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Luis Roncayolo

Ver para Creer ¿O Creer para Saber?

Imagina que desaparecieran todas las películas que se hayan filmado hasta la fecha, bajo cualquier pretexto de ciencia ficción que quieras. Sería terrible, lo sé. Pero imagina que todo registro de su existencia quedara desaparecido salvo el testimonio de los participantes, y los posters de las películas.

Ahora imagina que conoces a Al Pacino. No es imposible. El hombre sigue vivo. En la actualidad es prácticamente una institución en el mundo del cine, y acaba de participar en la magistral película de Martin Scorsese El Irlandés. Si llegases a conocer a Al Pacino, podrías preguntarle cómo fue su experiencia trabajando con Marlon Brando en la película El Padrino. Recuerda, todas las películas han desaparecido, y no tienes recuerdo de haber visto El Padrino o cualquier otra película de Marlon Brando. Digamos que perteneces a la generación Z y naciste a final de los años noventa. No sabes con precisión quién fue Marlon Brando. Y como murió hace casi veinte años, no tienes forma de corroborar presencialmente quién fue, salvo por los posters de sus películas y, por supuesto, porque Al Pacino te dice que lo conoció. Él entonces era joven, apenas treinta y uno o treinta y dos años, y Marlon ya era un actor consolidado encima de sus cuarenta. Al Pacino te narra anécdotas de cuando interactuaba con Marlon en el set de El Padrino, anécdotas de todo tipo: serias, chistosas, creíbles y hasta increíbles. ¿Le creerías? Hazte la pregunta con seriedad.

Al también te cuenta que Marlon le narró su experiencia actuando con Vivien Leigh. Quizás no sepas quién fue Vivien Leigh, pero en una época fue una de las actrices más famosas a nivel mundial, en especial por su espectacular papel como Scarlett O’Hara en el clásico universal Lo que el Viento se Llevó. Vivien sólo actuó en tres películas (el resto de su carrera fue en teatro), y ganó dos Oscar; es decir que de todas sus películas, ganó el Oscar en el 66% de los casos. Nada mal. Su segundo Oscar fue por su enigmático papel en la película Un Tranvía Llamado Deseo (A Streetcar Named Desire), y en la cual participó junto a Marlon Brando, también su segunda película, que además le mereció la nominación al Oscar por mejor actor y lo catapultó a la fama. Era 1951, más de veinte años antes de El Padrino, es decir, hace alrededor siete décadas.

Recuerda, en nuestro experimento intelectual no existen registros ni de El Padrino ni de Un Tranvía Llamado Deseo, y salvo por los posters que, después de todo pueden ser fabricados artificialmente en Photoshop, solo tienes el testimonio de Al con Marlon Brando, y las anécdotas que Marlon le contó sobre su experiencia con Vivien Leigh. ¿Le crees a Al cuando te cuenta de Marlon? Y más aún, ¿le crees a Marlon cuando le contó a Al sobre Vivien? No tienes forma de confirmar que Vivien Leigh realmente existió, mucho menos si actuó o no en una película con Marlon Brando, un hombre a quien tampoco conoces salvo por lo que te cuenta Al. O puesto de otra manera, ¿acaso tendrías motivo para no creerle a Al, o a lo que Marlon le contó a él sobre Vivien? Piénsalo. Un Tranvía Llamado Deseo es una película de hace siete décadas. ¿Bajo qué criterio creerías que todo eso realmente ocurrió? La clave está en el verbo “creer”. Le crees a Al, como Al le creyó a Marlon, y en consecuencia, crees que Vivien Leigh fue una actriz que alguna vez existió, y en su momento fue muy famosa. Todo esto ignora toda la demás evidencia que podrías utilizar, pero eso es irrelevante para este experimento intelectual. La pregunta es, bajo las circunstancias del experimento, ¿le creerías a Al Pacino?

