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Una boda, un funeral y un renacimiento

Hay costumbres que no debo perder, como la de sentarme en la última fila al presenciar la ceremonia de un matrimonio. Desde ahí, el temor es cuantitativo y las ansias no permiten apegarse. Me he convencido que si ves las bodas lo suficientemente cerca puedes contagiarte y perpetuar el ritual que se inició por mera conveniencia económica, por lo que permanezco como un testigo lejano del afamado “hasta que la muerte los separe”.

Nuestra amiga parece no pertenecernos más, la libre Ximena desafía su autonomía encaminándose al centro de un salón con lados poco más amplios, aunque ligeramente desiguales, a los de un cubo tapizado por completo de tablas de madera rústica y roída. Lentamente, encadena sus pasos en paralelo al hombre que decide acompañarla al vacío, donde los espera un ornamento circular cubierto de flores que aparentan nacer de largos y delgados troncos que entrelazados lo conforman y que permanecen demasiado elevados para hacerles sombra.

A su paso, un violinista los ha perseguido armoniosamente hasta el altar; puede que ese violinista que acompaña rítmicamente la cola de la novia suene a celebración de la élite burguesa, más aún al agregar a los invitados que aclaman la unión de los novios en distintos idiomas y al padre de la novia, quien recibió el subsidio del Guggenheim por su excepcional habilidad de crear arte y quien ha regado su obra por cuatro de los cinco continentes. Sin embargo, los invitados no aterrizamos en Manhattan sino en Brooklyn, tampoco nos hospedamos en un lujoso hotel de la Quinta Avenida. Nos transportamos en el subway y nos calzamos con zapatos deportivos para cambiarlos por unos casuales dentro de un edificio en construcción donde una indicación impresa en una bond 20 tamaño carta nos conduce al quinto piso, justo a tiempo para la ceremonia. Ese padre, de origen humilde, eligió pinceles en vez de alimento, encarnando al pintor que hoy lo alimenta. 

El largo de los manteles no alcanza al piso como suele esperarse en un evento formal, por el contrario, descubre las patas de las sillas y de las mesas desnudas y las piernas de los invitados que asistimos con vestuarios desenfadados.

Por algunas horas, en aquel lugar, la Tierra vive sin pretensiones: flores despeinadas reposan suavemente en envases de vidrio tallado en posición de centros de mesa, entre sus ramos prevalece el lila o el violeta, color apropiado para revelar que no existe precaución por mantenerse en un mundo fantasioso; el novio ha elegido esos tonos sabiendo que está dispuesto a preservar la calma, la sensibilidad y los grandes ideales de Ximena; venerar a su musa lírica de largos cabellos, a sus manos pequeñas pero agigantadas por la expresividad, a su vestuario perteneciente a décadas pasadas. Él acarrea consigo unos cuantos padrinos y familiares, una cultura distinta a la de ella, la dulzura de quien está dispuesto a diseñar marcos que adornen el rostro de otra persona, un rostro que alguna vez le fue ajeno, el de su ahora esposa-cantante, e imprimir su veneración por ella en la portada del primer disco que lanzó.

Muchos describen el amor como una incesante fuerza que consume los poderes mundanos desterrándolos de sus dueños, desde la Biblia a Romeo y Julieta: “Y si tengo el don de profetizar y estoy enterado de todos los secretos sagrados y de todo el conocimiento, y si tengo toda la fe como para trasladar montañas, pero no tengo amor, nada soy… el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo soporta…” (1)

¿Están listos libremente y sin reservas para darse uno al otro en matrimonio?

—pregunta el cura, amenazante—.

¡Qué más da! Después de aceptar someter el cuerpo diariamente a un mismo sudor, a unos mismos labios, a un mismo sabor, a un mismo sexo y a un mortal con temas agotables, germina una capacidad inextinguible para mantenerse en pie mientras se llevan el resto de tu entrega.

