Una furgoneta blanca me deja a la entrada de lo que parece una oficina administrativa. Luego de registrar mi nombre, me entregan unos audífonos para escuchar la tragedia de millones en el idioma que prefiera. Auschtwitz-Birkenau fue un complejo de campos de concentración y de exterminio, construido a principios de la segunda guerra mundial, con la visión práctica y eficiente de los alemanes Nazis.
Las famosas letras labradas en las gigantescas puertas de la entrada me reciben con una irónica promesa de libertad: Arbeit macht frei. El viento de otoño agita a todos los que, hipnotizados, nos paralizamos ante las puertas. Meto mis manos en los bolsillos y camino. Las hojas crujen a causa del desfile de personas de rostros serios y ojos muy abiertos, mientras contamos los pasos que damos rodeados de alambradas sacudidas por el viento. Entre los distintos bloques una débil grama se esfuerza por sobrevivir al próximo invierno, en uno de los lugares más tristes de la historia.
Camino frente al bloque 10 en donde Josef Mengele experimentó sin compasión con los gemelos judíos. Cuando llego al bloque 11, la voz en mis audífonos menciona que fue allí donde se hicieron las primeras pruebas con Zyklon B, el gas utilizado para lograr la famosa y retorcida ‘solución final’. Las celdas en este bloque miden un metro, los prisioneros castigados eran metidos allí, por días y noches, no tenían espacio para sentarse y casi siempre las celdas se compartían entre cinco prisioneros o más. Un letrero a la entrada nos dice que por respeto a todos los que allí murieron, las fotos no están permitidas.
Al final del primer campo hay un muro, aún conserva las manchas de sangre de aquellos que fueron fusilados: Can you smell the blood? – le dice un chico a otro mientras se acercan. En el museo antes de trasladarnos a Birkenau, se guarda una colección insospechada de valijas con nombres que se fueron llenando con la ingenuidad de quien cree tener una oportunidad; miles de zapatos y gafas amontonadas, y kilos de cabello, en su mayoría de judíos. La historia mantiene sus secretos intactos detrás de vidrios laminados y blindados.
Nos invitan a pasar a la cámara de gas y hacemos líneas voluntarias en donde tiempo atrás hicieron línea otros que nunca tuvieron otra opción. Sin duda es un horror, las marcas de uñas en las paredes nos explican mucho mejor que los historiadores, el dolor que allí se vivió. Todo lo cubre una densa oscuridad fría aunque sea de día y haya cierta iluminación, ecos de gritos y de muerte, no hay otra forma de traducirlo. Salgo desgastada y noto que todos los demás están igual de afectados que yo, nosotros podemos salir y no volver, podemos decirle que no al tormento de recordar lo que les pasó a otros; ellos no pudieron. Y allí logro convencerme que hay que pasar por esto, porque la historia no nos da el derecho de olvidar.
Una vez más tomo la furgoneta para cubrir la distancia que existe entre Auschwitz I y Birkenau. Este último es la verdadera entrada al infierno. Millones de personas murieron allí entre judíos, deportados y gitanos. Un enorme andén vacío nos recibe, el mismo que recibió años atrás a Primo Levi en su viaje hacia la nada, al último recodo humano.
Las ruinas no borran el horror vivido. Nos explican que quienes allí llegaban pasaban directamente a las cámaras de gas, algunas veces se hacía una selección de aquellos aptos para el trabajo o la experimentación. El resto hacía fila hacia las cámaras, en donde letreros en distintos idiomas les indicaban que alli se encontraban las duchas y el cuarto de desinfección. Según relatan algunos sobrevivientes forzados a trabajar en las cámaras de gas, la sala que recibía a quienes iban a morir, era limpia e iluminada y facilitaba el orden pues tranquilizaba a los recién llegados. En seguida les ordenaban desnudarse y pasar a otra sala, también iluminada. Las puertas se cerraban y el Zyklon B hacía su trabajo.
Los cuartos en donde dormían aquellos que no eran gaseados están vacíos, pero dan la sensación de estar aún habitados, casi se puede verles caminando en sus uniformes a rayas, sucios y desgastados, mientras escriben en las paredes todo aquello que ninguno de nosotros podemos entender ahora, aunque quisieramos: gritos sin ruidos.
Hace un poco de sol mientras termino de recorrer el extenso campo, siento la necesidad enorme de salir de allí y silenciosamente me dirijo a la entrada, tengo el mismo miedo que tienen todos: nadie quiere ser olvidado en Auschwitz.
Regreso a mi hotel en Cracovia, ya está oscuro cuando me meto a la cama. Trato de dormir. Siento una inmensa necesidad de volver.