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Un BigMac con moros y cristianos, por favor

El reciente giro de 180 grados tomado por la Administración Obama frente a la isla de Cuba, pudiera parecer sorpresivo e incluso inesperado. Sin embargo, dos palabras acaso más cabales para definirlo serían ‘largamente debido’. El mal llamado bloqueo –que implicaría alguna forma de barrera física, como de hecho la hubo por varias semanas durante la Crisis de los Misiles en 1962- o mejor mentado embargo que impusieron los Estados Unidos sobre Cuba desde 1960 y hasta el año pasado tenía tal vez sentido geopolítico en su momento, pero a vuelta de más de medio siglo es más que evidente que no había servido su propósito.

Tal como lo confirman seis leyes americanas –que están aún casi todas en vigor- el objetivo del embargo económico, financiero y las consecuentes prohibiciones al libre tránsito de bienes y personas no era otro que el de garantizar la ‘democratización y el respeto a los derechos humanos en Cuba’. Ahora bien, conviene poner bajo la lupa que significa en este contexto la palabra democratización. ¿Se refiere acaso a la celebración de elecciones libres, periódicas, secretas y universales garantizadas por instituciones imparciales que se controlen entre ellas, a la guisa del check and balance?. Ocurre que, al menos nominalmente, en Cuba se celebran elecciones periódicas –los demás requisitos pueden obviarse por obvias razones-. Pero ¿son realmente estos los motivos de la sucesión de Administraciones estadounidenses que han optado por preservar lo que es a todas luces una política fallida?.

Podría conjeturarse que, corriendo el año 1960 y en plena Guerra Fría, a los Estados Unidos de América no le simpatizara demasiado la idea de tener de vecino a la sucursal de la URSS. La Doctrina Monroe y su Corolario Roosevelt –de los cuáles hemos hablado en otras oportunidades- eran los principios que orientaron travesuras cómo la intentona fallida de Bahía de Cochinos. Era impensable tener al aide de camp – o edecán como decimos en criollo- del enemigo viviendo a la vista. Así, mientras la diatriba este-oeste, capitalismo-comunismo sobrevivió, el embargo tenía al menos una motivación política. Cuba tuvo sin duda apetencias expansionistas –ideológicas al menos, considerando su ausencia de potencial militar significativo- tal como lo confirma la intentona de Machurucuto en Venezuela en los sesenta u otros episodios como Allende en Chile o el Frente Nacional de Liberación Sandinista en Nicaragua. Sin embargo, caída la Unión Soviética por obra y gracia de la Perestroika y la Glasnost, la izquierda fundamentalista y trasnochada echó flores al ataúd del comunismo hardcore –o al menos debió hacerlo- y dijo su último adiós. Excepto por Cuba. 

Y sin embargo, a la vuelta de veinte años, Cuba tiene ahora a su Den Xiaopeng en la figura de Raúl Castro. Este, sin romper con la dialéctica marxista recargada y rococó de revolución y opresión foránea, ha guiado a Cuba a través de los episodios de mayor apertura económica –comparada a si misma, claro está- que haya vivido la isla. Como guinda del pastel, Raúl logró lo impensable. Con el Papa Francisco como mediador de buena fe, las relaciones políticas entre Cuba y EE.UU. se han restablecido. 

Ahora bien ¿significa este restablecimiento de relaciones que serán ahora Cuba y los EE.UU. los mejores amigos? (nota del autor: en política internacional la palabra ‘amigos’ no existe), ¿significa acaso que Cuba abrazará el mercado como forma de organización de la economía y reivindicará su destino como paraíso tropical?, ¿se verán los arcos dorados de McDonalds y al ratón Mickey en el paisaje del malecón de la Habana? (otra nota del autor: existe de hecho un McDonalds en Cuba, pero está en las instalaciones de la base de Guantánamo, con lo cuál, pues no cuenta mucho). Lo más probable es que por lo pronto no. Con un legislativo dominado en ambas caras por el partido Republicano –que sigue sosteniendo la tesis de que a los Castro ni agua debe dárseles- lo más que puede hacer el Ejecutivo es levantar aquellas sanciones que sean parte de decretos presidenciales tales como la restricción de viaje de ciudadanos americanos a la isla. Aquellas sanciones que sean parte de leyes dictadas por el poder legislativo y que son los caballos de batalla en la concepción del partido republicano de las relaciones con Cuba, probablemente seguirán en pie.

¿Qué puede entonces hacer la Administración Obama para dar incentivos a la “democratización y respeto a los Derechos Humanos” en Cuba? De momento, levantar aquellas sanciones que estén en el control del ejecutivo nacional. Por otro lado, y acaso la lección más urgente y el mejor aviso, es mirar el pasado. 

Fulgencio Batista, tal como lo admitiera el Presidente J.F. Kennedy en su momento, fue la encarnación de los muchos pecados de Administraciones estadounidenses, que a punta de tutelaje político y exceso de libertinaje económico crearon un monstruo de Frankenstein en la isla que para ese momento prometía un futuro cálido, tropical y progresista. De cualquier modo que la Administración Obama o sus sucesores decidan llevar las relaciones con Cuba de ahora en adelante, deberán tener en cuenta que aún suenan pesadas las cadenas de la Enmienda Platt, las leoninas condiciones de la venta de azúcar –casi único producto exportado por Cuba después de su independencia de España gracias a la intervención estadounidense- después de la independencia o la vista gorda como política de supervisión a la rampante corrupción que exhibió el régimen de Batista. La “descomunización” de Cuba –si llegara a ser el caso- deberá hacerse con cautela y mucho juicio. Las relaciones Cuba-EE.UU. y más aún, el pueblo cubano que ha vivido en opresión propia y ajena todos estos años, no merecen otro Batista que traiga luego otro Fidel.

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