Pienso a qué me entregaría con tan fervorosa locura, volteo a mi derecha buscándolo: un joven que luce mis mismos años parece igualmente impresionado y aterrado de que aún existan las ceremonias matrimoniales, me prometo inventar alguna excusa para hablarle al terminar la ceremonia. Volteo a mi izquierda, a mi lado está mi mejor amigo, que es diseñador floral y que juro que practica la levitación cuando otros se descuidan. Él también voltea hacia mí, me permite profundizar en las escleróticas amarillentas de sus ojos que siempre lucen como dos cráteres recién caídos de la luna. Tan fresco, elegante, hermoso, a él nunca le sobran o le faltan palabras, su energía ligera es invasiva, me infecta y me hace feliz. Entonces, comprendo: no despilfarraría un segundo en dudar que me uniría a él eternamente. Lo amo, él es tan perfecto y tan gay que nuestro compromiso resulta en una amistad infinita que no necesita papeles firmados. 

“Dios nos dio dos ojos, no uno, para mirar, nos dio dos brazos, no uno, para abrazar…”, así, sucesivamente, una de las hermanas de Diana, la madre de la novia —el equilibrio del Ying Yang—, asegura que hemos nacido para ser dos, para acompañarnos. Aunque dudo que nos haya traído la Cigüeña o Papa Dios, ciertamente somos un calidoscopio: una imagen aparentemente simétrica formada por sus múltiples reflejos, nos hemos hecho de pedazos dispares; incluso físicamente, tenemos una pierna más larga que la otra, un brazo más largo que el otro. Gracias a la perspectiva de nuestros pedazos vistos desde distintos ángulos, logramos proyectar nuestro interior como quisiéramos que fuese.

Al volver a Miami, mi gato Silver olvidó recibirme después de haberlo hecho durante 7 años. Finalmente, apareció tambaleante en la sala de mi casa maullándome con sus pelos color plata ahora desteñidos. Pasé la noche viéndolo luchar por respirar. En los objetos la presencia de luz muestra sus formas, pero al estar vivos la luz proviene del interior y al acercarnos a la muerte nuestras formas se muestran opacas, la luz es vida; por eso, supe que Silver estaba muriendo, ya no era plateado sino gris plomo. Extrañamente horas antes de la muerte parecemos revivir, el impulso nos permite despedirnos o esperanzar a quienes nos rodean. Días después, recibí una carta de la doctora Cerovsly lamentando no haber podido hacer más por él. Lloré como si hubiese destruido un acuerdo que había firmado para siempre. Entonces, lo supe: los verdaderos compromisos existen antes de verbalizarlos o de, siquiera, conscientizarlos. ¿Me había convertido en una cobarde que no quería desilusionar ni desilusionarme, perderme o aceptar que la muerte separa? Quizá, ocuparnos de alguien más es el mayor y el más temido de los retos. Asegurarle a otro que recrearemos un mundo color violeta, una burbuja intocable donde nuestros defectos sean las piedras que logran la imagen de un caleidoscopio.

Cerré los párpados por unos segundos, mi piel se tornó negra y se agrietó dejando escapar del interior un líquido dorado igual al color del oro puro.

– ¿Quieres amarrarme? —le pregunté—.

– No —aseguró él—, si me gustas justamente porque eres un alma libre. Aunque tu mirada ya no es penetrante, sino tierna.

Volví a cerrar los párpados, un grupo de personas estábamos cubiertos con arcilla blanca, nos habíamos quedado paralizados como estatuas. Luego, él llegó y me tocó; la primera capa que me cubría nuevamente se agrietó, esta vez la arcilla cayó, liberándome. Así, salí.   

“Cuando nos hayamos secado y hayamos pasado juntos mucho tiempo: ¿aceptarías no casarte conmigo… y crees que el ‘no casarte conmigo’ podría convertirse en algo que durará el resto de tu vida?” — Cuatro Bodas y Un Funeral


(1) 1 Corintios 13

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