Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Adrian Ferrero

Efebo. Un cuento sin opacidades.

Las cosas pasan o las cosas no pasan. En este caso, sí pasaron.

¿Uno “se descubre” homosexual? ¿o uno “se asume” homosexual? ¿A qué edad sucede? ¿hay indicios? ¿tienen lugar pistas? ¿sucede de un día para el otro? ¿hay “zonas de pasaje” en que uno puede haber estado en pareja con mujeres, como en mi caso, en que “gocé de sus cuerpos”? ¿cuándo “tiene lugar” ese “descubrirse homosexual” y luego ese “asumirse homosexual”? ¿hay alguna clase de transición de una identidad de género a otra? ¿por qué el tipo de placer que sentíamos con mujeres pasa a ser indiferente y el protagonismo  lo conquista el del cuerpo de un varón? Ya ven. Estoy lleno de preguntas. No son adivinanzas. Son  incertidumbres que, hasta donde sé, ni siquiera el psicoanálisis ha logrado desentrañar sino alcanzar un nivel descriptivo. La sexualidad, me explicaba un psicólogo, “es una construcción”. Siempre me pregunté en mi vida o en la de tantos otros varones si habían atravesado ese límite que dividía como una frontera un continente del deseo de otro continente del deseo. A lo largo de mi vida hubo varios hombres que amé o, más justo sería decir, con los que tuve fantasías. Porque ellos eran perfectos heterosexuales. De modo que fuimos perfectos amigos. Bajo estos términos estuvieron planteadas las cosas, fueron aceptadas por ambos. Y fueron afortunadamente exitosas. Estas súbitas atracciones se manifestaban en espasmos internos, energías que surcaban mi cuerpo como corrientes electrizantes que de pronto se activaban, se ponían en movimiento, se disparaban. Imposible resultaba digitarlas, eran inmanejables, estaban más allá de todo control y al poco tiempo de frecuentarnos como amigos se disipaban. Las aguas se aquietaban. El deseo se neutralizaba o cesaba para dar lugar a otra clase de amor, el amor de amigos. Nos convertíamos en amigos e incluso nos cambiábamos delante el uno del otro la ropa sin tener la menor excitación. Los campos estaban delimitados. A ellos les llamaba la atención que no fuera fogosamente heterosexual. Pero también reconocían que había hombres tímidos o más retraídos (si bien yo no lo soy) que suelen atravesar por tal experiencia de no ser ni mujeriegos ni ir al encuentro de un affaire sin por ello sospecharse de ellos rasgo homosexual alguno. Más bien ellos acentuaban mis virtudes como persona. Axiológicamente me connotaban con sus dichos de modo positivo. O bien ponderaban mis poemas. Recuerdo en particular la dedicatoria de uno de ellos cuando me regaló su primer libro. Estábamos a solas, en la casa de otro amigo que había salido. Y escribió: “me alegro de tener amigos como vos, sobre todo que escriban tan bien”. Se me heló la sangre. Y a la vez, ya en casa, me llenó de orgullo que un hombre de quien había estado tan profundamente enamorado pero con el cual jamás habíamos tenido un solo atisbo de aventura fuera tan generoso, sintiera tanto respeto hacia mí. Yo era una persona a sus ojos que valía la pena conocer, reconocer y tener de amigo también (también) porque escribía con excelencia. Porque era un trabajador. Un laburante. Porque tenía oficio. Encontraba en mí talento (me decía). Me enorgulleció, lo recuerdo a la perfección. Fue un halago, en particular que quedara por escrito. Aún guardo el libro. También recuerdo que afianzó mi vocación porque vino de un hombre que había amado.

