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Adrian Ferrero

“Una narrativa del sujeto: repercusiones sobre el artículo ‘Locura y desapego’”

Hablaré sobre las repercusiones que tuvo el artículo “Locura y desapego”. Por otra parte, no era la primera vez que lo hacía. Sí fue la vez en que lo hice de un modo más directo. Más intenso. Más completo. Más lineal. Y más íntegro: porque lo puse en diálogo con la ética.

Cada momento de la enfermedad tuvo su correlato con cada texto en cuestión, según una estricta cronología, precisa y detallada, en que los distintos medios los habían ido publicando. Cuando tomé la decisión, por motivos que allí mencionaba (pero ahora recordaré), de publicar mi artículo “Locura y desapego: patchwork para una autobiografía textual”, supe que estaba exponiendo zonas muy íntimas, privada y vulnerables de mi identidad, de mi pasado, naturalmente autobiográficas. Pero si uno daba un paso más allá, había mucho sobre lo que reflexionar a partir de este artículo en oportunidad de ejercer el pensamiento crítico y el pensamiento abstracto. Había realizado la narrativa de un sujeto. De un sujeto que padecía una patología y la asumía públicamente. Lo que no suele ser frecuente porque en estos casos los sujetos buscan sustraer a la esfera pública su patología. Con mucha mayor razón si es de índole mental. La idea, o el prejuicio perverso que subyace a la necesidad de esconderla es que puede ser descalificado socialmente como un incapaz. Objeto de escarnio. Padecer la exclusión, salvo que ocurra (a su juicio) algo extraordinario, de por vida.

Al narrar mi caso, como quien narra su historia clínica (en el psicoanálisis o la psiquiatría), o abría un bibliorato, sin que lo socialmente temido me afectara, me exponía en mi dimensión más dolorosa. Pero al mismo tiempo a través de una narrativa la estaba esclareciendo, enriqueciendo, la estaba ordenando, la estaba contextualizando. Había ahora una cronología. Había sucesos referidos. Estaba dando una versión oficial, por otra parte, de lapsos importantes de mi vida, dando cuenta de ellos sin concesiones. Narraba la irrupción pública de la enfermedad, que había tenido lugar nada menos que en el templo del “logos” por excelencia, de la palabra racional: la Universidad. Y asumía una enfermedad en la esfera pública en el mundo entero. Era franco. Era verdadera mi palabra porque no deformaba un ápice lo que había tenido lugar. Y sigue teniendo lugar de un modo, esta vez sí, muy distinto. Pero en definitiva: una voz que se hacía cargo de una enfermedad que padecía sin tener por ello lástima. Sin quejarse. Y esa voz era veraz. No había faltado a la verdad en momento alguno de su relato.

Se trató en términos generales de circunstancias vinculadas al sufrimiento, más tarde, preservadas en la memoria, en tanto que reservorio, resignificadas luego bajo la forma del dolor. Ubicadas o reubicada de modo permanente en el recuerdo. En el espacio de la consciencia y del inconsciente según el cual la construcción de mi subjetividad lo había hecho o había sido capaz de hacerlo a lo largo de mi historia. Cómo la había procesado. Cómo lo sería probablemente para siempre o, quizás, en la medida en que no hubiera giros en mi biografía. Describía, en un punto, cómo era la estructura de mi subjetividad. Mis rasgos de carácter. Describía la patología y sus síntomas. Pero sin embargo, en modo alguno yo, para ser sinceros, tengo la sensación de haber tenido una vida desgraciada y penosa. Sí esforzada. Sí trabajadora. Sí laboriosa. Titánica incluso por momentos. Pero también de un infinito disfrute. De mucho goce. De mucha realización. Por citar un caso: haber descubierto mi vocación y poder ejercerla con moderado éxito de lectores para mí denota y connota una felicidad principal. Haber podido alcanzar un doctorado en Letras luego de una carrera de grado con dos títulos preliminares uno de ellos con una larga tesis como requisito, también lo había sido. Haber gozado de la amistad o la estima de colegas, de compañeros de trabajo, de maestros, el respeto de personas que eran autoridades en la disciplina en la que yo me desempeñaba, haber conocido el amor en más de una oportunidad, que los profesionales que me atendían me dispensaran respeto, en fin, eran datos a mis ojos que me conferían un alto nivel de autoestima. Tal vez por ese mismo motivo escribí lo que escribí, vivía como vivía, había salido de esas situaciones como había salido. Tal vez por eso me atreví a narrar mi enfermedad y lo hice de ese modo. Y por ese motivo había escrito los textos preliminares en medios de prensa en forma atomizada. Había procurado desentrañar por qué motivo lo había podido realizar a esta altura de mi vida. Jamás me sentí un pobre hombre por padecer una enfermedad mental ni alguien fracasado. Sí defendí mi dignidad. A rajatabla. Y si no me dejaron defenderla otros en su momento lo hice saber a su debido tiempo a quienes correspondía o a la opinión pública.

