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Un voto de Silencio

Después de una semana de completo silencio, el mes de Abril inició con un grito a media noche en la avenida Aragon. La vida es así: en un espacio calcinado por el invierno donde habita un cardenal, pronto crecerá un espeso ramal hasta verse florecer incluso en la ramita más débil.

Habló tanto y tan mal del tipo, tú escuchabas sin poder pronunciar palabra. Dos años queriéndolo: dos años de palabras sin germinar. Agotada de cumplirle, de querer pasarle la mano y de que él no te dejara, de reservarle el whiskey japonés que te hizo beber sola, de no poder acceder por encima de su cadera.

Después del lapso necesario para sentirse resguardado, te complace con una llamada; reaprender a colar café, cuando no te gusta el café: aprietas el botón, esperas por el indicador, seleccionas el tamaño de la taza –no olvides, es el empaque verde oliva y la cucharadita de azúcar ya lista para mezclar–. Succionar desde el fondo a la punta, erguido, tocar suavemente el ano. Tus pasos discretos deben sonar “sss sss sss”, como la brisa paralizada en el ventanal. Siempre es una mala época, no le refutes. La vejez se avecina, la templanza se mudó a otro rostro. Pero antes, hay que esconderse; la puerta hasta que suene “clic”. Con tal de no exhibir ansiedad, almacena el gusanillo en el esófago, pero el gusanillo crece versátil multiplicándose en muchos otros; los viste poblar las esquinas de su cuerpo e hincharlas del oxigeno que incluso ellos requieren para subsistir entre tanto humo. La temperatura pronostica que tus próximas visitas se parecerán a la anterior y a ésta, a la del aliento a suicidio. Pero es él quien te hace un favor, aunque puede que sepa que estás a punto de soltar la cuerda. Escuchar, escuchar y escuchar más sobre él, de cómo revolotea cambiando al mundo, sin despegarse del asiento. ¿Será que se aburrió de ti? Igual le da, su deber es aprovechar la carne mientras se mantenga tierna. Claramente, la llamada pudo lograr que vomitaras tu verdad; en cambio, amaneciste sin habla.

Pasaste una semana sin voz, ni la miel más dulce ni el jengibre más caliente pudo con tu necesidad de cumplir promesas sin sentido. Una caja de Theraflu, un diente de ajo crudo, dos botellas de jarabe para la tos y dos de antiinflamatorios. Nada. Ni una palabra. El silencio y el jarabe, o quizá la libertad de no tener que responderle a nadie, te mantuvieron contenta. El sábado 21 de febrero, finalmente soltaste un “Om”.

Cuándo dejarás de dictar mis horas, las dictas incluso cuando me autocastigo retirándome horas de sueño para escuchar tus gritos al teléfono. “Divino seas entre todos los seres, Padre nuestro que estás en el cielo…”  cuánto me suena esta tortura a discurso católico que se repite sin eco hasta desahuciar. Por favor, Padrecito, no me abandones ni de noche ni de día, líbrame –de ti– de todo mal.

La avenida Aragon dejó dos puestos disponibles frente a la librería. Por una cachetada de suerte, coincidencia o premonición aquel atontamiento que te alimentaba mágicamente se largó. Por otra causalidad o destino, él desasió un riguroso acumulo del pasado que cargaba consigo; destapó sus hebras de oro y, cuidadosamente, dejó a mano una triza de su verdadero cuerpo para que al jalarlo se viniera consigo un hombre capaz de volverse realidad. Se afeitó la barba. Dejó sus lunares desarropados en presencia de tantos que sólo bebían café y conversaban simplezas –él tan desnudo, ellos tan vestidos–, no se enteraron que la vida ocurrió ahí, en esos asientos de madera corroída por la humedad que envuelve a la Ciudad Limbo. Trocó sus ojos convencionales por dos vitrinas que dan hacia el mar de mi país o una cama que me acobija, donde mi gato espera para encogerse en mi brazo derecho, o hacia el horizonte que visualizan los héroes que únicamente existen en los libros de historia; puede que sean los panoramas del deseo, los que no tienen vista a la cruda realidad: sus ojos cambiaron al verme y los míos fijaron la mira. Voy a cazarlo como a un manatí al que su calma lo deja flotar ligeramente convirtiendo su peso en pluma.

«No lo mires tanto, puede disolverse». Pero la mirada insiste en clavarse ahí o allí, donde ahora mi saliva resiste para mantenerse colgada entre las rejillas de sus labios, en los poros de su piel que esparcen un olor entremezclado. Soltaste un suspiro cursi, algo exagerado, por el gusto común que tienen por las ovejas, por ver Netflix o trabajar a las tres de la mañana, por soñar con detonar a los mediocres… o, porque se parece a Luis. Luis llamó semanas antes, otro que se anota en la lista de los hombres comprometidos que llaman borrachos para revivir lo que llegaste a pensar te habías inventado. Él no se llama Luis ni es Álvaro, Damián o John.

Se escabulle y reaparece en la entrepierna de tu legging y al final de tus senos, que también quedan al descubierto en plena avenida Aragon. Entonces, inicia el brote espeso: el ramal te atrapa entre la pared, adornándote con anémonas carnosas, y su espalda enormísima que te protege del resto del mundo como una muralla construida por los chinos e indestructible para los alemanes: aquí no hay desacuerdos políticos; sólo hay un vehículo de policía que insiste en patrullarnos.

El fin de la afonía es un símil que condujo al tecnicolor de Un Tranvía llamado Deseo. Y, para concretar, con la temperatura extrañamente fresca, él grita: ¡Nataaaaaalia! –en vez de ¡Stellaaaa!– porque así nacen los clásicos…

…en otros tiempos.

Fin

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