Por supuesto que también hubo homosexuales que se acercaron a mí para mantener equis clase de relación. Pero no sentí la menor atracción hacia ellos. En un par de ocasiones eso sí sucedió pero no me las permití, si bien estaba abierto el camino para que ocurriera. En algún momento me he formulado esas hipótesis descabelladas porque uno sabe que jugar con el tiempo es jugar con fuego. Conduce a la frustración, al fracaso, al naufragio de uno mismo. En particular en diálogo con su propia vida, las hipótesis son traicioneras. De modo que ya las he olvidado. Pero sí me he dado cuenta de que no deseo estar con mujeres en pareja. Tengo perfectamente en claro de que deseo el cuerpo de un varón. Pero no de cualquier varón y andar saltando de cama en cama, como me dijo un pariente: “El picoteo no está mal”. “El picoteo no es lo mío”. A menos que se acerque a mí en un improbable día una mujer que como un trueno acompañada de un relámpago descomunal produzca ese impacto que nos consume, nos introduce en época de celo repentino, cambia de signo el curso de los ríos, agita el mar, genera terremotos, lo arrasa todo, no deja nada en pie. Es ese día en que dejamos de ser nosotros mismos. Esto es: dejamos de desear lo que deseábamos. Dudo mucho que tal cosa tenga lugar. Sacudiría mi vida que ya está tan estabilizada, tan conformada, tan configurada, tan contorneada ¿Puede estallar la subjetividad en el orden del deseo? ¿puede la subjetividad comenzar a ser otra de un modo tan radical? Por supuesto que he visto algunos casos. Pero también he visto que son pocos.

Guardo en mi biblioteca toda una serie de libros escritos por homosexuales o antologías sobre el cuento homosexual. Los he leído. Debo decir que hay algunos, en épocas en las que cundía de modo tan feroz la homofobia que seguro estoy de que han estado a punto de jamás ser publicados por su autor o autora, ser vendidos o bien, ni siquiera concebir la peregrina idea de agotarse. Ha sido un milagro que se editaran y circularan por el mundo. La voz por debajo de la voz.  Yo, por ejemplo, compré uno usado. Era un libro “que sobraba”, “estaba de más”, “era prescindible”, “no era necesario” en una biblioteca. O “daba vergüenza tenerlo en la biblioteca” porque en tal caso hubiera delatado que su dueño leía literatura gay o se interesaba por ella. De modo que me inclino a pensar porque o lo tuvo escondido o se desprendió de él ni bien le fue posible (hipótesis probable).

Y hay novelas, obras de teatro, cuentos, sumamente dolorosos. Porque hablar de la homosexualidad, pienso ahora mientras preparo el té rojo que beberé con miel en instantes, es pensar en lo más descarnado del ser humano. En una esencia que no encaja ni  en la superficie ni en la profundidad de la experiencia social. Por tabú de condición y también por desprecio codificado en costumbre. Por sanción ligada a la expulsión de un Edén al que jamás perteneció. La homosexualidad, penalizada por la ley durante una larga etapa de la Historia de la civilización, condenada por los Libros Sagrados ahora es estigmatizada por la sociedad laica (también la religiosa por supuesto), como un desvío. Es la condición del sujeto perseguido. Un sujeto que, sin culpa alguna. Sin razón de ser alguna, ha de permanecer en un margen. En la periferia. Esta idea de margen en lo personal me resulta productivo, porque si me atrevo a afrontarla y a hablar abiertamente de ella es un territorio callado, por lo tanto, que se revela como intensamente original.

Perdón ¿cuál es mi nombre?, se preguntarán ustedes. No me he presentado. Es una falta de educación. Me disculpo. Me llamo Ignacio. Es un nombre que no parece de homosexual (ignoro por qué esencializo esta condición asociándola a la nominalización, pero lo cierto es que lo hago de modo espontáneo), sino más bien el de un hombre que es perfectamente heterosexual. Ignoro por qué pero pienso que mi padre, tan heterosexual él, tan mujeriego él, tan adorado por las mujeres como un totem, debe de haber pensado o delegado en mi madre, tan amante de los hombres ella, tan incapaz sin embargo de tener amantes (a diferencia de él, con sus permanentes aventuras), un nombre a la medida de la potencia viril de su marido. Y del deseo que ella esperaba mediante un significante potente su hijo inspirara en las mujeres. A muchas mujeres. A cuantas más mujeres fuera posible.  También, debo reconocerle, tuvo un cierto buen gusto. Las cosas pasan o las cosas no pasan. En este caso sí pasaron.