Un académico a quien yo trataba por razones de trabajo y con quien mantenemos una relación de respeto y de estima inamovibles definió en unas pocas palabras el impacto que le había causado la lectura del extenso texto relativo a mi enfermedad: “Muy fuerte y muy honesto”. Esta definición, atendible a mis ojos, honesta a su vez, sincera a su vez, precisa, condensada, reflexiva, sintética, viniendo de él que es una persona con sensatez, responsable, que suele tratar con toda clase de personas, que ha atravesado por toda clase de circunstancias, situaciones en lo relativo a esas relaciones y que me conoce desde hace muchos años, si bien no estaba al tanto de todos los detalles que leyó y le resultaron sorprendentes, connotaron axiológicamente de modo positivo al artículo y por extensión a mí mismo ahora, a la hora de escribirlo, y a la hora de haber vivido lo que me había tocado en suerte vivir. Él también experimentó el texto con una fuerte carga emotiva, de naturaleza evidentemente electrizante. En efecto, el artículo era fuerte porque no encubría el sufrimiento. Y la verdad suele no siempre ser todo lo grata que uno espera leer de un escritor cuando narra un capítulo de su vida, en especial si es particularmente desdichada. Cuando un escritor narra episodios que no han sido antes revelados para cualquier persona. No era un patchwork confesional que apuntara a la evocación de un Edén, bucólico y gratísimo, de un momento puntual particularmente feliz de mi vida. Pero que él agregara inmediatamente a continuación la palabra “honesto”, confería una dignidad al texto y a mí en primer lugar en tanto que sujeto ético, como sujeto inmerso en una cultura con una dimensión ética, que a mis ojos lo justificaba. Daba sentido mi sinceridad. Daba sentido haberme sentado a escribirlo de ese modo en particular y no de otro.

Precisamente, en una cultura que suele ser insincera, hipócrita, deformante, que engaña con apariencias las esencias, haber estado en presencia de la verdad frente a sucesos de esta naturaleza, fue para él “muy fuerte”.

Justificaba haber sido fiel a los hechos aún a riesgo de que mi imagen pública se viera fuertemente afectada por connotaciones nocivas o bien que me perjudicara porque un mal entendido prestigio pudiera verse comprometido. Éticamente consideré que en lugar de ello me perjudicaba no afrontar una verdad que, en su defecto, había permanecido de puertas adentro. O lo que había salido a la luz habían sido fragmentos dispersos. O bien versiones adulteradas. O bien malintencionadas (yo sabía perfectamente quiénes eran los responsables). Yo no deseaba permanecer en una madriguera, tan luego ahora, en momentos de pandemia. Sino que saliera a la luz una parte de la vida de una persona que no tenía por qué ocultar y, por lo tanto, que ocultarse.

Mentir, encubrir es lo que hubiera sido verdaderamente trágico. Alguien que afronta es ante todo alguien que tiene dignidad, que se respeta, que genera respeto entre las personas decentes y hace saber que ese respeto que se tiene a sí mismo lo dispensa hacia el semejante también. Alguien que queda blindado contra todo ataque, confrontación, problema o frente a toda clase de circunstancias similares. Nadie podrá especular con procurar conspirar contra él porque no habrá lugar en modo alguno para dar cabida al chismorreo. Había en ese texto un sujeto que se hacía cargo de lo que le pasaba y por lo que había pasado.

Pongo el acento en la dignidad porque precisamente junto con la noción de verdad y la de ética fueron las que guiaron la escritura de ese artículo o nota. Y guían mi vida, empezando por ahí.

Este era un artículo en el que ponía en directa relación una narrativa de mi vida con una narrativa de los textos que sobre ella yo mismo había escrito acerca de una enfermedad psiquiátrica que padecía pero que no me había impedido en modo alguno en ninguno de los planos de mi vida realizarme, tal como ya lo indiqué. Había habido momentos que había debido enfrentar crisis. Había dado duras batallas. Pero ello no era sinónimo de que me sintiera frustrado o menoscabado por nadie. Y si alguien pretendía descalificarme no lo había logrado ni lo lograría. Por la sencilla razón de que mi vida había llegado a un punto de su cronología en que por sus conquistas y por sus fracasos, por sus tratamientos o bien por sus conversaciones con personas que sabían acerca de muchos temas (no solo de salud) lo habían considerado un interlocutor. Si hay interlocución es porque hay empatía y una cierta paridad. No me consideraban un inferior por padecer una patología. Era alguien que padecía una patología pero no por ello quedaba invalidado, en particular (paradojalmente) para pensar.

