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olga Rodríguez-Ulloa

Para una universidad en crisis, la promesa de la diversidad

Concepto político, práctica institucional, modismo, ahora más que nunca el término diversidad tiene una existencia ubicua en todos los campos profesionales y la academia no es una excepción. Con unas elecciones presidenciales que no dejan de sorprender por su nivel espectáculo, la institución universitaria estadounidense se ha visto cuestionada, sobre todo en el lado demócrata debido a la deuda imposible a la que se enfrentan los recién graduados que se contrasta con la falta de oportunidades laborales y la poca movilidad económica de los últimos años. A ello se suman las numerosas protestas estudiantiles del otoño pasado debido a incidentes de discriminación en distintos campus y a un clima de general indignación estudiantil ocasionado por la violencia policial en contra de ciudadanos afroamericanos. En todo el país, los estudiantes demandan un currículo inclusivo, diversidad en la contratación de profesores y empleados administrativos a tiempo completo y un tratamiento más justo de casos de discriminación racial y violencia sexual y de género que afectan principalmente a las mujeres y a la población LGBT.

Estos múltiples problemas y un descontento creciente no solo entre estudiantes sino en la opinión pública en general apunta a pensar en una crisis de la universidad estadounidense. Y es que los cuestionamientos atraviesan la clase, desde las Ivy Leagues más renombradas hasta los colleges más remotos del país; protestas, petitorios y grupos en las redes sociales proliferan en su búsqueda por una institución universitaria menos excluyente y más equitativa. Se puede ver en muchas de estas demandas que las soluciones estarían cifradas en la diversidad, que se trataría de un tema de representatividad de grupos minoritarios y de justicia para sectores históricamente oprimidos pero ¿es la diversidad la tabla de salvación de las universidades?

Dentro de la academia diversidad significa inclusión de etnicidades y culturas distintas a aquella que dominó históricamente la institución en Estados Unidos (y en el resto del mundo), llámese el hombre blanco. Basta recordar que la visibilidad política de las mujeres en la universidad empezó a fines de la década de 1960 y la inclusión de autoras en el currículo se consolida durante los años 80 luego de una ardua lucha feminista por conquistar espacios. Es durante esta misma época que la diversidad étnica y cultural encuentra un espacio fijo en las políticas institucionales con el fin de alinearse al cambio social provocado por el Movimiento de Derechos Civiles y combatir el racismo estructural de la sociedad.

En la introducción a su libro The Trouble with Diversity (2006), Walter Benn Michaels señala que existe una identificación total entre diversidad y raza y que, justamente, en su afán por superar el racismo, esta política que se centra en la admisión de estudiantes o en la contratación de profesores afroamericanos, latinos, asiáticos, etc. termina por esencializar la idea de raza, reforzando así los prejuicios que se ciernen sobre el color de piel o el grupo étnico. Michaels arguye que la diversidad y la raza son elementos distractores, premios de consolación para que la política no se centre en los verdaderos problemas: la desigualdad económica y la clase: “Un mundo en el que algunos de nosotros no tiene suficiente dinero es un mundo donde las diferencias entre nosotros presentan un problema: necesitamos desaparecer la desigualdad o justificarla. Un mundo en el que algunos de nosotros somos negros, blancos —o bi-raciales, o nativos americanos o transgénero— es un mundo en el que las diferencias entre nosotros presentan una solución: apreciar nuestra diversidad. Entonces nos gusta hablar de las diferencias que podemos apreciar, y no nos gusta hablar de aquellas que no podemos apreciar”

Para Michaels la diversidad no es justicia social, sino un mero placebo para contentar a una izquierda académica cada vez más complaciente con las abismales y abusivas diferencias económicas del status quo. En este fragmento de su introducción, el autor no ahonda en la interseccionalidad que cruza la raza y la clase, es decir, que históricamente son las poblaciones de color, las que pertenecen a la clase baja, aquellas que han sido arrinconadas a una educación de menor calidad y a los puestos menos compensados de todo campo profesional. Su sanción a la raza termina por opacar su entendimiento de la clase. Si bien es cierto que la idea de diversidad aplicada a muchos contextos parece más una moda o un leitmotif de la industria, resulta indiscutible que ha generado discusiones antes impensables y que pone en primer plano muchos de los problemas de campos profesionales que tienden a autoreproducirse sin cuestionarse ni generar cambios. Sin el intento, todavía tambaleante e insuficiente, de instituir prácticas que incorporen la diversidad, los cursos de humanidades seguirían enseñando solamente autores hombres, europeos, blancos. 