Yo, como podrán imaginarse a esta altura de mi relato, no he sido feliz. He tenido parejas mujeres con las que he mantenido relaciones satisfactorias tanto amorosas como sexuales. Pero cuando “me descubrí homosexual” se habían ya producido esos sismos interiores que eran literalmente inmanejables. A ninguna de ellas le fui jamás infiel. A eso lo considero una virtud porque detesto la deslealtad. Pero ¿por qué será que los heterosexuales se mofan tanto de los homosexuales sin darse cuenta de que ellos tampoco eligieron ser heterosexuales sino que nacieron de ese modo y un homosexual, como yo u otros de mi misma identidad de género, tampoco hemos elegido serlo, sino que nos ha tocado en suerte? La homosexualidad no se elige, toca en suerte o, en verdad, toca como una inmensa fuente de desdichas. Difícilmente puede afirmarse de un homosexual que lleva una vida plena. Creo que un heterosexual no alcanza a medir el sufrimiento destructivo incalculable que ocasiona a un homosexual con sus risas, sus chistes soeces, sus burlas, sus imitaciones estilizadas, sus gesticulaciones, sus abusos (como en el caso de Manuel Puig en su pueblo), sus maltratos, sus destratos, sus persecuciones, sus agravios, su vocación de desprestigio, sus formas literalmente de desintegración de la subjetividad de la alteridad. Porque en verdad acude a múltiples estrategias (conscientes, inconscientes), para hacer pedazos, para hacer trizas, para destrozar a una subjetividad, a un cuerpo que estallan como un cristal contra el suelo. El sufrimiento entonces irrumpe en la garganta del homosexual, lugar en donde se aloja la angustia. Uno no puede decir ni media palabra porque comprende que hablar de este tema con esta clase de personas consistiría en un desatino. Regresa a su casa, si es un adolescente. No abre la boca. La cierra bien fuerte. Calla para siempre ese dolor hasta que tal vez un psicólogo o psicóloga escuchen, atentamente, a este relato tan desgarrador.

Uno espera entonces que pase el tembladeral. Las dos tragedias inexorables, las llamo yo. La escuela primaria y el Colegio secundario. Esos infiernos. Espacios claustrofóbicos por excelencia. Obligatorios que resulta imposible eludir. A continuación debemos esperar a que la vida transcurra lejos de estos epicentros en los que nos esperaba la agresión como un destino. Debemos ser fuertes. Muy fuertes. Debemos refugiarnos en alguna clase de  lugar. Un lugar que sea el que nos permita ser quienes somos. Pero antes debemos ir lentamente descubriendo quiénes queremos ser. O quiénes éramos y no lo sabíamos. Algunos (muchos) homosexuales emigran a las grandes ciudades. Se refugian en barrios. En ghettos. Un punto con el que no estoy de acuerdo pero es una conducta que respeto. Resulta razonable.

Mi posición ha sido siempre otra. Y ha sido exitosa. Ha sido la de guardar mi energía para el trabajo. Para la producción intelectual o creativa. Para la docencia. Para la formación. Me presento definitivamente: “Ignacio, de profesión crítico”. O: “Ignacio, de profesión académico durante una larga etapa de su vida”. Escribo también sobre música. Me gusta mucho escribir sobre algunos músicos en particular. Los artículos fueron más una lectura de su trayectoria, un repaso de su formación y de su intervención en la esfera pública en torno de temas polémicos y de su hacer artístico musical, de su formación. Veo sus shows en DVD. Luego escribo sobre lo que he visto. Planeo varios artículos sobre músicos. También argentinos.