Este experimento sirve para hacernos una pregunta alternativa. Si no vivieras a principios del siglo veintiuno sino del siglo dos, en el imperio romano bajo el dominio de los césares, y conocieras a un hombre tan viejo como Al Pacino lo es hoy, y si este hombre es también reconocido en la comunidad en la que vives, digamos Antioquía de Siria, y este hombre resulta ser obispo de la religión cristiana de tu ciudad y su nombre es Ignacio, ¿le creerías cuando te cuenta que conoció a un hombre llamado Pedro, y le creerías cuando te cuenta que Pedro le contó a él que conoció a un hombre llamado Jesús de Nazaret? ¿Qué evidencia adicional a su narración tendrías? Tendrías, déjame añadir, algunas cartas de contemporáneos de Jesús. Cartas de ese Pedro del que Ignacio te habla, pero también de otros: un tal Juan, un tal Santiago, un tal Judas Tadeo y un tal Pablo. Esas cartas serían para ti lo mismo que los posters de las películas en nuestro experimento intelectual. En teoría podrían ser falsificaciones como los posters pudieran ser fabricaciones de Photoshop. Pero confirmas que, al igual que los posters, nadie que tu conozcas duda de la autenticidad de las cartas. Entonces tienes dos pedazos de evidencia: las cartas que hablan de Jesús y la experiencia de este viejo sabio llamado Ignacio, tan viejo y “tan sabio” como hoy en día lo es Al Pacino. Por ahora dejaremos los textos de los cuatro evangelios canónicos fuera del argumento para ser justos con nuestro experimento intelectual, ya que los evangelios equivaldrían a lo que en nuestro experimento son las películas, las cuales hemos acordado que dejaron de existir. ¿Se entiende el propósito del experimento? Si no dudaste del testimonio de Al en el que habla del testimonio de Marlon y que te lleva a creer en la vida y los actos de Vivien Leigh, tampoco tienes motivo para dudar del testimonio de Ignacio en el que te habla del testimonio de Pedro y que te lleva a creer en la vida y los actos de Jesús de Nazaret.

Con esto no pretendo que creas hoy en Jesús de Nazaret. No busco persuadirte a favor de las creencias en Jesús. Al contrario, te invito a dudar de ciertas opiniones que se reputan científicas cuando buscan poner en duda la evidencia alrededor de la vida y actos de Jesús. Esas opiniones son tan irracionales, o al menos tan poco razonables, como sería poco razonable dudar de que Marlon Brando le dijo la verdad a Al Pacino sobre Vivien Leigh, y de que Al te esté diciendo la verdad a ti. Después de todo, entre la narración del viejo Ignacio, obispo de Antioquía, y la crucifixión de Jesús mediaron siete décadas aproximadamente, las mismas décadas que median entre nosotros y Un Tranvía Llamado Deseo. Si le crees a Al, ¿por qué no le creerías a Ignacio? El mismo ejemplo aplica para san Ireneo de Lión y sus años como discípulo del apóstol san Juan, para mostrar que no es sólo una pieza de evidencia la que tenemos, sino varias, pero quedémonos con san Ignacio de Antioquía.

Sé lo que podrías estar pensando. Podrías decir que, a diferencia de Al Pacino, a quien puedes conocer en vida, san Ignacio de Antioquía vivió y murió hace dos milenios. O, más radical aún, que Marlon Brando no le habló a Al Pacino sobre actos sobrenaturales alrededor de la vida de Vivien Leigh, ¡mucho menos que hubiera muerto y resucitado! Claramente, todo lo que Al nos pueda contar es posible y razonable, mientras lo que Ignacio nos narra es imposible. ¿Verdad? ¿Acaso esto no colocaría las historias sobre Jesús en el campo de leyendas? Ambas objeciones deben ser abordadas por separado. Sin embargo, en este artículo sólo responderé a la primera, ya que lo que trato de demostrar es que las críticas supuestamente científicas que desacreditan y desechan la evidencia bíblica alrededor de la vida y obra de Jesús de Nazaret no son razonables, y por ende no deben ser tomadas muy en serio. La segunda objeción nos llevaría a un debate teológico sumamente extenso que merece otro ensayo por sí mismo.

