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Eduardo Vilades
Eduardo Vilades

UN DÍA CON MARIANO

La muerte no supone ningún riesgo si hemos creado las condiciones apropiadas para su llegada. Esto solo se consigue con la libertad que se experimenta en vida, que te hace inmortal. Así pues, lo que justifica mi muerte es mi libertad.

“Por el trabajo se puede lograr la libertad, y con la libertad, se puede conseguir aquella sonriente visión de las cosas necesaria para que no se le enfríe a uno el espíritu con las humedades de este valle de lágrimas”.

Esto lo dije a comienzos del siglo XX. Suele recordármelo Demetrio Galán cuando le visito en su tumba. Tampoco me gusta acercarme mucho porque la tiene manga por hombro y yo siempre he sido muy aprensivo con la suciedad. 

La muerte es muy distraída, siempre se lleva o deja con vida a la persona equivocada. Sin ánimo de sonar presuntuoso, pienso que conmigo se equivocó. Cuando apenas llevaba tres años trabajando en la redacción de El Sol vino a verme y me obligó a firmar los papeles del desahucio. Se me ha olvidado la fecha, creo que fue en julio de 1920. Llevaba ya un tiempo sintiéndome mal, se me dormían las articulaciones y perdía la noción del tiempo, mi antaño prodigiosa velocidad mental se había llenado de ponzoña. Durante muchos meses, por la noche, vislumbraba a una señora vestida de negro y cara de malas pulgas que me escrutaba con ojos ensoberbecidos. No le prestaba mucha atención, su atuendo era tan estrafalario que me daba risa. Su presencia se amplió a otros momentos del día y aparecía cuando menos lo esperaba, a veces incluso me sorprendía en la redacción del periódico. 

Supongo que la muerte es como un asesino a sueldo que va dejando pequeños señuelos, como un cartero que introduce varias notificaciones de recogida en el buzón. El asesino terminará cumpliendo su objetivo y, venciendo la pereza, una mañana cualquiera acudirás a Correos a recoger la carta. Lo único positivo de esa carta es que su contenido será totalmente nuevo, como recibir en casa un manuscrito escondido de El Quijote o un incunable. Supongo que la muerte es la única novedad permanente, todo lo demás ya está inventado.

Llevo 101 años aquí, no me hago a la idea. Estar encerrado entre cuatro paredes me agobia, podemos salir a pasear a media tarde y deslizarnos, como los topos, por los túneles que conectan las tumbas, pero en el momento que intentamos abandonar el recinto una fuerza magnética nos impide movernos y nos paraliza como si fuese éter. 

Eduardo Dato, con quien de vez en cuando me pongo hasta arriba de absenta en los bares del inframundo, presidió el traslado de mi cadáver a Zaragoza debido al deseo del Ayuntamiento de la ciudad de que fuese enterrado en el cementerio de Torrero. Estar muerto no significa que haya perdido la capacidad de asombro, al contrario, ahora soy mucho más sabio que durante mi existencia terrenal. No quiero herir sensibilidades, pero doy gracias de no vivir en esta época, caracterizada por una rebelión de mentes opacas en contra de la inteligencia, un momento histórico donde la incultura se ha institucionalizado como la nueva cultura, donde todo tiene que suceder aquí y ahora, donde se ha desterrado el amor por los clásicos, el interés por lo mitológico. Inundados por enormes cantidades de información banal perdemos la noción de las grandes narrativas, del pasado, de la historia, la memoria y la continuidad del tiempo. Todo es un perpetuo y atiborrado ahora en el que no cuentan las ideas de otras coyunturas. La tecnología hace desechable todo lo demás, incluidos nuestros recuerdos. Estoy convencido de que prácticamente nadie menor de 30 años sabrá quién soy. Es duro. Si tuviese un hijo en este momento del siglo XXI rezaría para que la parálisis progresiva que me mató en 1920 hubiese llegado antes porque no soportaría ver cómo se convierte en un petimetre consumiendo contenido electrónico a modo de aperitivo hecho a la medida de su dopamina. 

Sin una noción histórica, la gente es fácilmente manipulable porque no se da cuenta de que los trucos que el Estado emplea para alienarles son los mismos que hace siglos, los mismos que yo viví en las postrimerías del siglo XIX con un país devastado y sin rumbo tras la derrota de 1898, difícilmente aceptable para la mentalidad política de la Restauración, que conservaba el sueño del pasado imperial. 

Mismo caramelo, diferente envoltorio. En España cualquier menudencia se eleva a la categoría de juicio moral o instrumento político, todo es digno de excluir o incluir a quienes han establecido ese sistema de inclusiones sin consultar a nadie. Yo critiqué mucho lo que se cocía en las redacciones de El Liberal, El Imparcial o El Sol, pues me caractericé por mi talante liberal y permisivo, muy individualista pero cercano a los demás, pero lo que sucede hoy en día me produce vergüenza. 

