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Vida-en-Muerte

Una parte del viaje hasta la universidad donde dicto clases no es un viaje cualquiera. Con frecuencia me recuerda el periplo existencial de la Balada del anciano marinero, de Samuel Taylor Coleridge. Ese tramo al que aludo está conformado por una franja de doce kilómetros de chabolas, llamadas en Venezuela ranchos. Quizás, como el anciano marinero, esté condenado a contar mi travesía a un convidado sobre la piedra.

No es un periplo ante el cual uno pueda ser indiferente. La violencia reina allí. Puede manifestarse en los más variados modos: en la madre que golpea feroz y repetidamente el brazo del niño que llora; en dos ebrios que luchan, medio atravesados, sobre el asfalto de la carretera; en el motorizado que se estrella contra un auto y vuela por los aires; en dos perros que se destrozan mientras, en torno de ellos, los civilizados aúllan de excitación; o en el chofer que arrolla a uno de ambos perros, mientras se ríe de los agónicos alaridos del animal; en la casa sin frisar, en la escalera a punto de caer, en la mujer que ríe con los dientes desportillados.

En ese mundo, como en el sombrío mar del anciano marinero, todo es evanescente y devorado por la niebla, una niebla de augurio fatal. Y uno se pregunta: ¿quién mató al Albatros, signo de salvación? Cuando cruzo ese mundo, no pocas veces recuerdo los versos de Coleridge: «Con las gargantas resecas, con los labios negros / no podíamos ni reírnos ni gritar».

Y de pronto emerge en el horizonte de ese mundo la visión de Coleridge sobre la muerte, desoladora: un bajel que tenía telarañas por velas, con las cuadernas a la vista –como un esqueleto– por entre las que el sol asomaba «como por rejas de cárcel». Dos misteriosas mujeres son toda su tripulación: Muerte y Vida-en-Muerte. La muerte se apersona en este brumoso mundo bajo diversas apariencias, algunas muy obvias y frecuentes: un niño abaleado, un motorizado destrozado, un padre de familia asaltado y tiroteado, una madre que murió con sus niños al desplomarse la barraca. También es fácil encontrar las alegorías de la muerte. La más común, la falta de esperanza.

Quizás usted se sobrecoja al leerme. Pues sepa que el convidado sobre la piedra también (y creyó que el barbudo marino era un espíritu). ¿Cómo esquivar la palabra-dardo que desde las profundidades del tiempo nos lanza aquel anciano marinero?: «Y todos muertos yacían: / y un mil repugnantes cosas / seguían viviendo; y yo también vivía». ¡Cómo no evanescerme también al relatar mi íntimo/ínfimo viaje por un mar circular!

Como el protagonista de la balada regreso a casa, pero ciertamente no soy el mismo. Algo cambia cada vez que cruzo la brumosa inexistencia de ese infierno sin coordenadas en el tiempo y en el espacio. Y me pregunto: ¿quién permitió esto?, ¿quién mató al Albatros?, ¿quién animó la Vida-en-Muerte? Como en el poema de Coleridge, Muerte y Vida-en-Muerte se juegan a los dados la tripulación de aquel inframundo. A ratos gana una, a tiempo gana la otra. Yo intento hacer el periplo como el anciano marinero, y también he sido condenado a contar mi historia. Quizás yo sea un fantasma que relata su queja. Y quizás usted sea el asustado convidado sobre la piedra.

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