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Una crónica sobre el aeropuerto de Maiquetía

Me resisto a la imagen trillada de los pies sobre el mosaico de Cruz Diez. Señal inequívoca del que emigra de Venezuela. Me tocó ir al aeropuerto de Maiquetía, a llevar a un familiar que viajó a España para visitar a su hija (que ya lleva más de dos décadas en ese país), pero con la firme convicción de volver, porque este es su país. En lugar de ver rostros alegres de personas que viajaban por placer; vi llantos, dolor, amargura. Vi a un padre desconsolado abrazar a su hijo, un muchacho que recién estrena la adultez. Y la verdad, ni siquiera vi la esperanza de quien huye en busca de una vida mejor. Solo vi dolor.

Duele. Causa ira. Duele.

Una mujer de cabellos rojos, cuyo cargo aún ignoro, sale al paso y niega el check in en el front desk de la aerolínea a este familiar. No acuso sus razones, que bien pueden ser ciertas. Acuso su mal talante, su destemplada forma de dirigirse al ciudadano, que, en este caso, es una mujer de 86 años. A Dios gracias, pudo resolverse el impasse, a pesar del tono de la mujer, al parecer, voluntariamente desagradable. A pesar de su premeditado maltrato. Con la premura impuesta por la amenaza del cierre inminente del proceso de registro para abordar, una joven recluta de la GNB hurga los papeles con exagerada acuciosidad. Se demora (¿adrede?). Mira y relee los papeles. Su rostro habla de su mal genio, de su indisposición para prestar su servicio de forma amable.

Todo indica que les da rabia que unos pocos viajen al exterior, que tantos jóvenes se marchen. Solo así se explica la actitud grosera de la joven soldada. Solo así se explica su mal carácter. Solo así se entiende tanta patanería.

¿Qué pasó? ¿Dónde está aquel aeropuerto alegre, colmado de viajeros que jamás en su vida pensaron emigrar? La pregunta se queda en el aire, sin respuesta. No la hay, ¿o sí? Porque esta desgracia que nos gobierna desde hace casi dos décadas la eligieron muchos de esos venezolanos que ahora abrazan a sus hijos mientras lloran su partida. ¿Qué pasó? La respuesta yace en el ambiente enrarecido: el aeropuerto es una funeraria y Venezuela es un sepulcro.

No demoré mucho. El pasajero con asistencia entra primero, aunque el vuelo saliese retrasado, aunque la espera en la terminal sea tan incómoda. Al anciano se le veja (al igual que en las taquillas de los bancos o en las oficinas de algún ministerio, porque forzar a una persona mayor a permanecer de pie bajo el sol o requisarla como si fuera un extremista de Al Qaeda o Daesh o, como en este caso, a abandonarla en la terminal de un aeropuerto, es de hecho, una infamia). Pero Venezuela es hoy un santuario de infamias. Una más no debe extrañarnos. No tardé mucho, pero debí ir al baño antes de regresar a Caracas. La hediondez me repugnó. No pude. Simplemente no pude. Aguanté.

Llego a mi casa y un mal sabor me amarga la boca. Recuerdos tristes. Maiquetía ya no es aquel lugar al que iban las personas a despedir familiares que a la vuelta de unos pocos días volvían cargados de regalos o, aún mejor, con sus títulos al término de sus estudios de post-grado en reconocidas universidades como La Sorbona o Harvard. El aeropuerto es un lugar triste que recuerda los cementerios. Los hijos se marchan para no volver, y los padres quedan atrás, sin poder ir.

Causa ira. Duele. Causa ira.

Venezuela va degenerando en un lugar de espectros y resentidos. Unos ya no viven. Otros se nutren de resentimientos restañados sin advertir que en este sepulcro, ellos también son sepultados. Que no son ellos menos espectros.

Causa ira. Sencillamente, causa ira.

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