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Una política de la escritura: el poema como revolución

Me gustaría plantear como hipótesis que la escritura (y muy en especial el poema) es un acto político. En especial cierta clase de escritura (y no otras). Hay una escritura poética, como casos paradigmáticos y ejemplares, la de Rimbaud, Lautréamont o incluso Artaud, la de aquellos que realizaron “la revolución del lenguaje poético” en términos de Julia Kristeva, que desconfiguraron el lenguaje, que hicieron estallar sus configuraciones tradicionales, precisamente tomando como punto de partida la herramienta del poema. Con su escritura despedazan la gramática en su versión más convencional, sus formas de inteligibilidad habituales. Rompen con las estructuras de pensamiento que de ellas emanan. Estas nuevas discursidades (los poemas de los malditos) que acabo de mencionar suelen ser revulsivas, extremas, subvierten la economía comunicativa y la racionalidad instrumental del lenguaje tal como se lo concibe en su forma más frecuente en los intercambios cotidianos. Por ejemplo, en los documentos burocráticos o en el típico caso del lenguaje de los medios de comunicación de masas. También el discurso político es otra clase de discurso que vienen a poner en cuestión. A lo que podría sumarse la prosa de cierta narrativa literaria que tiende a las fórmulas, a repetir más que a nombrar según nuevos modos la experiencia estética. Esa prosa narrativa que no es cuestionadora de los géneros literarios ni de la escritura, la ratifica en una perpetuación sin aportes. Se trata de narrativas tranquilizadoras o bien de evasión.

Por otra parte, la literatura, pero más específicamente la poesía por su forma desestructurante del discurso comunicativo habitual, también rompe con sus modos de lectura. La poesía se organiza según versos, estrofas, rimas, juegos de palabras, lo lúdico en ciertos casos, caligramas en poetas como el francés Apollinaire, a veces se sirve de neologismos, en otras utiliza la economía del lenguaje (barroco o neobarroco, en los cuales hay una proliferación significante del discurso). Hay los poetas y las poetas que abordan temas complejos desde los contenidos (el género, la violencia política, el imperialismo, la discriminación racial, sexual, de etnia, la violencia contra los niños, en fin, la conflictividad de lo real), circunstancias todas ellas que hacen que el poema sea el género que bajo esas circunstancias problematiza aún más el discurso comunicativo (si bien la prosa o la prosa poética en casos radicales también pueden hacerlo bajo ciertas condiciones). Esto politiza el uso del lenguaje. Politiza el acto de escribir. Politiza la enunciación. No confirma el orden establecido, el estado de cosas vigente. Sino que destroza, despedaza ese orden lingüístico según el cual se rige nuestra vida cotidiana. Precisamente para “ponerlo todo en cuestión”. La poesía, para decirlo en unas pocas palabras, puede ser tanto inquietante como devastadora por las experiencias imaginarias que aborda a partir de una lengua literaria compleja y de sus contenidos. Este es un punto que me parece primordial en la lírica. Su posición desde lo constructivo (esto es, cómo los poemas están elaborados discursivamente) y desde los temas que desarrolla.

Planteada en estos términos, la relación entre emisor y receptor, entre autor y lector (lo que también varía mucho en términos de quiénes son esos emisores y quiénes esos receptores), se ve reconfigurada. Los hay más cultos, más preparados y con mayor perspicacia. Los hay con mayor capacidad de pensamiento abstracto o mayor capacidad de establecer relaciones asociativas entre representaciones sociales. Como decía, no es lo mismo leer a Rimbaud o a Artaud que a autores o autoras de escritura apacible que construyen discursos literarios que no ofrecen resistencias al lector o a la lectora. Visto desde la comunicación, el sistema cambia sus condiciones de producción y recepción.

Se trata de poéticas completamente distintas, concepciones acerca del lenguaje devenido lengua literaria a partir de operaciones vinculadas a lo más contestatario de la ideología. En el caso de la literatura hay casos por ejemplo de la poesía que ratifican el orden establecido y hay otros que lo subvierten: temas y formas completamente dispares y hasta antagónicas. A lo que sumo el factor diacrónico (propio de la temporalidad, el factor histórico). Porque todos estos fenómenos por supuesto que tampoco escapan a situaciones contextuales. Hay factores geopolíticos que han tenido que ver con la irradiación tardía de la modernidad en un espacio y no en otros. La temporalidad europea, así como la de EE.UU., de la mano de economías, sistemas de producción y culturas pujantes, no fueron los de América Latina, patrias más jóvenes, con economías más endebles, subdesarrolladas, la mayoría de las veces en aflicción. En efecto, en países subalternos, como los de América Latina o África los procesos sociohistóricos han tenido lugar de una manera totalmente opuesta. No estamos hablando de la misma noción de Estado/Nación, que se configuró en ciertas patrias, que incluso alcanzaron su emancipación de las colonias tardíamente. Y no es lo mismo una tradición cultural incipiente que otra antiquísima, como suelen ser las europeas. Las tradiciones literarias constituyen un juego de doble filo. Porque por un lado decir algo nuevo en un contexto donde mucho ha sido dicho supone la puesta en juego de una radical originalidad. De un esfuerzo notable por pronunciar algo inédito. Lo que exige al creador un cierto “gasto” y opone una resistencia o dificultad porque aparentemente mucho o todo diera la impresión de haber sido dicho. Pero por el otro,les permite contar con el respaldo de una cultura literaria a partir de la cual entablar un diálogo, por ejemplo, intertextual, con el que no cuentan las naciones de conformación identitaria reciente. Teniendo en cuenta todo el contexto que acabo de detallar, una revolución del lenguaje poética, una renovación de sus discursos literarios, diera la impresión de ser más propicia en patrias con mayor trayectoria cultural. Allí hay focos literarios de prestigio a los cuales también oponer resistencia y oponerse en tanto que proyecto creador.

