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Un buen vecindario, un buen vecino

En América Latina creemos que nuestras miserias se deben a las políticas imperialistas europea y estadounidense, que ciertamente resulta más de la mitología izquierdista que de hechos patentables. Mientras la nación de George Washington y Thomas Jefferson (uno de los hombres brillantes de la historia humana) se ha transformado en la principal potencia militar y económica del mundo, nosotros, los latinoamericanos, seguimos envenenados por la ponzoña de la envidia y, como los resentidos, volvemos tenazmente sobre nuestras miserias.

Nosotros, los latinoamericanos tenemos más afinidad cultural, geopolítica e histórica con Estados Unidos y desde luego, con Europa (que la tiene también Estados Unidos), que con los chinos, los rusos, los turcos, los iraníes o los árabes (a los que, en nuestro caso, nos une un vago interés petrolero común). América Latina se inscribe en occidente, tal como define a este Maurice Duverger («Las dos caras de occidente», 1975). Sin embargo, por aquello del «buen revolucionario», la izquierda radical latinoamericana se ha afanado por desmarcarse de Estados Unidos, y aún más, en ese empeño necio por destruirle, no ha tenido remilgos para aliarse con lo peor del planeta (desde grupos subversivos hasta narcotraficantes y terroristas), y, por supuesto, con todo aquel que asome su antiamericanismo (aun cuando sea falso).

Rusia se encuentra a miles de kilómetros de América Latina y ya no es la desaparecida URSS. China solo desea vender y comprar productos, bajos sus propios términos, por lo general leoninos. El mundo árabe, al igual que los chinos, los iraníes y los turcos, también distan cultural e históricamente del Nuevo Mundo, el cual deriva de Europa (desde el Canadá hasta la Argentina) y no de las naciones musulmanas o de los vetustos emperadores chinos u otomanes.

Somos pues, todos los americanos (de norte a sur), hechura de Europa. De ella heredamos más que los credos cristianos que han influido decisivamente en el desarrollo de nuestras identidades nacionales, un caudal de valores y principios que, como ya dije, nos inscriben en el mundo occidental. Sin embargo, así como arrastramos ese resentimiento hacia la conquista europea (especialmente española), profesamos una terca animadversión hacia Europa y desde luego, hacia Estados Unidos, porque le atribuimos a esos países la génesis de nuestras miserias, aunque, como lo señalara Carlos Rangel en su obra «Del buen salvaje al buen revolucionario», esa creencia sea más un mito que una realidad. Nuestras desgracias las hemos cosechado nosotros mismos, sin que ello niegue abusos de algunas potencias. Porfirio Díaz no es obra de los estadounidenses, como no lo fue tampoco el general Gómez, pese a que en efecto hayan podido valerse de su desvergüenza y su corrupción.

América Latina debe mirar más hacia el norte y menos al este. Su epicentro político se ubica en occidente, junto a sus aliados naturales. Debe, no obstante, abandonar el complejo de inferioridad y ese afán de victimizarse, y, como quien busca alianzas provechosas, crear alianzas con Estados Unidos y la Unión Europea para crear un frente robusto de cara a otros intereses, otras realidades contemporáneas. La globalización impone estas alianzas y como resulta lógico, los intereses latinoamericanos principian en su propio patio, en este hemisferio que, a Dios gracias, compartimos con la potencia más grade del planeta.

Washington sabe que unas relaciones armoniosas con el resto del continente son provechosas para todos. Debemos nosotros abandonar no obstante los complejos y sentarnos como iguales con Estados Unidos en una mesa hemisférica. Creo que América Latina debe dejar de lado la necedad izquierdista vendida por los cubanos desde el ascenso de los hermanos Castro al poder y rescatar una de las iniciativas más interesantes propuestas para la fortificación de todo el Nuevo Mundo: el ALCA.

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