Yo había trabajado de un modo laborioso. Había amado y había sido amado del mismo modo. Había sido querido y había querido. Cada artículo mío que se publicaba era la prueba más contundente de que mi cordura, mis capacidades, mi sentido común, mi capacidad cognitiva, mis conocimientos no eran los de alguien que estuviera fuera de sus cabales. Mis intercambios tanto en redes sociales como en la vida cotidiana también lo demostraban, lo ponían de claramente de manifiesto. Y si me lo permiten voy a reproducir una entrada en un diario que llevo que viene a cuento porque la escribí hoy, 24 de octubre de 2021, día en que redacto el presente artículo. Y dice así:

“Uno no puede quedarse prendado del sufrimiento, enamorado de él como si fuera una mujer fatal o un joven irresistible. Capturado por su seducción aniquilante. Sino que tiene que dar vuelta la página y pasar definitivamente a otra cosa. Aunque haya sido una experiencia tremenda por la que nos haya tocado atravesar o con la que tengamos que convivir, el sufrimiento devenido dolor debe constituir los cimientos para una construcción vital victoriosa y digna. Quien se aferra al sufrimiento está destinado de modo penoso perpetuamente a permanecer dentro de una puerta giratoria que insiste, e insiste e insiste y se profundiza en ese girar inmóvil. Que impide crecer. El sufrimiento debe ser el puntapié inicial para la creación: su detonante. Para que donde no había nada comience a existir algo. Para mí: arte. Esto es: experiencia estética. Me refiero a la creación para una victoria no por encima de nadie ni contra nadie ni sobre nadie. No me refiero a una competencia. Sino para lo que yo llamaría una cierta clase de autosuperación de lo que considerábamos eran nuestras limitaciones que de pronto se convierten en ventajas descomunales. La creación permite salir de esa puerta que prometía movimiento pero era engañosamente paralizante. En ella estábamos confinados. Cautivos de sus promesas transparentes. Y a partir de allí sí entrar en una habitación que (yo elijo) sea un estudio. Donde haya una biblioteca. Leer en ella. Estudiar en ella. Investigar en ella. Formarme en ella. Para crear, crearme y recrearme. Encontrarme con maestros. Con amigos a quienes les importan las mismas cosas. Con familiares. De modo incesante. A. F.

Esto había escrito. Dejaba a las claras que esa circularidad paralizante era inútil. Era, en verdad, innecesaria. Era torpe. Era propia de alguien ignorante. Alguien que no tiene registro de sí mismo. Ser mejor cada día. Ser otro cada día. Ser otro para ser más preparado. Y aceptar nuevos retos para dejar atrás los ya realizados.

Así como había personas a quienes se les amputaba una pierna o bien se les practicaban cirugías que dejaban secuelas graves o bien personas dependientes de medicación por otra clase de patologías, como las neurológicas, o tenían ataques de pánico, yo no sentía la necesidad de pasar por dar una imagen de ser un exitoso que pensaba que debía demostrar todo el tiempo que mi vida era un festival. O que mi bienestar estaba garantizado de por vida o había tenido lugar en mi vida siempre (ocultando que no había sido así, o que otros lo hubieran hecho saber de modo deformado). Las vidas tienen claroscuros. Matices. Y lo que un día es blanco al día siguiente puede oscurecer de modo abrupto, agudo una vida de modo dramático o hasta trágico. Hay sol. El cielo se nubla. Un enorme nubarrón negro de pronto cubre nuestra ciudad, nuestras cabezas. Se abate sobre nosotros, a la intemperie un devastador temporal. A esto quiero llegar. A mí me había tocado durante una larga etapa de mi vida convivir con una patología que solo me había afectado de modo agudo en cinco oportunidades. Si bien había habido otros problemas de salud, menores los había revertido. Era algo que me había tocado. Como explico allí: no había hecho absolutamente nada para promover la enfermedad. Era algo que había irrumpido en mi vida. Me había tocado. Y que me había tocado de cerca. Una enfermedad de la que yo me había recuperado si bien debía estar atento a ella. ¿Podía llamarse a eso una tragedia? Desde mi punto de vista en modo alguno. Y si alguien lo veía de así era evidentemente era evidentemente erróneo. Lo hacía solo porque se trataba de una enfermedad psiquiátrica, es decir, porque su premisa para pensar esta idea era el prejuicio. El tabú de que por ser psiquiátrica era la peor de todas.

Había habido infinita felicidad también en mi historia. En mi educación. En mi formación. Descubrimientos, creaciones, hallazgos, ocurrencias, amor, ideas, amistad, había concebido a una hija a quien quería profundamente y ella a mí. Lo relativo al orden de lo vincular no sentía que me hubiera sido denegado. Haber podido escribir ese artículo, en el cual la razón, la cordura, la capacidad de razonamiento, de argumentación, la calidad y claridad expositiva, que había sido ponderada por dos psiquiatras de nota además de por otras personas, daban cuenta de alguien que estaba por completo en sus cabales. De alguien que sabía poner en orden su historia. De alguien que sabía ordenar sus ideas. De alguien capaz de poner orden en su vida. De narrarla, como dije. Recordar sus momentos buenos y sus momentos difíciles. Cómo los había superado. De alguien que bajo esas condiciones en ocasiones de modo potente había intervenido en la esfera pública con el objeto de erradicar el prejuicio. De alguien que en adelante lo seguiría haciendo cuando correspondiera o fuera necesario sin sentir ninguna clase de vergüenza ni pudor. Ni sentir por la enfermedad la idea de que fuera un castigo ni de los dioses ni del destino ni de sí mismo. Pero también de alguien que hablaba de muchos otros temas, como lo había demostrado desde 1989 en adelante en cada uno de mis libros, artículos e intervenciones públicas, clases o bien otras instancias de exposición.