¿Hablamos de periodismo? ¿De basura, de canales politizados, de represión? Adelante, hablaré de ello, porque ya estoy de vuelta de todo, un muerto no tiene nada que perder. Que conste que todo esto que cuento lo sé porque me embebece meterme en las sesiones de espiritismo de los seres vivos y porque los fantasmas, por mucho que os pese, formamos parte de una cuarta dimensión que absorbe lo que acontece en vuestra aburrida línea temporal… Los medios de comunicación funcionan por enchufe y por amiguismo de portal. Se nutren de becarios a los que pagan una porquería y a quienes explotan durante jornadas maratonianas. Demasiada corrupción informativa y caciquismo. Como fantasma instalado cómodamente en este cementerio, no soporto la telebasura, ni la vergonzosa y denunciable de los programas de Telecinco, ni la amable y marujil de espacios como España directo en los que el presentador de turno, chillando a sus invitados como si no hubiesen conectado el audífono, trata a la audiencia como anormal profunda al descubrir los diferentes tipos de tortilla de patata o las variedades de bacalao al chilindrón. España, gran país. Como periodista, me da asco lo que veo. Y como escritor, me repugna cómo se expresa la población, en especial los jóvenes. ¿Lee la chiquillería de hoy en día? ¿Pueden subsistir los llamados millenials si no reciben un determinado número de me gusta en Facebook? Perdón, dicen likes, que son muy modernos. ¿Ven más allá de la imagen reflejada en los autorretratos que sacan con sus móviles cada dos segundos? Perdón de nuevo, dicen selfies. Uno tiene una edad y no retiene los avances de las nuevas generaciones. Lo que veo desde mi tumba es un mundo acelerado, zarandeado entre lo hortera y lo traumático, una sociedad que asume el delirio del mundo de una forma delirante y exánime.

“El idioma nacional es tan sagrado como la bandera”.

Gracias Demetrio. Al parecer, es otra de mis frases. Admito que soy un poco repelente, pero me da igual, que se note que me ofrecieron un sillón en la Real Academia Española, que tengo una plaza y una calle en Zaragoza y que hasta un premio de periodismo lleva mi nombre. Tras más de un siglo bajo tierra uno tiene derecho a estornudar sin taparse la boca. El atentado contra el lenguaje alcanza niveles estratosféricos por esa tendencia a obviar que en español el masculino engloba también al femenino. Si alguien se siente ofendido, es su problema, la gramática no pretende agraviar a nadie. Así pues, frases como “el perro es el mejor amigo del hombre” tendrían que reformularse para no herir sensibilidades como “los perros y las perras son los mejores amigos y amigas de los hombres y las mujeres”. De esto hablo mucho con Demetrio, polifacético donde los haya y quien también tiene un busto en la Arboleda de Macanaz de Zaragoza. Periodista, médico y dramaturgo, comenta que en su época, cuando le encargaban una obra teatral, tenía que hacer encaje de bolillos para adaptarse a la longitud que le habían solicitado. Algunas de sus obras se quedaban cortas y no le gustaba extenderlas de modo gratuito. A Demetrio, asegura con expresión ceñuda, desbaratada por lustros de gusanos y tierra húmeda, le encantaría resucitar y vivir en el siglo XXI. Con las nuevas normas lingüísticas, una pieza teatral de 30 páginas se coloca, como por arte de magia, en 40. Al mismo tiempo, gana en agilidad y riqueza. “Es lo nunca visto, Mariano, lo nunca visto”, asegura Galán. Los y las personajes y personajos de la obra y el obro teatral adquieren más consistencia idiomática. Si a eso le añadimos meter alguna @ o x para unificar el masculino y el femenino, con el consiguiente regusto estético que conlleva, y evitamos en todo momento el empleo del modo de cortesía, sin ir más lejos porque hoy en día ya no se enseña en los colegios por aquello de la homogeneización social del lenguaje y para no zaherir a los iluminados de turno, la pieza se convierte en merecedora de un MAX. ¿Existía ese premio en los tiempos de Demetrio? Yo creo que no. Esta noche se lo consultaré cuando echemos una ouija. Aparte de las profesiones que antes he enumerado, también es medio médium, vale más que un potosí mi Demetrio, me tiene encantado.