Hay espacios académicos en los que la diversidad antes que ser una política progresista es una muestra contundente de la creciente corporativización de la universidad estadounidense. Uno de ellos es el trabajo temporal sin posibilidades de contratación permanente, conocido como non-tenure, el cual presenta un número elevado de personas de color. Una encuesta de 2009, registra que la proporción de afroamericanos en puestos contingentes (15.2%) es cincuenta por ciento mayor a la de blancos (9.6%). Por otro lado, este modelo laboral ha ido en aumento durante los últimos años. La Asociación Estadounidense de Profesores Universitarios (American Association of University Professors) señala que 70% de los puestos de instrucción académica son de profesorado contingente sin derecho a beneficios o seguro médico, remunerado solamente por curso. Esta precarización laboral ocurre en épocas de prosperidad, no en una coyuntura de crisis económica como se ha querido apelar. Por el contrario, muchas de las instituciones que se aferran al profesorado contingente, se han embarcado también en costosos proyectos de infraestructura y en habilitar sedes globales.

Los expertos en educación coinciden en afirmar que esta tendencia no solo discrimina a los profesores, sino que también va en detrimento de la formación de los estudiantes a quienes la institución no les ofrece una educación integral, por ejemplo, carecen de continuidad; no pueden tomar más cursos con estos profesores ni obtener de ellos cartas de recomendación. Otra desventaja importante es que la pertenencia a comités y la carga de servicio aumenta para los profesores permanentes que tienen que repartirse un gran número de tareas entre unos pocos. Sin embargo, la fórmula funciona bien para los especuladores y los administradores y nada hace avizorar un cambio de esta distribución laboral.

Otra de las formas en las que la institución universitaria continúa apostando por la defensa cerrada de su población menos diversa es en los casos de violencia sexual. Las estadísticas de estudiantes violadas por sus compañeros en universidades de todo el país son alarmantes. El documental The Hunting Ground, estrenado el año pasado, da cuenta de una realidad oculta por una jurisdicción universitaria que no ofrece justicia a las víctimas de violencia sexual. Los consejeros y burócratas que deberían garantizar el bienestar de sus estudiantes, no solo fracasan en ofrecerles un ambiente seguro, también las culpan y las castigan por los ataques. Aun más, la jerarquía universitaria se ensaña contra aquellos profesores que defienden las causas de sus alumnas. En 2014, la Universidad de Harvard castigó a la profesora de antropología Kimberly Theidon por su injerencia en estos casos.

Si en algo tiene razón Michaels es en que las prácticas institucionales que tratan de incorporar la diversidad en todas las facetas de la vida universitaria quedan cortas ante la multiplicidad de problemas sociales presentes hoy en sus campus. Los esfuerzos no son siempre loables y esto hace que la diversidad se convierta en un cuestionario a rellenar, un check en el formulario que perpetúa las injusticias de la sociedad. Tómese, por ejemplo, la experiencia de algunos estudiantes de color o provenientes de la clase trabajadora en universidades de élite, cuya inclusión en múltiples ocasiones está teñida por una rutina de racismo y clasismo.

No hay que perder de vista que tal y como llega el modelo universitario a Estados Unidos y a América Latina, la universidad es una institución europea dirigida por hombres blancos y consolidada en un saber religioso, humanista y científico que tenía como una de sus funciones principales la dominación de las colonias europeas en América, Asia y África y, sobre todo, la dominación de ese sector poblacional que hoy llamamos “diverso”. Pese a lo irrefutable de esta afirmación, es innegable también que la educación superior continúa ofreciendo además de una serie de ventajas laborales en la práctica, una plataforma para el encuentro intelectual y la libertad del pensamiento.

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