Saber expresarse con precisión resulta como mínimo un privilegio. Saber expresarse, haber aprendido largamente a hacerlo en distintos ámbitos formativos, con personas competentes, de excelencia y por su propia cuenta, haber opinado e intervenido con opiniones fuertes en circunstancias en las que estaba en juego la dignidad de las personas, de la comunidad en muchos órdenes de la vida era fundamental y definía en términos de cordura a una persona. Una persona que se había pronunciado por escrito acerca de atentados religiosos o terroristas, la condición carcelaria, los femicidios, las situación de la educación pública, eran a mi juicio síntomas todos de cordura. De alguien atento e integrado y preocupado por una comunidad de la que participaba. El haber tenido acceso a toda una serie de lecturas que le habían abierto puertas para reflexionar acerca de sí mismo, de su problema de salud mental, o bien para contemplar el mundo para meditar acerca de él. Para alguien que había realizado muchos tipos de actividades para prepararse en todos los planos de la vida. No solamente desde lo profesional o lo intelectual o literario. Para mí eso era una señal de salud. De buena salud. Y de inteligencia emocional en el plano de los vínculos que establecía con sus semejantes.

Yo me sentía fuerte. Había debido ser fuerte para afrontar las circunstancias por las que me había tocado pasar y que había referido. Pero hasta en el hecho de haberlas narrado había conquistado un aprendizaje fundamental. Mi identidad encontraba su narrativa frente a la alteridad. La dañina o la noble. Una narrativa corroboraba una biografía con dificultades pero que aun así había conquistado logros que para mi vocación, para mi cultura familiar, para la educación que yo había recibido, eran sumamente importantes.

Todo esto que acabo de mencionar no es poco para un sujeto. Poder ser capaz de hacer un relato de su vida. Estudiarse. Indagar. Analizarse. Observarse. Estar atento a aprender de toda una serie de técnicas, de prevenciones, acerca de sí mismo y de la sociedad era francamente un don precioso. De una vez y para siempre este texto quedaba como un documento oficial de una persona que no se escabullía de sus problemas sino que los afrontaba. Realizaba una revelación. Y confrontaba con versiones extraoficiales o embustes. Era un texto en el que el sujeto se autodesignaba y autorrepresentaba. No era heterodesignado por terceros en chismes de pasillo o de intercambio de correo electrónico o de chat de Facebook deformantes o deformados. Ni siquiera por su propia familia inmediata. Ajena a la escritura y publicación de este texto hasta el día que tuvo lugar.

Esta narrativa del sufrimiento, por otra parte, paradójicamente otorgaba poder, fortaleza, afirmación, confirmación al sujeto narrado. Hacía notar a sus semejantes que este sujeto de cultura si asistía a alguna circunstancia de su vida lo hacía con coraje (si de personas inteligentes y sensibles estamos hablando, además de educadas). Para aprender a juzgar a otros primero uno debe ser una persona educada. Y ser criterioso. Y en primer lugar ser también una persona sincera. De otro modo hace de ese relato una comidilla de cuarta categoría o bien la circulación de información que, por lo menos, según el relato que yo refería era verdadera. No había una sola palabra que no hubiera tenido lugar. Yo había cumplido una promesa conmigo mismo: ser franco. No faltar a la verdad.

Sobre acontecimientos confusos o sobre los que sobrevolaban ambigüedades hace falta un vocero único que dé una versión oficial que coincida con los hechos. No con una versión que la adorne, la minimice, la disfrace, mienta acerca de ella, sea hipócrita o bien no la asuma en su completitud. Cabalmente.

“Locura y desapego: patchwork para una autobiografía textual” significó un hito en mi vida. Significó el mayor halago que alguien puede recibir: que su hija le dijera que estaba orgullosa de él. Mucho más teniendo en cuenta que esa hija estudia Psicología en la Universidad Nacional de La Plata (Argentina), la Universidad en la que él se diplomó.

Dejaba una lección a mi hija. De franqueza. De que sincerarse siempre era mejor que vivir bajo una coraza de disimulo o un disfraz (lo que ella sí había visto en algunos casos). De esconderse bajo una máscara. Bajo un exitismo falso, una doble moral que algo importante (sumamente importante) ocultaba. Algo importante que no se nombraba ni debía ser nombrado: a todas luces un secreto que no podía ser puesto en palabras. Permanecer en el silencio. Como dije, pertenecer al orden del secreto. Había silencios en ciertas vidas. Todo el mundo sabía que habían tenido lugar sucesos. Pero se desconocía cuáles. Por lo tanto, se tejían hipótesis en ocasiones completamente descabelladas. Existía esa dimensión que debía permanecer oculta. Debidamente a distancia a la mirada pública.