Siete profusas bibliotecas colman el estudio y el living de mi casa de la calle once y cuarenta. Ellas me garantizan el pasaporte al mundo entero. A un estilo de vida cosmopolita. A un modo de vivir civilizado en el que reine lo estético en directa relación con lo ético. El placer del texto. Pero no me refugio en libros sobre homosexuales solamente. Sería muy chiquito mi mundo en tal caso. Sino que he leído mucha literatura universal. Más mucha literatura latinoamericana en particular, por supuesto, porque he sido Profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). Ahora, devenido estudioso independiente por decisión, la vida se despereza mañana a mañana, día a día ofreciendo nuevos desafíos. Me rodeo de amigas o de colegas cultos o de otros homosexuales con los que tenga afinidad y también sobre todo en caso de que sean artistas con más razón de ser. Pero solicito de mi gente que esté éticamente limpia. Tengo dos hijas hermosas (un hijo varón pienso que me hubiera puesto en aprietos, más a él que a mí, para ser francos: he sido afortunado). “A mis queridas hijas”, les he dedicado un solo libro. No me gusta abusar de las efusiones. Menos aún en libros de estudio.

Guardo mis Sontag, mis Italo Calvino, mis Griselda Gambaro, mis Eduardo Pavlosvsky, mis Leoardo Sciascia, mis Natalia Guinzburg, mis Simone de Beauvoir, mis Albert Camus, mis cuentos de Grace Paley (que son francamente pocos, una pena), mis Ursula K. Le Guin, mis Gabriel Báñez, mis Liliana Bodoc, mis Hannah Arendt, mis Diamela Eltit, mis Siri Hustvedt, mis Susana Thénon, mis Mirta Rosenberg, mis María Negroni, mis Arnaldo Calveyra. Me gusta leer literatura para niños. Es una cierta zona de la producción literaria de una enorme frescura. Sobre todo la disfruto. No escribo sobre ella. Ese, el de leerla, es un momento de gloria. También en casa abunda la literatura latinoamericana en razón de lo que acabo de referir. Y la norteamericana por favor personal. Hay norteamericanos o latinoamericanos que aspiran a ser europeos. Yo aspiro a ser profundamente argentino.

¿La primera literatura gay que leí? Ya ni lo recuerdo. Supe del caso Oscar Wilde tempranamente, y leí El retrato de Dorian Gray. Naturalmente de adulto leí otras cosas de él. Supe que Borges a los ocho años había traducido su cuento infantil “El príncipe feliz” de modo perfecto.  Pero la vida me fue llevando hacia otra clase de literatura. Para mí la poética no consiste en la literatura gay versus la literatura heterosexual en una batalla por el poder de decir, como afirma la crítica Jean Franco de la literatura de las mujeres. Sí  creo que es bueno que existan voces que narren el deseo homosexual. Y lo hagan desde el amor, no desde el rencor. Me inclino por una suerte de diversidad, de pluralismo, de amplitud que se parece bastante a los colores pastel de una buena paleta de un pintor sabio. La literatura homosexual tiene que tener presencia en las librerías, en las bibliotecas, en los centros de fomento, en las Ferias del Libro, en las Universidades. No que sea una vergüenza que tal cosa tenga lugar. Sin embargo, aquella lectura primera de Oscar Wilde fue en una edición española de muy mala calidad. En pésima traducción. Percibí un inquietante refinamiento a mis 17 o 18 años (no lo tengo presente). Y fue evidentemente fundante de una identidad que me resultó inesperada. No sé si hubo libros que a mí me atrajeran que fueran de temática gay. Hubo, es cierto, una lectura de  todo Puig (sus obras completas más toda la crítica literaria argentina académica que conseguí). Hubo algunas novelas de Reina Roffé que me conmovieron mucho. Hubo un André Gide que me hechizó. Hubo un Oscar Hermes Villordo. Hubo un Néstor Perlongher. Hubo un Ernesto Schoó. Hubo una Sylvia Molloy. Hubo un transgresor Jean Genet traducido por Editorial Sur, sin que se le moviera un pelo. Hubo un autor que conozco que me impactó, me resultó personalísimo que es Copi. Resulta desopilante y corrosivo. Me gusta mucho la uruguaya radicada en Barcelona, Cristina Peri Rossi, ganadora reciente del Premio Cervantes. Y me gusta mucho un autor en particular: Blas Matamoro. Hubo un radiante Federico García Lorca. Hubo un doloroso Luis Cernuda. Hubo un Reinaldo Arenas que francamente me estremeció por lo crudo de sus anécdotas.  Hubo también autores y autoras sutiles en los cuales la homosexualidad estaba sugerida más que explicitada. Un José Bianco me resulta encantador. Un autor que narra por debajo del relato una serie de cosas. Y uno descubre que esas cosas ocultas, son prohibidas. Hubo un Leopoldo Brizuela con sus singulares  universos semióticos musicales que pone en diálogo con los verbales. Pero ¿qué remedio? Hoy, en esta noche de verano, en que me he quedado en ropa interior por el calor húmedo que discurre por la ciudad en un enero tórrido de La Plata como una ráfaga de la boca de un dragón, me siento como si estuviera bajo cuatro mantas térmicas invernales. Me gustan los dragones. Me gustan los dragones de Liliana Bodoc. Sus Dragones me dan fuerza en momentos de zozobra y su obra me sostiene en los momentos en que languidezco. Bebo mi té rojo (ustedes se preguntarán cómo puedo beber té en un día tan bochornoso).