La primera objeción requiere explorar la pregunta de “cómo sabemos si lo que sabemos es verdadero”. Pregúntate cómo sabes si un hecho histórico relativamente lejano sucedió o no. Evitemos un hecho demasiado conocido. Otro experimento intelectual: Estás en una clase de historia de los Estados Unidos, y el profesor cuenta que a mediados del siglo diecinueve había un teatro en Nueva York conocido como la Opera de Astor Place, en downtown Manhattan, más o menos (uso este ejemplo porque estudié cerca de allí y estoy muy familiarizado con el lugar). El profesor nos narra cómo en el año 1849 hubo un disturbio a las afueras de la ópera (no importan ahora los motivos), el teatro fue incendiado, la policía intervino para reprimir la protesta, hubo disparos, unas treinta personas perdieron la vida. Fue la masacre policial más grande en la historia de Nueva York hasta la fecha. Compárese con tantas otras masacres urbanas perpetradas por la policía como la masacre de Tlatelolco en Ciudad de México, 1968, y el hecho resulta plausible. Independientemente de la diferencia de asesinados, se trata de un acontecimiento que impactó traumáticamente a la opinión pública de la época, pero que hoy en día es un hecho prácticamente desconocido en la cultura popular. Ahora, como estudiante ¿por qué le creerías al profesor, salvo por su autoridad? Digo, si caminas a Astor Place hoy, no encontrarías el mentado teatro. ¿Por qué le creerías? Si fueras uno de esos estudiantes molestos para tantos profesores, le preguntarías, y él te sugeriría leer los libros tal y cual, de fulano y mengano para que confirmaras que no está inventando cuentos chinos.

Vas a la biblioteca, buscas los textos referidos, confirmas lo que el profesor dijo en clase, pero luego te sorprende que los libros fueron publicados en, digamos, los setenta y ochenta, a más de cien años de los sucesos. ¿Por qué le creerías a los autores de esos libros? Haces lo que cualquier estudiante despierto haría: revisas la bibliografía y das con otras fuentes secundarias, libros de principios de siglo veinte, quizás finales del diecinueve, pero, finalmente, encuentras lo que buscabas: fuentes directas: notas de prensa. Tu ánimo de investigador no se ve intimidado por tamaña tarea y visitas la hemeroteca donde hallas las notas de prensa del 11 de mayo de 1849 en el que se narra la masacre, pero te sorprende no ver fotos. La fotografía no había sido inventada todavía, y te tienes que conformar con la recreación de un dibujante: las masas radicalizadas de Nueva York, nativistas protestantes e irlandeses católicos del Lower East Side rodeados de humo enfrascados en una balacera contra la policía, y el magno edificio de la ópera en el fondo como un palacio de la antigua Roma; sin duda una imagen romantizada, más parecida a un cuadro de Delacroix que a la cruda evidencia que nos transmite una masacre en fotografía. Ya está, hasta allí llega la evidencia. ¿Cómo sabes si es verdad? “Pues es la prensa,” te dirías. ¿Y crees en la prensa? Viviendo en la época en la que vivimos, de fake news y post truth, tienes la sensibilidad cínica del posmoderno y puedes sospechar la agenda detrás de los medios, sabes que son capaces de tergiversar la información e incluso mentir. ¿Le crees a tu profesor, a los libros de historia y en última instancia, a la prensa de la época? Después de todo, no estuviste allí, no puedes saber al cien por cien si realmente sucedió. La clave, nuevamente, está en el verbo “creer”. Siempre creemos. Incluso debemos creer lo que vemos con nuestros propios ojos pues a veces, nos dicen los psiquiatras, lo que vemos puede no estar allí. ¿Qué hacemos? ¿Cómo sabemos si lo que vemos o leemos es verdad o falsedad? Quizás ya sospechas la respuesta: no podemos saberlo al cien por cien; hay un porcentaje en el que debemos creerlo.