El costo en ocasiones de haber llegado a ese punto tan alto de la confesión puede llegar a ser serio para algunas personas. Es por este motivo por el que yo pongo tanto el acento en mis artículos en el esfuerzo que significa la formación, la información, el estudio, la asistencia a instituciones de aprendizaje tanto universitarias hasta obtener doctorados (o no) como a la de talleres de escritura o institutos de formación terciarios. La relevancia de ser un trabajador. De no tener pereza. No se trata de una exhibición o de pedantería. Sino de la relevancia de un tesón. De una tenacidad. De una decisión indoblegable. De comprometerse con un estilo de vida según el cual una vez encontrada la vocación se la ejerce con responsabilidad, con seriedad, con idoneidad. Pero, sobre todo, con valentía.

Las reacciones frente a este artículo fueron muy dispares. Desde personas que no respondieron a mi mensaje (incluso psicoanalistas que son escritores o escritoras o psicoanalistas a secas, algunos muy importantes), hubo quien me alentó, hubo quien señaló que lo importante era que yo escribía bien. A lo cual agregué que mi vida era mucho más completa y compleja que escribir o escribir bien. Por supuesto que eso me importaba. Y me importaba mucho. Pero estaban mi hija. Mi familia. Mi hermano, que había jugado un rol decisivo para revertir los momentos agudos de la enfermedad, había contenido a mis padres. El rol que había cumplido mi madre durante las distintas etapas de recuperación o de tratamientos a los que me había debido someter para la reinserción como sujeto de cultura a la sociedad, para aceptarme. Hubo quienes me dijeron que cuando habían regresado al país, porque residían en el extranjero, les habían dicho que yo padecía una patología cuyo diagnóstico no tenía absolutamente nada que ver con el verdadero (dando aún más sentido a haber escrito este artículo). Hubo quien me contó casos acerca de parientes que padecían enfermedades mentales. Hubo quien me confesó otros episodios en los que su subjetividad se había visto fuertemente comprometida. Hubo quien me contó episodios que les habían ocurrido a ellos mismos. Hubo quien me felicitó. Hubo quien me alentó. Hubo quien me dijo que la había conmovido tanto mi escrito que lo guardaba. Esta frase fue a mí a quien conmovió. De modo que esclarecer, que fue la premisa de la cual partí, la función en la que particularmente yo quería poner el acento en el artículo quedó cumplida. No quedaron dudas acerca de lo que había tenido lugar. Quedó clara la diacronía de la enfermedad. Sus cinco momentos agudos. Y yo estaba particularmente interesado en que este artículo, pese a ser publicado en NY fuera leído en Argentina y concretamente en la ciudad de La Plata, en la que yo resido, una ciudad chica, de 100.000 habitantes, porque era en la que se había desarrollado toda mi trayectoria. Vital y profesional. Toda mi carrera (si bien había asistido a otros partes del país y del mundo por motivos profesionales o formativos). Y, por lo tanto, cundido la mayoría de los chismes, rumores, malentendidos, chismorreos, distorsiones o maledicencias (también, algunas tremendamente crueles) que con este texto quedaban para siempre contestadas con una versión única. Yo no sentía vergüenza. Me hacía cargo de mi enfermedad. De modo terminante. Determinante. La única que había tenido lugar referida por su protagonista pero antes supervisada por expertos de nota que le habían aconsejado que lo publicara porque podía hacerle mucho bien a mucha gente. Como efectivamente sucedió en buena parte de los casos. Tuvo lugar un sinceramiento de mucha gente hacia mí. Y seguramente lo tendría para ellos en sus vidas (supuse yo) si pasaban por lo mismo. Muchos me lo hicieron saber. Hubo quien lo difundió. Una compañera de trabajos artísticos me felicitó públicamente. Hubo quien me dijo que este artículo debía ser leído por otras personas. Hubo quien me dijo que estos eran temas sobre los que poco se hablaba y menos aún en primera persona. Motivo por el cual era un artículo valiente. Otra voz que venía a justificarlo entonces. A darle una razón de ser.

En el texto me había permitido ser justo con las personas que habían sido justas conmigo o con mi familia. Y agradecer a las personas o instituciones que habían sido generosas conmigo. Era, por sobre todo, también un tributo hacia esas personas o instituciones que con nobleza habían colaborado conmigo. Para mí resultaba principal poner en conocimiento a la opinión pública, a la comunidad, de que existía también la solidaridad, de su importancia, de su importancia en casos como este, de la capacidad de pasar por encima de los prejuicios de mucha gente como un puente. Y colaborar. Promovía una ética de la gratitud. Y, sobre todo, no generalizaba porque había personas que actuaban y se comportaban de un modo distinto de la mayoría.

También con este artículo yo desmitificaba por completo la idea del ganador o winner o del looser, el perdedor, como afirma Silvia Bleichmar. El winner, esa persona por lo general de un egoísmo tacaño, que como es exitosa en una dimensión de su vida ello es sinónimo de que lo es en todos. Y de que no puede quedar resquicio para manifestar capítulo desdichado alguno o ligado al sufrimiento de su vida porque eso mancha de por vida su condición de persona destacada. La verdadera desdicha consiste en la incapacidad de asumir el propio sufrimiento.