Las antologías de literatura homosexual son sumamente completas para conocer una historia y una deseo que ha permanecido velado, guardado bajo siete llaves, en un ático, en un subsuelo, un deseo que incomoda, perturba, causa pavor, inquieta, provoca fobias, puede o no salir a la luz, puede salir a contraluz,  puede ser perseguido o censurado, puede permanecer en un colegio de internos, también confinado. Ustedes saben a qué clase de autores me estoy refiriendo. O a qué nombres, los lectores más cultos identificarán.

Pero luego llegaron algunos otros autores gay. Llegó Tennesse Williams, de quien debo decir hice teatro leído en un curso de idioma inglés de verano, en Los Cocos, Provincia de Córdoba, Argentina. Y más tarde leí El zoo de cristal. Esas piezas diminutas como lágrimas ¿qué expresarían esas piezas, esa colección para esa muchacha tullida? ¿qué pensaría esa hermana que aspiraba a ser pretendida y su amor era pura añoranza? ¿Esperar a su Godot?

Luego están estos titanes viriles de la literatura. Los grandes pilares de la tierra. Uno dice “Joyce”, y ya impone un respeto reverencial a varones y a mujeres por igual. En particular a ciertos escritores. O uno dice “Samuel Beckett”, y ya impone respeto dispendioso por igual. Y uno pronuncia ese nombre sagrado: “Ricardo Piglia” y sobre todo en Buenos Aires tiemblan los muros de los monasterios. Los templos del saber. Ya no digamos en La Plata. Uno pronuncia el nombre “Arthur Miller”, además de inmediato sale a relucir que era good looking el nombre de una de las parejas más bellas que el mundo haya conocido de la que él gozó como un privilegio. Para mí son solo nombres que hasta no me dicen nada. No me detienen. No detienen mi escritura en el sentido de que no me detengo en ellos ni necesariamente hacen que me detenga en ellos. No ejercen seducción creativa sobre mí. No son figuran carismáticas que me resulten faros. Esta es la palabra. Escritores faro. Pienso que la vida es tanto más rica, tanto más ancha que los experimentos creativos o la lucidez de estos clásicos contemporáneos. O que ha habido autores homosexuales que no han hecho ruido en absoluto pero han realizado grandes conquistas. Pero claro, se han debido mantener en una zona subterránea. Conquistas en el terreno de los derechos (empezar por acá, sugiero siempre). La energía psíquica, el gasto psíquico del cual ellos debieron servirse para poder escribir sus obras. Nosotros, los homosexuales, hemos debido utilizarla para sobrevivir y revivir a ataques, humillaciones de modo medianamente digno, decoroso y estable. En ocasiones en una mesa tragando un trozo de miga de pan que teníamos atragantado luego de escuchar cierto comentario de un sujeto insidioso y prejuicioso. Hay que hacer proezas para que los heterosexuales más crueles no nos desmantelen. Lograr una inserción en una sociedad que por expulsión de patria (esto es, por desintegración) está más atenta a repudiar cada cosa que hacíamos, escribiéramos o no sobre la homosexualidad. Encontrar el modo de legitimar una voz siempre a un homosexual le resulta complejo. Y le resulta difícil. Y le resulta un obstáculo. Un obstáculo a sortear. Y debe vencer resistencias, propias y ajenas. Para ser respetado. Pero ¿somos acaso respetados alguna vez? Lo pongo en duda. Esta desacreditación a esta altura estable, instalada, cristalizada es un juego peligroso contra nuestra identidad que debemos eludir como podemos contra una sociedad que no perdona a ninguna clase de homosexual, excepto que esté excepcionalmente dotado. Debemos tolerar por parte de la sociedad toda suerte de insultos, indiferencias, resistencias, repudios, salvo algunos islotes y, naturalmente, tanto de varones y mujeres, son formas según las cuales ya corremos con una desventaja atroz. Son pocas las parejas que se muestran amistosas con los homosexuales varones o mujeres. Las hay. Pero son pocas y entre los sectores de las sociedad más abiertos, más preparados, más críticos contra el sistema al que perciben como fuertemente inequitativo.

