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Montserrat Vendrell

Un sin vivir

Todo está alborotado. Abundan las desgracias y adversidades por doquier. No importa sin son percepciones o realidades, la cuestión es generar emociones reales o camufladas. La cuestión es que los medios de comunicación dejan al mundo en un estado de agonía y de ansiedad, que dependiendo del día muchas veces es difícil de superar.

Los informativos televisivos nos hacen ver nuestra buena fortuna por estar todavía en la faz de la Tierra, una manera de sugerir de que no nos quejemos de lo malo ni de lo peor aún por venir. A la música tenebrista informativa se le suman programas bajo el nombre de «Colapso», «Crimenes», «Todo es mentira», por decir unos cuantos. Nos presentan un mundo sin alegría de vivir.

Accidentes, tempestades, inundaciones, derrumbamientos, naufragios, asesinatos machistas, tiroteos en escuelas, enfrentamientos militares, conflictos políticos, cambios climáticos, subidas de tipos de interés, inflación, etc. Estamos en una guerra continua por la supervivencia, por obtener el pan de cada día, por merecer una vida digna. Los economistas vaticinan que aún no lo hemos visto todo de la crisis global. Nos quedamos sin aliento, a la espera tal vez del Armagedón o el sinfín de amenazas que nos acechan.

Como dice el filósofo surcoreano Byung-Chul-Han, la dominación de la población en este siglo no se realiza a través de la opresión, sino de la comunicación. No hay más que ver las esclavistas redes sociales que se suman al quebradero de cabeza con sus enfrentamientos sociales y culturales. No paran de crispar, de fragmentar, de polarizar, de ayudar en la contienda para que la población se sumerja en sus odios y sus miedos y acerbe sus descontentos y frustraciones. En definitiva, dinamiten la ya deteriorada cohesión social después de la crisis económica del 2008, la pandemia y las incursiones bélicas más recientes.

Las redes ayudan a fomentar este malestar psíquico, con sus continuas confrontaciones, e intentan compensarlo con el ensalzamiento del hiper «yo» narcisista. Desnudan lo colectivo para afincarse en lo individual. Alegrías que esconden amarguras que crean multimillonarios, o así dicen. Como afirmaba George Orwell «el poder es romper la mente humana a pedazos y recomponerla en nuevas formas convenidas». Y así estamos, ajustando el cerebro a esta nueva realidad digital en donde la popularidad y la individualidad van cogidas de la mano, en pro de intereses empresariales.

En este ambiente personalista y estoicista, la gran mayoría de la población vive paralizada, desapegada, indefensa, no sólo ante los cambios acelerados que nos ha traído la era digital, sino también por la falta de los acontecimientos que se producen a diario en los diferentes ámbitos. La vida diaria resulta ser una carrera de obstáculos (el precio de la cesta básica, la vivienda, la hipoteca, el paro, el deterioro de la sanidad y la educación, el colapso de la cadena de suministros, etc) La único que puede controlar el ciudadano son sus opiniones sobre estos mismos eventos.

Parece que se ha sustraído a los ciudadanos su capacidad para reaccionar y revolucionarse, de participar y exigir alternativas. No ayudan demasiado las protestas que vemos, como lanzar pinturas a obras de arte que no sé si llevan a algún lado. Rabietas que provocan indignación, que puede que se sume al descontento general. Me cuesta entender el por qué los activistas climáticos han fijado como diana el arte de los museos y no instituciones, empresas y organizaciones, cuya actividad está más relacionada con el deterioro ecológico. La visibilidad posiblemente sería la misma o al menos no provocaría tanto rechazo.

Lo colectivo se ha prácticamente esfumado, pues la reacción más común es que como nada depende de mí, nada puedo hacer. Un ejemplo claro es el cambio climático. Un acontecimiento de tal magnitud va más allá de las acciones que puedan realizar los ciudadanos de a pie con sus reciclajes, sus inversiones solares en los tejados y de su elección de electrificación automotriz. Culpabilizar al ciudadano de la catástrofe es condenar al más débil. ¿Qué pasa con los gobiernos, las corporaciones, los intereses empresariales o geopolíticas? ¿Qué pasa con las cumbres? Ya vamos por la 27 y sin acuerdos de gran relevancia.

Las conferencias y cumbres son escenificaciones multilaterales, pero cuesta que las delegaciones se vayan con un plan de actuación bajo el brazo. Son necesarios acuerdos que sean coherentes por su relevancia económica, política y geoestratégica. Todavía imperan los beneficios instantáneos o a corto plazo, en detrimento de la búsqueda de resoluciones con una distancia mucho mayor. En este siglo de transformación, vemos enmudecidos como el multilateralismo pierde terreno. A la vez, países de peso como India, Brasil, Colombia, Egipto, México, Suráfrica, por decir unos cuantos, quieren que se oigan sus voces. Son países que tienen recursos y población, y cuya influencia en todos los niveles es cada vez mayor.

Instituciones como la ONU, el FMI o el Banco Mundial están perdiendo fuelle, pues fueron creadas en otros escenarios, después de la II Guerra Mundial, y la situación ha cambiado mucho. Los centros de gravedad hegemónicos parece que se han desplazado hacia el continente asiático. A mediados de este siglo, según la OCDE, el 55 por ciento del PIB mundial ya no será de países de ese organismo. La hegemonía occidental puede que esté en peligro.

La economía, las finanzas y el control de los recursos naturales son los factores que definen el mapa de soluciones. Son muchos los intereses que fijan las medidas que se implantan, a la vez que las democracias se empequeñecen. En este mundo globalizado, difícil de revertir, la multipolaridad puede ser contraproducente, si la competición entre países se vuelve autárquica, proteccionista y excluyente

En esta sociedad atemorizada, los gurus del coaching pontifican que las adversidades son oportunidades. La esperanza debería ser lo último que se pierde. Pero los milagros no siempre llegan. El arrebato del optimismo y la confianza en el futuro se debe, en gran parte, a la falta de previsión en lo que ocurrirá mañana en este entramado político, económico y social que conforma el mundo. Es muy concurrido hablar del «poder del ahora», pero el pasado explica muchas cosas del presente y del futuro. La historia no siempre se repite, pero sí que crea antecedentes.

Y posiblemente para calmar la agonía que provoca este devenir tremendista, sería bueno demandar políticas de largo recorrido que permitan visualizar un futuro cercano, redefinir la globalización, la interdependencia entre países y el papel de las instituciones para afrontar retos globales. Sería bueno también reclamar información sobre si la autosuficiencia será la tendencia o si será un equilibrio entre lo nacional o lo internacional, si la multipolaridad puede afectar las relaciones de los países, si es posible un mayor equilibrio entre el mundo desarrollado y el en vías de desarrollo…. y un largo etcétera. En muchos casos, las respuestas, aunque no sean certeras en su totalidad, podrían acabar con este sin vivir que nos han impuesto.

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