Era una prueba concreta de alguien capaz de realizar una narrativa de un proceso frente al que, afortunadamente acompañado y con los recursos necesarios, había salido diría que intelectualmente indemne en lo relativo a su rendimiento afectivo y profesional. El de alguien que se sinceraba también con todo lo que tenía para reprochar a la ciencia médica y al psicoanálisis acerca de sus tratamientos, a las personas que lo habían atendido y no eran médicos sino que era personal de limpieza, cocina o enfermeros y se habían burlado a expensas de él, se habían reído a sus costillas, lo habían ninguneado, habían hecho de él un ser que dejaba de ser humano para ser alguien que había perdido la condición de sujeto digno. Lo habían maltratado o pensado que era o sería de por vida un incapaz. Alguien que no disponía de capacidades. Y ni sospechaban de que algún día hablaría de ellos. Y de que si hubiera querido hasta podría haber dado más detalles, lo que por discreción y sentido de la ético se cuidaba muy bien de hacer.

Hablé también de las condiciones de acceso a los servicios de salud en Argentina. Del modo en que había sido tratado por cada persona que me había atendido lo largo del proceso psicoterapéutico de mi enfermedad. De qué tipo las había habido. De qué tipo las había percibido interesadas en él desde la interlocución o como un incapaz. Y diría que también en esa narrativa del sujeto que ponía en coloquio paralelo con los textos preliminares que había escrito sobre la enfermedad mental, en medios de prensa, jugados también, muy tempranamente, haciendo lo que hacía en este momento, no manifestar temor alguno. Reparo alguno. Sentía, como me decía Noé Jitrik, que lo hacía con aplomo.

Hubo un punto que me pareció elemental. Y, es más, me pareció crucial. Nadie tiene una vida con rasgos absolutos. Nadie es una figura indestructible. Todos somos falibles. Todos somos posibles víctimas de toda clase de desgracias o accidentes. Esto valía tanto para uno como para los profesionales que nos atendían. Naturalmente que por ser una enfermedad, de las tan temidas, de las psiquiátricas, se resignificó de modo superlativo, singularmente trágico o que provocó lástima o conmiseración de seguro en mucha gente y a otra gente no le hizo mella en virtud de que no era prejuiciosa o porque me conocía de cerca. Estaba al tanto de mi evolución. O porque me quería. Y sabía de mi rendimiento intelectual histórico. Fue algo inesperado porque nadie hubiera sospechado que por mi performance habitual, por mi capacidad de trabajo, por mi claridad y mi disposición de acceso al conocimiento, alguien pudiera haber pasado por lo que me había tocado pasar. O en otros casos sintieron admiración. O en otros provocó rechazo o desinterés. U otros se habrán horrorizado porque hacía públicas circunstancias tan privadas, faltando a un falso pudor. Como valor agregado, si lo hice fue porque tenía un sentido sobre todo también social. Era un testimonio que tenía que ver con la atención de la salud en Argentina entre principios de los años noventa hasta el 2021. Daba cuenta de la relación entre instituciones laborales y salud mental en Argentina. Además de narrar cómo había sido tratado en particular en las ocasiones en que me había tocado ser evaluado por médicos psiquiatras en el área de la Unidad de Sanidad de mi Universidad. Todo lo que narré quedó registrado adoptando la forma de un archivo.

Sin embargo, a lo que no estaba dispuesto a renunciar yo era a la verdad. Al temor frente a la sociedad. A callar los hechos tal como me había tocado vivirlos o me tocaba a diario vivirlos y cómo me tocaría hacerlo previsiblemente en el futuro salvo que existiera alguna clase de remisión completa por un descubrimiento providencial de la ciencia médica.

Que los dos psiquiatras que me habían atendido me felicitaran por el artículo fue también importante para mí. Y que me dijeran de su relevancia en mi vida y de que circulara también lo fue. Mi psiquiatra actual, por añadidura, hablando del estigma dispensado a los enfermos mentales, me había dicho que el país que estaba a la avanzada era Canadá. Y que la mejor manera que habían encontrado para evitar la estigmatización del enfermo mental era que diera su testimonio habiendo superado su enfermedad. Todo cobró entonces un sentido mucho mayor del que había tenido previamente. Había un motivo ético agregado.

La vida no es la garantía de un trofeo. No es magnífica en todos los casos. Hay gente que logra lo que se había propuesto (que no significa que ni es sinónimo de que eso la haga definitivamente feliz, porque pudo haber errado el que consideraba el objetivo para su realización). Hay gente a quien le puede suceder que su vida dé un vuelco radical en cuestión de segundos. ¿Valía la pena vivir una vida, aunque se hubiera sufrido o hubiera sido difícil, sin dignidad? ¿Admitir que circularan falsas versiones sobre uno o bien sobre quienes eran sus seres queridos? ¿Por qué no ser justo también con sus seres queridos, hablar de lo generosos que habían sido, de lo incondicionales, de cómo mi hermano había sostenido a mis padres en estos momentos, también la presencia de alguna novia podría haber acompañado esa situación? ¿Por qué no hablar de la nobleza de mi madre, colaborando conmigo para repasar mi primer examen final frente a una mesa examinadora a los tres meses de salir de la clínica? ¿O era más coherente y más acorde a mis principios éticos ser demoledor de la infamia y la mentira? De la hipocresía y el encubrimiento. Ser justo con los justos. ¿No era mejor plantear una opción por la justicia y la verdad? Creo que desde la perspectiva de la ética privada y cívica no quedaba lugar a dudas.

