La sensación de fin que viene con el derrumbe de un país, no tiene comparación con nada.
Trato de identificar de donde proviene mi noción de fin y echo para atrás mi historia personal… me encuentro con la historia de muchos… Me atrevo a decir que el primer fin que mi generación conoce, es el divorcio de los padres. Hijos somos muchos de padres divorciados. Padres que alguna vez se amaron tanto, hasta el sudor entre sabanas como para darle vida a esta generación de la que soy parte, se enfrentaron a la separación, al desamor, al divorcio, y se dejaron enseñándonos el fin más temprano que tarde. Cuando nuestros padres se atrevieron a desamarse, a buscarse en otro u otra de manera abierta, a pesar de las culpas y las acusaciones, y sin posibilidad de reconciliación. Aquellos fueron divorcios de no hablarse más nunca, nada de ser amigos después, lo hippie les llegó tarde. Eso sí, apostaron de nuevo y se volvieron a casar… y nosotros los hijos, supimos de un solo golpe, que el amor no es para siempre. Que el amor es cambiante y que lo que cuenta es quererse. Aprendimos en la casa, que el divorcio no es tan malo después de todo… que es mejor dejarse que maltratarse.
Y así el divorcio se convirtió en algo normal y hasta saludable, gracias a la gesta de nuestros padres que valientemente enfrentaron todos los dimes y diretes con tal de no seguir viviendo con una persona que no amaban. Y el fin de ese amor que unió a nuestros padres, y que es lo que nos da cabida en este mundo, es un fin que hemos podido llevar a cuestas, porque hemos tenido cómo restituirnos la fe. Ellos se encargaron, como pudieron, no sin cierta torpeza, debo decir, de hacernos comprender que aunque hijos de la separación, seguíamos teniendo papá y mamá, que nos querían igual, y que si veíamos poco papá, era porque tenía mucho trabajo, nada que ver con el divorcio… ellos se volvieron a casar e incluso a divorciar… ellos nos enseñaron que el fin del amor tampoco es para siempre.
Cuando nos llegó el turno de enamorarnos y de separarnos a nosotros, fue sin remordimientos ni mala conciencia. A las alturas de mi adultez, nadie se escandalizaba por un divorcio y muchos nos separamos incluso sin llegar a casarnos. También nos fue más fácil enamorarnos de nuevo. Siempre difícil para los hijos, pero los “divorciantes” de mi generación, armados de plenos derechos y la justificación heredados del divorcio de nuestros padres, vivimos la separación sin culpas ni reconcomios y plenos de maneras de hacerla llevadera a los hijos.
Y esos hijos que ya no somos nosotros sino que son los nuestros, crecen con el derecho incluso de no querer al padrastro o a la madrastra siempre que sea en respeto, hasta que se van de la casa, libres y seguros, nosotros contentos de haber hecho un buen trabajo… Les toca a ellos empezar su historia a sus anchas, y es una sorpresa, cuesta reconocerlos, como si nunca hubieran vivido en nuestra casa, como si nunca nos hubieran necesitado… Ese es otro fin, del que aun no puedo decir mucho, un nada que ver muy difícil de comprender. Un fin que tampoco termina, un desprendimiento opaco, que duele seguido.
Llegados a la edad en que empezamos a enterrar a los afectos más viejos, familiares, conocidos y queridos, conocemos un fin que aunque tampoco tiene regreso, aunque se vive mal y son ausencias que se empiezan a llevar a cuestas, consigue consuelo en el recuerdo, los buenos momentos compartidos, el reconocimiento del legado.
Pero tu país no. Eso sí que no. Tu país era para siempre. Es tu cultura, tus maneras, tu historia, tus muertos sembrados en esta tierra que es tu país, tus hijos y tus nietos bajo el mismo sol, tu casa llena de recuerdos y de espacio para guardar los recuerdos del futuro… tu país no tiene fin. Tampoco tiene comienzo, siempre ha estado y estará.
Por eso cuando lo que se muere es un país, no hay recursos, no hay consuelo, no hay maneras de entender que puedan reparar lo que falta, lo que era más que tuyo, parte de ti y que ahora ¿cómo es que ya no está más? No hay futuro en la mira, ni chiste que encubra cuando lo que duele es la pérdida del ser, que sucede cuando se pierde el lugar que lo explica. ¿Qué lugar? El lugar es otro, y no porque todo luce distinto en el deterioro, sino porque ya no te retratas en la mirada de tu gente que demasiado delgada camina por la calle aunque ausente… ya no están. Tu gente ya no está. No porque se fueron sino porque se quedaron.
¿Cómo se vive eso? ¿Cómo es que se lleva a cuestas? ¿Cómo? ¿Se llora…? ¿Cómo seguir siendo, sin país que te justifique?
La noción país, mi país, el de cada uno, es abstracta pero contundente. Cada quien vive su país y lo explica con todo derecho, porque su país es lo que lo constituye. Pero si es el país el que se separa de nosotros, el que nos abandona para nunca jamás, todo se vuelve inasible, ya nadie sabe cómo sucede, cómo se entiende… ¿dónde queda uno… cada quien… cuál es el suelo que pisa? ¿es que acaso importa lo que diga el partido? ¿Es que acaso se puede echar mano a la constitución para reparar esta hecatombe?
La gente no está para constituciones ni leyes, no hay mal entendido, está claro, no hay diálogo, es el fin.
Es el fin. Pero seguimos. Nadie dice que no come, registrando en la basura, a plena luz y sin vergüenza, ya nadie cree pero todos esperan… No conocía esa dignidad nuestra en las malas. Esa calma, el paso lento para lo que aun se mueve, una cierta paz. Se circula por la ciudad sin tráfico y sin prisa. Algunos anuncios insisten al borde de la autopista, desteñidos de viejos o diseñados tan a los trancazos que parecen viejos, de todas maneras, hay poco que consumir, no hay nada en las tiendas, tampoco dinero para comprar, nadie en los restaurantes, el tiempo parece haberse detenido. Se detuvo el consumo, la euforia de la prosperidad que me vio nacer… se reacomodan las importancias, ya nada es seguro, se reconsideran las prioridades, lo que antes se desechaba ahora tiene valor, la conversación se ha vuelto más humilde, tiene el tono del sobreviviente. Se apagaron las ganas, eso de echar pa’lante, el éxito ya no es tema, el asunto es sobrevivir, encontrar el medicamento. Se acabó la mamadera de gallo que era lo que mandaba en Venezuela, donde fuera, en el colegio, la oficina o la arepera… a nadie le dan risa las colas.
Y eso me roba el sueño o me hace llorar cuando duermo y se me aparecen mis muertos. Porque nadie nos preparó para este fin, porque nadie lo esperaba, pero sobre todo, porque no sabemos cómo se imagina el después.