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Un diente roto vale más que mil palabras

A los que creen que, echando tierrita, es verdad que no juegan más, la realidad se les devuelve con renovada fuerza. Porque el asunto tiene la inevitabilidad de cualquier determinismo biológico: el gentilicio no es cosa que se puede administrar, tiene la consistencia de un ADN. A ratos puede que sea verdad que viendo menos twitters relativos a Venezuela, -a falta de noticias, dicho sea de paso, es cierto que twitter se ha vuelto una de las pocas maneras de enterarse de lo que pasa-, la angustia, la desazón, la pérdida, la rabia, las ansias, la tristeza o todo eso junto, pareciera hacerse menos erosiva. Y así se logra a ratos, vivir en la ilusión del despegue, con la grata sensación de que empiezas a ser de otro sitio más feliz. Sacas la cuenta y piensas que ya tienes amigos en otra lengua, que te saludan los vecinos al paso o en la fiesta que hacen todos los septiembres en la calle, cuando cada quien lleva lo suyo, pan, vino o tortas, cuscús, magrez, queso y hasta sushi… Una fiesta entre, para y por los vecinos, donde los que hacen música, tocan para que los que no bailan, bailen; los que viven tristes ponen cara de estar alegres, de sonrisa rara, que no es que se entienda pero no importa; los que nunca se hablan se saludan y da la impresión por momentos, que todos son amigos en el vecindario, aunque es fácil detectar que en realidad, nadie quiere a nadie, menos a este pesado pasado de tragos y con dentadura de nerdenthal después de la quemazón, que insiste en hablar de su perrito, preguntando bobadas, como que si no crees que la gente fuma menos cigarrillos ahora, y así, se va acercando a quien lo quiera oír, que a las dos frases primeras se desembaraza como puede, uno tras otro los vecinos huyen de su aliento cargado de alcohol, hasta que ve a los venezolanos, el exotismo ya conocido del barrio, ¡la presa perfecta!:

– Tengo unas refugiadas venezolanas en la casa.

Y hasta ahí llegó la fiesta vecinal para los venezolanos. Por supuesto lo escucharon con atención y más aún, lo siguieron hasta su casa, convidados a conocer a la compatriota.

– ¿Ustedes son refugiados también?

– Bueno… estem… sí… supongo. Todos los venezolanos somos refugiados en este momento… Incluso los que viven en Venezuela

Llegamos a la casa. Dos jóvenes de impactante hermosura estaban en el pantry a la entrada. Ella jugaba a maquillar a las demás. El, lo observaba todo con cara de estar por encima de la realidad que lo rodeaba, con sus facciones perfectas y su brillo de ébano, los ojos a medio cerrar de picardía. El señor de los dientes rotos, nos los presentó como sus hijos, pero ninguno de los dos parecía su descendencia, él caucásico, los hijos morenos, la esposa no estaba por todo eso. La cuñada, de facciones duras maquilladas por la joven, nos extendió la mano con simpatía, y la venezolana, tan venezolana, una margariteña bien bonita, tan dulce y acomodadita, apenas nos vio entró en materia: había logrado sacar a su niña del país, e inscribirla en un colegio, y ya la niña tan bonita Margarita, tan bonita como tú, hablaba francés, sin acento y en apenas tres meses.

– Estamos bien. La gente ha sido buena con nosotros. Antes vivíamos mas lejos pero ahora me vine a Paris por poner a la niña en el colegio, usted sabe. Lo hago todo por la niña. Pero a mí me hace mucha falta mi gente, mi familia de allá…

Y las lágrimas comenzaron a brotar solas y sin permiso. Ella apuraba gestos de acomodo, mientras la niña miraba el techo, como si no fuera con ella, hasta que se zafó del forzado encuentro con los venezolanos desconocidos. 

– Estamos a la orden, vivimos al voltear de la esquina…

La bella margariteña sonrió la gentileza, apertrechada de dulce dignidad.

– Ella se va a integrar. Más lento, pero va a aprender a hablar francés. Hay una casa de Venezuela aquí, lo que pasa es que hemos llamado y no contestan… Usted sabe, para que ella vea gente con quien hablar… acota la cuñada francesa.

Nosotros escuchamos a Simón Díaz saliendo de un apartamento la otra noche al pasar. Las voces eran venezolanas y estaban de fiesta. No fue hace mucho, y no muy lejos de aquí, hay otros venezolanos…

– Pero… no hay muchos venezolanos en Paris, me parece… comenta la cuñada. 

No tanto… o no se notan. Tienen dinero y la piel blanca. Paris es cara y cerrada a pesar de su larga tradición de izquierda y sus emblemáticos discursos históricos en favor de los oprimidos… a la hora de la migración, la filosofía no alcanza a la gestión pública, ni a la clase media, y los intelectuales equivocan el tino y creen que lo que pasa en Venezuela es un arreglo de cuentas sociales justiciero. Pero el francés de a pie, el que no se nota, al que todos los vecinos le huyen, es el que es capaz de asumir la generosidad necesaria para acoger a la gente que lo necesita de manera límite. Sin mucho aspaviento ni discusiones teórico políticas o filosóficas, es él el que mejor entiende y lo ejerce.

Me fui del lugar con una tristeza que me robó el sueño. Conseguí sosiego en la dulce constatación de que no todo está perdido: en todas partes hay humanos completos, de decencia moral con la que dan la pelea en la construcción de un mundo mejor, humildemente, sin hacer mucho ruido… con algunos dientes perdidos en el camino, logran engañar y pasar agachados y por eso son muchos los que creen que ellos no existen o que son tontos. Pero son lo mejor de lo que existe. Logré dormirme arropada por el agradecimiento hacia mi vecino desdentado.

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