No obstante, países jóvenes, como los de América Latina, en algunos casos han llegado a producir obras magníficas. Incluso con Premios Nobel, como Chile, Colombia o Perú. El factor continental es de peso entonces, pero no diría que es determinista. En este punto me parece pertinente trazar una distinción nítida entre lo que es la temporalidad en Europa y en los EE.UU. de lo que es en una periferia, sin tradiciones longevas, que tiene todo por delante y casi nada por detrás. Pensemos en Argentina, por ejemplo: el sustrato aborigen por múltiples motivos no significó un aporte a la cultura literaria. No al menos hasta que estudios antropológicos del siglo XX comenzaron a sistematizar y a catalizar un cierto legado y aún así no se trata de uno de orden sustantivo en relación a otro firmado por plumas de letrados de prestigio.

Y la escritura como acto político también la pienso en otros términos. No solo desde su oposición a un lenguaje instrumental y a una lógica comunicativa de la estereotipia, en una escritura fijada en estructuras sociales anquilosadas por la costumbre y ciertos intercambios sin capacidad de renovación. Sino en una escritura que bajo esos mismos términos no resulta desafiante. No resulta insurgente. No plantea ni matices ni una infinita riqueza de significados y sentidos, como la del poema radical de los malditos. Fundamentalmente en el primer caso se trata de un lenguaje que amputa la capacidad expresiva de naturaleza innovadora. Un sujeto que escribe, un productor cultural, puede expresarse si lo hace con libertad subjetiva, precisamente, liberándose de estructuras instaladas, rompiendo esquemas, destruyendo formas cristalizadas de crear y pensar, neutralizando lugares comunes, todo aquello que suele imponer límites a la invención. Si logra sortear esa prueba, su escritura será provocadora. También se saldrá del sentido común.

El lenguaje es entonces una herramienta peligrosa. Con él algunas personas son capaces de elaborar formas cuestionadoras sofisticadas. Se sirven de recursos que cuestionan el sistema desde todos los ángulos, pero primordialmente el de la cultura literaria. Y, como dije, si se trata de una escritura ejercida a fondo, forzando los límites, de una profundidad extrema en sus tramas, en su textualidad y en sus planteos, literalmente lo desbarata todo. Arrasa con todos los sistemas cerrados de ideas. Esto facilita luego que la serie literaria (esto es, la serie que remite al sistema de organización de producción literaria en el marco de una sociedad) en términos de Tinianov, favorezca modificaciones en la serie social (la ser que atañe a la vida cotidiana en el seno de una comunidad). Eso pone en jaque a la sociedad, pone en riesgo su organización, motivo por el que esa sociedad se defiende reprimiendo, persiguiendo, censurando, confinando al artista. O bien ubicándolo en espacios donde no sea perturbador. Así es que el artista queda cautivo en ghettos, editoriales de escasa circulación, su trabajo permanece inédito porque resulta inaceptable para la sociedad. Hay entonces una discriminación del pensamiento crítico en sus variantes más radicales. En el caso de los malditos, llevado a su extremo.

Son el hombre y la mujer que han reflexionado sobre la escritura con un fundamento teórico, meditando a fondo sobre ella. Si se trata de un pensamiento por detrás que sostenga su poesía, que los haya hecho meditar hasta sus últimas consecuencias acerca de qué es escribir, por qué uno lo hace, para qué escribir, para quién y cuál es su fin último. Si la reflexión teórica alcanza sus zonas más medulosas, esa teoría suele permitir pensar la creación desde la libertad subjetiva, desde la innovación, sin reiterar lo que ya ha sido hecho, dicho y escrito con antelación acerca del orden del discurso literario sino procurando dar un paso más allá. Ese es el riesgo de la escritura. Es el riesgo del pensar. Es la escritura que creo yo resulta ser la más valiente y la más valiosa. La escritura que salta al vacío. La que más aporta al sistema literario. Es la escritura que se interroga especularmente sobre sí misma.

Si bien algunos creadores y creadoras logran alcanzar mediante el ejercicio de la reflexión discursos literarios sin precedentes con trabajo, estudio y formación, habrá un puñado escaso de ellos de naturaleza genial. Es cierto. Son unos pocos. Son la excepción. Y sin la necesidad de toda esa labor preparatoria de estudio, conquistan para sí mismos y para la cultura literaria un lugar inolvidable en el arte en función de las poéticas magníficas que edifican. Se erigen entonces en los referentes a partir de los cuales el resto de los poetas y las poetas se posicionan.

Sea uno u otro caso. Se trate de circunstancias de mayor o menor talento, el resultado es lo que importa. Un arte que sea insurreccional. Porque ha procedido a una revisión de sus propios fundamentos. De sus premisas. Producto del estudio o bien producto de la espontánea creación genial, ese arte será, en palabras de Julia Kristeva, el arte de la revuelta. Pero quisiera, eso sí, ser bien explícito en este punto. El poema es, por excelencia, “el discurso insumiso”, como afirma la escritora argentina María Negroni. Le lleva la delantera a otros géneros por su misma estructura desestructurante de los discursos comunicativos habituales (por lo general las narrativas). De modo que es el género literario que está llamado a cambiar el curso de la poética. A quedar inscripto en su Historia de un modo inolvidable.

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