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Una poética de lo inmediato. La enseñanza de la poesía (Parte V)

El yo fragmentado de nuestro tiempo

(Hacia una poesía de redención)

Estimular nuevos acercamientos a la poesía: a su enseñanza, ejercicio, cultivo y aprendizaje, no es ocioso cuando de lo que se trata es de fundir a la criatura con el universo, de orientar el esfuerzo social a la redención humana por la cultura, de dotar de asideros al hombre para que no perezca en las oxidaciones del llanto y en la ruina de su piso existencial y, en fin, de reconciliar al mundo con sus raíces augenésicas y con sus valores más hondos y perdurables, para que lo humano recobre su sentido -precisamente- a partir de los poderes de la poesía.

Nuestra época resiente una carga de incertidumbre, zozobra y oscuridad, no sólo por los signos ominosos que recorren el planeta y dibujan una mueca de espanto sobre la fachada triste del hombre del siglo XXI, sino, además, por la corrupción del lenguaje, los síntomas de deterioro y crisis del respeto a la vida, la confusión reinante, el sinsentido existencial y la distorsión de los parámetros de toda forma de racionalidad. Todas estas son cuestiones en las que quizá pueda advertirse el fin de un periodo en la historia humana, marcado, a su vez, por el fin de una mentalidad epocaria, el fin del paradigma tradicional del poder y el fin de los grandes relatos, que en conjunto subrayan no sólo el vacío que ya refería Lipovetsky, sino la orfandad y la intemperie espiritual que parecen recorrer los caminos del ser y el paisaje de la cultura en el cuarto lustro del tercer milenio.

Un paréntesis de deshielo en la historia, puede constituir el más rudo de los aprendizajes para una civilización que no ha aprendido el lenguaje del amor, pero puede ser, también, una prueba para incitar a la poesía y al poeta a una experiencia-límite: la de elaborar el cantar del más crudo invierno o la oda del frío más radical, sólo para demostrar que la poesía es una sustancia de la química del intelecto hecha a prueba de muy bajas y muy altas temperaturas, capaz de cristalizar los picos de la flama y de derretir los enconos glaciares del frío más extremo, pero también de brindar respuestas y consuelo a la altura de la desesperanza que nos hiere.

La poesía que consumimos nos consume, porque leer es vivir y es morir hacia dentro. El yo fragmentado de la poética está en la soledad radical del hombre, que es soledad de sí, de Dios y del otro, porque no ha encontrado la fórmula precisa para restituir en una misma unidad integradora lo que en él es sagrado, lo que en él es él mismo y lo que en él es el otro. En la aventura de ser, el hombre no sólo ha acumulado más soledad de la que puede soportar: también ha remplazado la energía fecunda del sueño por la energía disolvente de la pesadilla, en aras de apropiarse de un mundo material exterior -de un mundo de ilusión- que lo ha hecho perderse a sí mismo.

El hombre, ese gran desterrado de sí mismo, no desea ni podría hacer frente a su ser precario ni a su soledad radical, porque se sabe más sólo que nunca en el universo y la batalla de siglos con su sombra ha diezmado su vitalidad y lo ha dejado exhausto. La soledad, que es fortuna y bendición para el crear de un espíritu elegido, puede ser ruina para el que no conoce la fibra espiritual del ensueño. Si lo que escribió Chantal Maillard: “cuanto más se expande el mundo de la comunicación más crece el hueco interior”, dibuja con crudeza demoledora una de las paradojas más terribles del hombre de hoy, la pertinencia de aquel verso de Paul Celan parece una radiografía de las negruras de nuestro tiempo: “Digas la palabra que digas / agradeces / el deterioro”.

Si el mundo conocido amanece hoy a un nuevo instante de decadencia, por los signos de ruina moral y los gérmenes de autodestrucción que vemos activarse en distintos puntos del planeta; si lo que hoy vivimos no es sino otro despertar a la crisis de la razón posmoderna, incapaz de crear otro logos de integración y entendimiento racional para reinventar e iluminar la vida; o si la maquinaria de delirio y demencia que avanza sobre nuestras cabezas no es sino un desquite del pasado por cierto desajuste o desequilibrio funcional que no supimos resolver a tiempo, estos son asuntos que toca explicar a quienes llegamos al siglo XXI sin una idea clara del futuro que nos esperaba a la vuelta del tiempo.

La poesía es fuente de sentido y manantial de respuestas para el hombre atribulado del siglo XXI, no sólo porque al nombrar el vacío desvanece su aspecto aterrador y conjura sus espectros, sino, además, porque al nombrarlo lo llena de una presencia que simboliza todas las presencias.

La poesía es filosofía concentrada que resuelve en su interior lo que en el hombre es duda, vislumbre, historia, ciencia, pregunta de infinito, camino con retorno a sin él, drama, tentativa, dolor radical de ser, ausencia, laberinto de signos, exilio interior, herida mortal del nacer, lágrima, oscuridad y luz.

La poesía que necesitamos es una poesía de redención, que contribuya a liberar de ataduras, frenos interiores, condicionamientos y límites autoimpuestos la dimensión más honda del ser, pues sólo en la restitución del ser a su esencia podremos asistir al avistamiento de toda la luz en un instante. La poesía que requerimos es una, como dice Chantal Maillard, “capaz de devolvernos la conciencia de una semejanza fundamental” con el mundo de los seres y las cosas, pues es ahí, en la geografía de lo visible y concreto, donde el poeta puede intentar redimir al mundo.

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