El devenir en Torrero es apacible. Tengo mucho tiempo libre y me entretengo analizando lo que escribí en vida. Cuando vuelvo a leer mis obras me quedó extrañadísimo de lo que había escrito porque en ese momento no había sido consciente. Cuando escribo no soy yo, sino algo expresando una sensación. No volveré a escribir porque, con la edad, desconfías de todo lo que haces, incluso de tu propia sombra. Todo creador tiene un ciclo. Cuando se acaba, lo más digno es no escribir nada más porque se corre el riesgo de plagiarse a uno mismo. Además, para escribir hay que estar con los pies a un palmo de la tierra y llevo más de un siglo disfrutando de la sensación opuesta. Esto se une a que no dispongo de cuerpo físico para coger un boli o aporrear las teclas de un ordenador. Podría poseer a algún adolescente y utilizar su cuerpo para crear pero, habida cuenta de la escasa capacidad intelectual de los jóvenes de esta época, es una opción que ni se me pasa por la cabeza. Me sale sarpullido solo de dilucidarla. Aparte de asustar a los visitantes el 1 de noviembre y distorsionar los mensajes de voz de Whatsapp de los adolescentes, a modo de psicofonía rudimentaria, para advertirles de los peligros de la corrupción lingüística, me encantan las esculturas del cementerio. Yo no tengo, pero de esto prefiero no hablar porque me caliento. Fleta, cuya tumba no está lejos de la mía, tiene un busto de bronce de aquí te espero en su panteón. Y yo, nada. En fin… 

La escultura que más me gusta está ubicada en el Panteón de las familias Gómez y Sancho. Representa a un anciano con un libro que simboliza el paso del tiempo. Suelo quedarme embobado contemplándola. Estamos convencidos de que el tiempo es infinito y lo derrochamos sin medida. Olvidamos el pasado, descuidamos el presente y tememos afrontar el futuro, que ni siquiera miramos. Así se pasa la vida y, de repente, un día te das cuenta de que no tienes nada, ni tiempo, ni futuro, ni siquiera presente, tan solo un pasado que no puedes cambiar. Yo me fui a los 65 años, aún me quedaban muchos viajes por realizar, viajes que se quedaron en el tintero, ahora solo me queda ver cómo viajan los demás. Ojalá pudiese meterme en la mente de quienes visitan a sus familiares y transmitirles este pensamiento. No se dan cuenta de lo que tienen, no son conscientes de que, al igual que la escultura de Enric Clarasó i Daud, el tiempo va pasando en las hojas del libro de la vida hasta que un día ya no hay vida sino vacío. Porque todo esto que estoy contando nace del vacío, puede que sea hermoso o hasta pintoresco que un fantasma venido a menos cuente sus experiencias, que critique a los jóvenes o narre historietas de finales del siglo XIX. Puede. Pero es vacío. Esos jóvenes escribirán con el culo y pensarán con la chorra, puede, pero están vivos. Yo, no.

Enric dice que el arte reproduce lo invisible, que el arte es el placer de un espíritu que penetra en la naturaleza y descubre que también ésta tiene alma. Mi amigo asegura que sólo hay una cosa valiosa en el arte: las cosas que no se pueden explicar. De eso sabemos mucho los fantasmas. Torrero está lleno. Ahí aparece la locura y la perturbación. La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma. Quizá sea la sabiduría misma que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca. ¿No eran los sabios quienes recorrían los caminos que hacían los locos? 

El mundo actual no me gusta, está lleno de coluvie, es una especie de lodazal, otro gallo cantaría si se aceptase el desequilibrio propio de las mentes exuberantes como algo natural, sin etiquetas, sin géneros, sin normas, leyes ni Estados opresores, con esa libertad de la que hablaba al principio. Eso sí, asumir la libertad individual supone asumir la soledad más arrolladora. A Enric le pasó esto en vida. Compartió taller con el pintor Carbonell Selva y más tarde con Santiago Rusiñol, con quien le unió una gran amistad. Las malas lenguas consiguieron que sus exposiciones fuesen censuradas. De hecho, siempre comenta que su escultura alegórica sobre el inexorable paso del tiempo del panteón 128 encierra la ira contenida por lo que no le permitieron hacer, por esa nostalgia que a menudo nos atenaza sobre las cosas que no hemos realizado, nostalgia que se convierte en rabia cuando uno es consciente de que no las hará por miedo y porque no es capaz de explorar más allá de los límites seguros de su existencia ni salir de su zona de confort. 

Enric es muy melodramático, todo hay que decirlo. Y pesado, cuando se pone a hablar de los bienes de Sijena y de Puigdemont entra en trance y me pone malo. Pero tiene razón. Todos nos quedamos siempre con algún viaje pendiente, planeamos viajes cuando ya son imposibles, como si intentásemos comprar tiempo aun siendo conscientes de que el nuestro se ha agotado. Cuando la enfermedad o la senectud llegan, es muy duro tener los ojos abiertos y saber que hay lugares que jamás se volverán a ver. Se cierran las posibilidades de vivir antes que los ojos. Demetrio y yo hace mucho tiempo que cerramos nuestros ojos, que nos resignamos a no salir de las verjas que delimitan Torrero, pero vosotros aún estáis a tiempo de viajar. Yo os esperaré con los brazos abiertos para que, gracias a vuestras anécdotas, quién sabe, recupere la ilusión de escribir.

FIN

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