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Una poética de lo inmediato. La enseñanza de la poesía (Parte IV)

Lo que hay que saber nos interpela

Ser poeta es un oficio gatuno: consiste en combinar la suavidad aterciopelada del pelambre del gato con la garra felina de su estar en el mundo; es un asunto de técnica ruda y, a veces, una cuestión de rudeza pura en busca de las excelencias del lenguaje. Es por el lenguaje que somos un estar siendo y es por la palabra que entramos en posesión del mundo. A su vez, lenguaje y palabra sólo realizan su capacidad de significar en la medida en que el Otro (el poeta: el “inspirado por los dioses”, el “poseído por un dios”) subordina las funciones intelectuales y fisiológicas del habla a la imperiosa “voz interior” que necesita ser dicha.

En cuanto una resolución interior de servicio al oráculo de los dioses o a sus deseos más recónditos nos convierte en artesanos del lenguaje, todo en nuestra vida cobra un sentido particular relacionado con la poesía. Pero el contacto con lo sublime exige una lucha cuerpo a cuerpo con lo que no es sublime: un entramado institucional azolvado de intereses, la zona sombra del ser, el canibalismo de ciertos provincianismos culturales y poéticos, el ninguneo que regatea reconocimiento a trayectorias con luz propia y algunos de los condicionamientos más elementales de la condición humana y la cultura. Pero estamos de paso por la vida y por la historia, y es deber irrenunciable de los espíritus elegidos dejar el mundo un poco mejor que como lo encontraron. Escribió André Gide: “El escritor debe saber nadar contra la corriente”.

Al margen de que las instituciones oficiales de cultura no siempre hacen su trabajo y, cuando lo hacen, no siempre lo hacen bien, la pertenencia a círculos culturales y el peregrinaje por talleres literarios son alternativas de enseñanza y aprendizaje que ayudan a la formación del escritor (sea dramaturgo, ensayista, narrador o poeta), al desarrollo y perfeccionamiento de su vocación y a que su obra se nutra de un dialéctico juego de espejos en y frente al mundo.

Por otra parte, a pesar de lo bien que hacen su labor algunas instituciones de cultura, sobre todo en los ámbitos universitario y privado, lo cierto es que el escritor en México debe abrirse paso por cuenta propia, afirmarse a partir de la consistencia y calidad de su obra, mantener una independencia crítica frente a toda forma de poder y aportarle al lector una creación y una reflexión que cumplan dos requisitos: una creación y una reflexión ejercidas en la libertad y para la libertad y, al mismo tiempo, colocadas al servicio de la verdad.

Al tiempo que hay que lamentar el extravío de los gobiernos en muchas de las materias relacionadas con la cultura, puesto que suelen invertir en lo mediáticamente vistoso y no en lo culturalmente importante, hay que deplorar, también, el engrosamiento de las burocracias culturales que sólo sirven para “administrar” más no para dotar de un sentido racional y de una visión de horizonte las tareas que tienen relación directa con la promoción y el fomento de la cultura. A cambio de ello, hay que celebrar que muchas de las fuentes de oxigenación y de vitalidad de nuestras expresiones culturales y literarias vienen de la sociedad y de una vida cultural independiente, que con frecuencia hacen lo que nos han quedado a deber los gobiernos: estimulan la creación y la forja de pensamiento fuera de los estrechos círculos académicos y del poder, crean alternativas de expresión y de discusión de la realidad con un alto sentido crítico, modulan el ritmo y el tono de los relevos generacionales que a cada tanto refrescan el temple de las letras nacionales y, de paso, van depurando -a su manera- la demografía autoral y el mapa literario de lo que vale y lo que no vale la pena ser leído.

Las asociaciones culturales que se crean para dar cuerpo y resonancia a un proyecto o a un discurso; los círculos literarios que a diario se fundan en todo el país para darle voz al escritor anónimo; los talleres de dramaturgia, danza, narrativa y poesía que se abren por fuera de las instancias oficiales para generarle oportunidades a los artistas y creadores independientes y, en fin, todo el conjunto de actividades y de esfuerzos aislados que suelen desplegarse desde las aceras y la plaza pública para hacer del discurso cultural un asunto de todos, tienen el acento esperanzador y luminoso de lo que nace en la intemperie civil.

Esto implica que la vida del escritor en general, y del poeta en particular, tiene una cita permanente con la incertidumbre y la adversidad, porque en ocasiones casi todo habrá de conspirar contra él: cuando no los sinsabores e incomprensiones de la vida doméstica, los prejuicios y condicionamientos del medio cultural, las lacras y las taras de algunos círculos sociales, el marasmo y la miopía de la vida institucional y, con frecuencia, el provincianismo mental que rige la visión de una parte de la crítica y el municipalismo cultural que a veces impide ver el justo valor de las expresiones más logradas y universales de nuestra sociedad. Todo esto, sin embargo, son incidentes menores para quien en verdad ha tomado partido por la poesía, pues el poeta debe permanecer atento a cualquier hecho o circunstancia que provoque su racionalidad, sin descuidar que los asuntos mayores de la poesía -si bien incluyen las suelas y el camino- están en otra parte: en los pliegues del ser, en las costuras del alma, en un pacto de amor con la naturaleza y en la tentativa de comprender y hacer suya la indescifrable canción del universo.      

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