Pero si tu rigorismo cientificista llega al extremismo y no quieres concederle nada a la “creencia”, estás en peligro de caer en el solipsismo, que está definido por la Real Academia Española como una “forma radical de subjetivismo según la cual solo existe aquello de lo que es consciente el propio yo.” Es decir, sólo puedes afirmar que tú eres real, pero todo lo que trasciende tu propia consciencia de ser, es decir, todo el mundo exterior es, de alguna forma u otra, falso. Si el presente empírico es falso, ¿qué queda para testimonios del pasado de cosas que ya sucedieron y no estuviste allí para presenciarlas? ¿Qué te diferenciaría de los que recientemente niegan la evidencia de la redondez de la Tierra y postulan, ante el total asombro y perplejidad del resto del planeta, que la Tierra es plana?

Lo que quiero ilustrar es el siguiente punto: no estamos obligados a dudar de la masacre de Astor Place por el hecho de no haberla presenciado. Podemos creer en los testimonios de la época como la prensa y las cartas de los afectados, en los libros de historia y en lo que nos dice el profesor en el aula de la universidad, y en consecuencia constituirlo como conocimiento verificable en los textos, como saber. Es en los libros donde se guarda el saber de una generación a otra, y es desde ellos que el saber emerge y se rescata; Google y Wikipedia son sólo formas digitales del mismo principio. Si lo dudáramos, nada impide que caigamos en el solipsismo, y pongamos en duda toda evidencia de carácter histórico (y en consecuencia, criminalístico). Se trata de la diferencia que establece Bertrand Russell en su teoría del conocimiento cuando habla de “conocimiento por presentación” (el que corresponde a lo que sabemos porque nuestros sentidos nos lo manifiestan) y “conocimiento por descripción” (el que corresponde a una verbalización de eventos que, si bien no presenciamos empíricamente, los conocemos porque alguien sí los presenció, como en la historia, o porque es una deducción lógica y racional de datos que sí podemos presenciar, como en la astronomía).

Si creemos que sí hubo una masacre en Astor Place el 10 de mayo de 1849, podemos creer la narración que hace Maquiavelo de la vida política de la Florencia renacentista, podemos creer que Sócrates vivió y murió como nos lo presentan Platón, Xenofonte y Aristófanes, y podemos creer en Jesús de Nazaret como nos lo diera a conocer san Ignacio de Antioquía a través de Marcos y Lucas, que a su vez lo supieron de Mateo, Juan, Pedro, Santiago y todos los demás. Al final del día, la palabra “Biblia” viene del griego βιβλία que es el plural de “pergamino” o “rollo”, y por extensión significa “libros”. Por practicidad, la tradición los ha publicado todos en un solo tomo, pero realmente se trata de una biblioteca de libros reputados sagrados. En este sentido, consultar la Biblia no es diferente de la consulta a la biblioteca y hemeroteca cuando quisimos confirmar las aseveraciones del profesor al narrar los hechos de la masacre de Astro Place. ¿Y por qué no? ¿Acaso la distancia de dos mil años nos lo impide? Si así fuera, dudemos entonces de Sócrates, Pompeyo y Carlomagno.

O peor aún, y volviendo a un experimento intelectual de ciencia ficción, si pudiéramos viajar dos mil años al futuro y hablarles a los humanos del siglo cuarenta y uno sobre la masacre de Astor Place, ¿acaso no tendrían ellos el mismo derecho a dudar de su veracidad? Y si les insistiéramos que dentro de nuestro contexto es absolutamente razonable creer que sí sucedió, como también había sido razonable creerle a Al Pacino los cuentos sobre Marlon Brandon y Vivien Leigh, ¿no nos dirían que estamos a más de setenta o cientocincuenta años de distancia del hecho y que, por ende, nuestro testimonio califica como una leyenda, como lo hace hoy Bart Ehrman respecto de los evangelios? Después de todo, ¿por qué creer en la prensa? ¿Cómo justificarías tu “creencia” en ese hecho histórico ante un público tan severo con tu conocimiento? Al menos Pedro y Pablo se entregaron a la muerte por estar convencidos de lo que vieron, oyeron y vivieron, como luego lo haría Ignacio. ¿Morirías tú por sostener la verdad declarada en los periódicos?

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