, hacerlo legible. Novela festiva, celebratoria, bien escrita, que se lee desde el gozo. ¡Qué mejor recomendación que decir que la hemos pasado muy bien leyendo Vikinga Bonsái, y que esperamos la próxima novela de Ana Ojeda!

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