Si hubo quien manifestó indiferencia también habrá otros que habrán manifestado pánico, o analógicamente habrán depositado en mí un estigma definitivo. Pero en tal sentido para no faltar a la verdad y seguir siendo coherentes, me tenía muy sin cuidado a esta altura de los acontecimientos, una vez publicado y leído este texto por tantas personas, haber respondido tan positivamente mi familia, que es tan heterogénea en sus estilos de vida con un “sí” rotundo y colectivo, al unísono, me hizo sentir legitimado. Una legitimación por un texto en el que me había jugado entero por la verdad, por hacer coincidir relato con experiencia vivida tal como la evocaba (o me había sido referido en algunos detalles que no recordaba, me había sido restituida esa parte ausente), quedaba relativizada por completo la opinión que eventualmente se abatiera sobre mí.

Diría también que una narrativa del sujeto que ha sufrido, que ordena acontecimientos, que da cuenta de toda una serie de otros no vinculados a la enfermedad presentando instantes de plenitud, que explica, que se explica, que da cuenta de los procesos gracias a los cuales le fue posible organizar en un texto extenso y complejo una parte importante de su existencia también resulta fundamental. Pone en su lugar cómo había ocurrido el proceso que le había permitido llegar al punto de poder escribir ese texto: de los libros que habían sido cruciales para darle el valor de escribir, de las personas que se habían jugado por él para publicar esos textos, de los textos preliminares que había escrito sobre su enfermedad o sobre la enfermedad mental en el sentido de que había una evolución en lo relativo al pensamiento abstracto y al orden de lo sensible, una elaboración y reelaboración acerca de lo provocado por la enfermedad. Y de que había una necesidad de no jugar a las escondidas, de informar acerca de lo desconocido, de hacer hincapié en los estigmas y en los atropellos, en el desdén o el desprecio de su prójimo bajo ciertas circunstancias, sus debilidades, sus capacidades, el modo voluntarioso en que había debido actuar para salir adelante o bien de los tratos o destratos por parte de los profesionales que lo habían atendido, que habían sido tan heterogéneos, también fue un aporte cabal porque puso en evidencia que la excelencia no siempre va de la mano de la inteligencia cabal, de la interlocución, de lo que nosotros en Argentina solemos llamar “el don de gente”. Ser cálido con el paciente, tratarlo bien, saber escucharlo sin desdén, sin exhibir distancia innecesaria o maltrato. Este texto significó entonces la posibilidad de atenerse a un principio de verdad vivida acerca de dar cuenta de cómo la condición humana también queda representada entre supuestas autoridades del orden de la salud mental.

Me resultaba relevante que se percibiera orden, organización en el relato, crudeza cuando hubiera tenido lugar, apoyos cuando los había habido y desapariciones o silencios de personas cercanas cuando también los había habido (sin indiscreciones). Abandonos de personas que de pronto habían huido o se habían manifestado reacias a la frecuentación. Personas para las que habíamos dejado de ser las mismas de antes después de padecer esta enfermedad. La soledad que uno experimenta en tales casos era importante consignarla. El sentimiento de abandono es dramático. Especialmente de personas queridas y cercanas.

Sentí la necesidad de que informaciones difusas, abiertas, ambiguas, sobre las que cundía por completo la mayor desinformación pero sobre la que al mismo tiempo se hacía circular información detallada pero errada, fuera neutralizada. De modo absoluto (tanto para propios como para ajenos). Información sobre la que había conjeturas, sobre la que se había especulado, pero no se sabía lo que había ocurrido de verdad. Los casos en que había habido la mala fe más encarnizada, la intención más cruel. El sujeto de cultura había vivido circunstancias dramáticas, las había afrontado y había sobrevivido a ellas con total fortaleza de carácter, poder de determinación y sin sentimiento de superioridad alguno ahora lo narraba. Se narraba. No es poco. Y él se narraba en un medio masivo de NY pero que hacía circular ampliamente por mi ciudad. Por redes sociales (porque se compartió). Fue leída por muchos profesionales del campo de la salud mental. Había sido leída por personas cultas y preparadas, por académicos o por legos, por todos mis editores, que respondieron con total sentido de confirmación de mis capacidades y de que siguiera produciendo material para sus revistas o publicaciones. Es un texto que habrá brindado la oportunidad para pensar a muchas personas en torno de la salud mental. Había aquí transparencia. Juego limpio. Honestidad. Mensaje directo y sin dobleces. Lo que había permanecido en un cono de sombra por fin salía a la luz. Comenzaba a empapar al mundo de una esencia que era completamente coincidente con una historia que no había sido revelada más que a medias y solo en ciertos círculos de un modo completamente distorsionado porque también hay personas que se consagran en un ejercicio patético a hablar de las vidas ajenas con afán destructivo. Con deseos de causar perjuicio. Ponen todo su esfuerzo en causar todo el daño del que son capaces para desprestigiar pero no intelectualmente sino inventando otros hechos que dicen que han tenido lugar. En tal sentido, este artículo no solo era un freno contra ellas. Las refutaba. Sino que estaba planteado en términos de una investigación.

