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Una verdad incómoda: de la imitación al aprendizaje

«Los seres humanos somos sociales por naturaleza» afirmó Aristóteles. Vivimos, crecemos y morimos como parte de un entorno social que determina nuestra personalidad, sea en oposición al entorno o aceptación de éste.

Sin embargo, mientras logramos determinar nuestra postura frente al contexto, sus normas, valores, vicios e incongruencias, es decir, durante nuestros primeros años de vida y educación básica, nuestro aprendizaje se lleva a cabo por simple imitación. Ello ha creado la falsa idea de que los niños son el futuro, como si su presente, la infancia, careciese de validez o trascendencia. Es así que al llegar a la edad adulta, casi de forma automática, olvidamos por completo las emociones, sensaciones, pensamientos y experiencias acontecidas durante la niñez y comenzamos a divulgar la falacia de que los niños no comprenden de dolor, tristeza, vicios, e incluso sexo, son inocentes y puros. Confundimos la inocencia con la ignorancia, no en el sentido vulgar que se le da al concepto; sino entendida como la falta de conocimiento de la que todos somos presa, pues es imposible conocerlo todo. La ignorancia como la falta de experiencia en algunos campos mas no como la carencia de malicia.

Los niños son una copia fidedigna del ambiente en el que crecen, una mezcla entre las costumbres y los hábitos obtenidos en casa, los conocimientos adquiridos en la escuela y desde luego una imitación de las conductas de los adultos que los rodean: padres, abuelos y, claro, profesores.

Óscar Wilde señalaba, de manera bastante agresiva y generalizadora, que «todos los que no son capaces de aprender se han puesto a enseñar», una afirmación demasiado general, pero difícil de desmentir frente a las evidencias, tanto como localizar el cuervo que no sea negro para Popper. En una encuesta realizada a una muestra poco significativa de 100 profesores de educación básica en la Ciudad de México y Zona Metropolitana, con respecto a sus hábitos de lectura y búsqueda de conocimiento extra clase, los resultados arrojan cifras escalofriantes. Tan sólo 10% de ellos aseguró tener el hábito de la lectura, 8% leer el periódico y 6% buscar otras fuentes de información además de los libros de texto de las materias que imparten. Y terriblemente ese 10% que aseguró contar con el hábito de la lectura, solamente ha leído un promedio de dos libros en los últimos seis meses.

En su ensayo ¿Los niños sabemos escribir?, Fernanda Odette Morales, estudiante del tercer grado de secundaria en el Estado de México, asegura que los profesores les exigen a los niños que lean y escriban «cuando ni ellos mismos rebasan la frontera de lo básico […] y no nos revisan ni corrigen faltas de ortografía». Cómo contradecir a Odette, cuando en el Consejo Técnico Escolar e incluso en la conversación cotidiana, los profesores utilizan frases como: «saludan no como robot sino como un respeto», «los conocimientos se obtienen a manera personal», «debes conocer al alumno suficientemente», «mas sin en cambio», «y le hace», «yo actúo a mi forma de parecer», «entre más sentidos utilice el niño más mejor le queda», o la mejor de todas «damos por entendido que él ya entendió lo que queramos que entienda».

Cómo no darle la razón, si los mismos maestros no leen y los que sí lo hacen optan por Carlos Cuauhtémoc Sánchez o Paulo Coelho. Y cómo no apoyar sus afirmaciones si al entrar en las aulas uno se encuentra con las pizarras llenas de errores ortográficos dejados por el profesor anterior. ¿Qué puede enseñar una persona que por principio ha perdido la capacidad de aprender y corregir sus errores?

Terriblemente el ejemplo que los profesores dan a los alumnos va más allá de un par de fallas ortográficas o la falta del hábito de la lectura. El lenguaje corporal, la actitud, el desenfado, el enojo cuando son corregidos, la intolerancia frente a la crítica… Los niños lo ven y lo aprehenden como parte de un contexto cotidiano. Y esa falta de curiosidad, la negación de la tan necesaria ignorancia, nos escupe en el rostro cuando vemos a los niños carentes de respeto e interés, no sólo por la escuela, sino por los estímulos en general, y su búsqueda incesante y pavloviana por la calificación en lugar del aprendizaje. Niños viciados por las redes sociales, tratando de encontrar la aceptación del medio antes que la propia estabilidad, imposibilitados para razonas y más aún para poner esos razonamientos en palabras. Ya ni hablar de ponerlo por escrito.

Las reformas políticas a la educación no son sino reformas burocráticas que obligan al docente a perder el tiempo en papeleo innecesario, en lugar de fomentar el crecimiento real del conocimiento del maestro; dejando de lado la única forma de mejorar la educación: el anhelo por la preparación y la enseñanza de lo aprendido, la transmisión de lo que uno conoce, la autocrítica y el pensamiento lógico. Hacer por el alumno lo que nuestros profesores no hicieron por nosotros y retomar lo que sí hicieron bien. Es necesario recordar que los niños más que aprender imitan y posteriormente razonan. Mas esto continuará siendo una falacia idealista en tanto los propios profesores no sean capaces de olvidar los discursos de antaño y comenzar a prepararse con o sin reformas, porque quien no sabe no tiene nada que enseñar. Por el momento queda la esperanza de que como dijo John Lennon: «You may say I’m a dreamer, but I’m not the only one, I hope someday you will join us and the world will be as one».

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