Las efemérides resultan buenos antídotos contra el olvido. El 4 de julio pasado se cumplieron treinta años del juicio al criminal de guerra nazi Klaus Barbie, en Francia (1987), donde lo condenaron a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad. Fue el juicio individual más importante sobre la Segunda Guerra Mundial, después del de Adolf Eichmann en 1960 en Israel.
Los franceses confrontaron este juicio como un acto de justicia contra un monstruo que había enviado 47 niños a la muerte sin ninguna compasión. Pero también era un juicio incómodo, porque allí se reveló que un compañero había traicionado al líder de la resistencia en Francia. También se dijo en ese proceso que mientras unos sufrían, algunos miraban para otro lado.
Nikolaus Barbie Hees, apodado Klaus, provenía de una familia católica, se aficionó al ejercito y ascendió en una carrera eficaz en las filas del nazismo. Pero nunca fue un líder ni un militar sobresaliente en el campo de batalla. El carnicero de Lyon encontró su destino en la tortura salvaje contra miembros de la resistencia francesa. Era hábil, sagaz, determinado y manipulador.
Después de cometer todas las atrocidades posibles en la ciudad de Lyon, permaneció en Alemania aún cuando la guerra había concluido. Se vendió como un hombre con capacidades para quebrar al enemigo. Eso le ofreció a los servicios secretos de Estados Unidos: su capacidad para acabar con los comunistas.
Por esta razón la misma fuerza que contribuyó a liberar a Europa del nazismo, disfrazó a Klaus Barbie para sacarlo de Europa con una identidad falsa. Klaus Altmann, hombre de negocios, ingresó en Bolivia en 1951 y se convirtió en gerente de Transmarítima Boliviana (TMB). Con esta fachada desarrolló una segunda vida.
La moral de Barbie era la de un psicópata. Se convertía en el carnicero de sus enemigos. Y su objetivo fundamental fue capturar al hombre que había puesto Charles De Gaulle para que reagrupara a los miembros de la resistencia en Francia, Jean Moulin.
El 21 de junio de 1943 capturaron a Moulin en casa del médico Frederic Dugoujon, en Calouire-et-Cuire, cerca de Lyon. La historia confirma que este líder de la lucha contra los nazis murió en manos de Barbie, quien se ensañó con las torturas. Sus restos están el Panteón francés.
Como en muchas historias de la guerra, bajo el paraguas de Barbie cabe un héroe y un traidor. Ambas figuras arquetipales le interesaban a la mentalidad torcida de este nazi. El héroe, Jean Moulin. El traidor, René Hardy, ingeniero de ferrocarriles: en la guerra destruyó 600 trenes.
Hardy había caído preso en las manos de Barbie unos días antes de que atraparan a Moulin. Lo torturaron y lo dejaron ir. Esta fue su condena social. Nunca levantó cabeza, fue juzgado dos veces sin pruebas contundentes, vivió una vida entre sombras, negando lo que todos creían.
En el juicio de 1987 Barbie confesó que Hardy espiaba para los nazis. Este dinamitero de trenes pasó buena parte de su vida como vagabundo que no encontraba sitio para acomodarse. Falleció ese mismo año en Alemania.
Quienes intentaron entender a Hardy, aceptaron que pudo tener miedo ante las torturas; que podían existir enemistades entre facciones de la resistencia; y que quizás todo era producto del amor de una mujer: Lidye Bastien, amante de un adjunto de Barbie, quien recibió la instrucción de seducir a Hardy y sacarle información estratégica.
René Hardy nunca pudo perdonarse traicionar a Moulin por una mujer que lo envolvió en su cama y lo hizo hablar más de la cuenta. Esos eran los detalles que valoraba Barbie. Porque era un perverso, alguien que entró clandestinamente en Francia en los años 80 para visitar la tumba de Jean Moulin y llevarle flores. Así actúan los psicópatas.