Mi identidad, al ser referida bajo la forma de una narración, cobraba también nuevos sentidos, mi vida completa los cobraba, mi prójimo me miraría por la calle de otra manera si me encontraba, esa imagen que tenía de mí ahora se desintegraba por otra en su lugar: la efectivamente acontecida.

Quedó zanjado cómo me había tocado convivir a mí en los cinco momentos agudos (dos más leves) tanto como en el resto de su desarrollo en la vida cotidiana. Y sentó un precedente importante mediante el ejercicio de la honestidad respecto de la salud mental. También de las capacidades de una persona con una patología que en una narración data cuenta de cómo se podía vivir y convivir con una enfermedad tomando los recaudos del caso, siendo responsable, siendo éticamente fiable también a mi juicio, de modo productivo en su trabajo. Siendo prolijo. Siendo perfeccionista. Siendo laborioso.

Hacía un ejercicio de desocultar los velos que los enfermos de una patología psiquiátrica encubrían para no ser discriminados. En particular sobre esta clase de enfermedades yo no enmudecía públicamente. Invitaba al debate, a confesar, a asumir, a no disimular, a no esconderse ni esconder, a no actuar según una doble moral. Este texto entonces precisamente constituía el ejemplo paradigmático contrario al cual la sociedad pretende imponernos como el compulsivo: no nombrar. A lo innominado o innominable yo le ponía palabras. Nombrar le enfermedad es una forma de que se marche de nuestras vidas. De que pierde la dimensión del fantasma.

Yo me preguntaba lo mismo respecto del cáncer. ¿Por qué en todos los obituarios la gente “muere de una larga enfermedad” o de parecidas perífrasis en lugar de morir de lo que verdaderamente murió, es decir de cáncer? ¿Qué impedía nombrar al cáncer por su propio nombre? Es una inquietud que dejo. Una inquietud que planteo como algo para mí inexplicable a esta altura de la Historia del mundo. Qué puede tener de vergonzoso padecer una enfermedad que uno no eligió y para colmo murió de ella.

Narrarse es una operación difícil para un sujeto. ¿Qué narrar? ¿cómo hacerlo? ¿mediante qué tono? ¿en qué poner énfasis y en qué ser leves o atenuar las zonas de mayor tensión? ¿en dónde ubicar los silencios? ¿a quién aludir? ¿a quién no nombrar? ¿qué denunciar? ¿dar nombres? ¿dejar pasar cosas que consideraba irrelevantes o sí lo eran? Pues yo procedí a partir de premisa de decir la verdad, como dije. Eso era la que dictaba el modo y las inflexiones de una narrativa del sujeto.

Cierro con algunas deudas primordiales. Quisiera dejar un expreso agradecimiento a mi editora de ViceVersa Magazine, donde salió publicado aquel artículo y donde ahora sale publicado este, Mariza Bafile, quien dio un “sí” rotundo y se jugó entera, como el resto de mis editores previamente lo habían hecho, cuando publicaron otros textos sobre mi salud mental, a sabiendas de que son “muy fuertes”, como dijo el académico que cité. De que son impactantes. De que pueden espantar. De que pueden causar estupor porque ocurrieron o le ocurrieron a quien las narra, una persona conocida muy conocida en su ambiente. A él le había resultado impactante. Impactados todos, también seguían esta historia con suspenso. ¿Cómo proseguiría? Me alentaba la buena gente. Otros abiertamente confiaban en mí a ciegas porque sabían que a partir de poder realizar esta narrativa yo sería capaz de afrontar cualquier circunstancia que se me presentara en la vida con entereza. La misma que había tenido hasta el presente.

Por último, agradecimientos especiales a mi hermano Diego Ferrero, quien estuvo a mi lado palmo a palmo en cada momento agudo, sosteniendo también a mis padres. Al igual que a mi madre, María Elena Sanucci, presente en cada minúsculo detalle. Agradezco a mi padre, José María Ferrero, a mis primos y tíos, su presencia, su compañía, su apoyo constante. Y muy especialmente a mi tía Cristina Sanucci y sus dos hijos, Martín y Nicolás Games, dos primos de lujo. Al Dr. Rodolfo Zaratiegui, mi primer psiquiatra. Y a la Dra. en Medicina Silvana Pujol, mi actual psiquiatra, personas ambas de excelencia, de consulta en su disciplina. Estuvieron y sé que siempre están. Ellos han sido piezas claves de este patchwork que se terminó de armar.

Cuando se publicó el artículo y se difundió yo era otro. Definitivamente otro. Sin temor a equivocarme, diría que era por completo yo mismo.

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