Nuestro mismo acto de mantener un coito es motivo de risa cuando no de ofensa mortal por parte de los grandes homófobos. Las barbaridades que yo he escuchado por parte de heterosexuales en reuniones sociales o en grupos de WhatsApp hacia el modo en que los homosexuales practicamos el sexo oral es aberrante. Ellos también practican sexo oral y nadie desacredita el modo en que lo hacen ¿Por qué habríamos de tolerar ese proceder tan abiertamente inmoral?

Ahora me siento con la suficiente fortaleza como para abandonar un sitio hostil,  ignorar un agravio (porque un agravio se elude, aunque traiga aparejado sufrimiento destructivo el haberlo padecido). Uno se acostumbra al sufrimiento penosamente. Lo naturaliza. Lo que resulta a todas luces una insensatez. Socialmente hablando quiero decir. Y uno se acostumbra al destrato. Circunstancia perversa. Pero sin embargo hay zonas de la subjetividad cuya herida solo perece con uno como una menstruación eterna. O como el tajo que un ladrón nos infligió cierta noche en que entró a nuestra casa para robarse cuatro gallinas porque hemos sido siempre tan pobres. “Es que somos tan pobres”, diría Juan Rulfo. Tengo dos hermanos varones, también virilmente exitosos pero nada despectivos hacia mí. Me han protegido. Y han cerrado filas en momentos en que la milicia heterosexual se preparaba para  hincar sus dientes en el cuello de esta víctima que era yo mismo como quirópteros. Pero sé que para el vecindario soy el marica del barrio. Es un mote digamos que difícilmente tolerable porque se trata de un mote intolerante.

He visto mujeres aplaudir a varones sin el menor talento porque resultaba evidente que eran sexies. Y he visto a gays sumamente dotados ser descalificados por varones o mujeres heterosexuales con motivos que tenían que ver únicamente con su identidad de género porque estaban muy dotados para su trabajo o su arte. Mucho más que aquel seductor de marras.

Lo pensé mucho antes de comenzar a contar mi historia. Una historia llena de tajos. Mi cuerpo está plagados de tijeretazos. De lastimaduras producto de lo que una ley escrita y una ley social dictó durante toda mi vida (ahora tengo cuarenta y cinco años), respecto de lo que es legítimo y aquello que no lo es. Y pesa el estigma sobre quien se ha atrevido a pasar por encima de lo prohibido de un modo tan encarnizado que difícilmente logre alguna vez remontar su atormentada historia. Probablemente sea una persona inestable, de rasgos de carácter paranoides, aislada en muchos casos, en otros no, personas completamente desinhibidas y hasta extrovertidas. En otros polémicas. Yo he sido siempre un hombre sobrio. Retirado del mundo. De perfil bajo. Aplicado a la investigación. Me gusta hablar con mis dos hijas (que están al tanto de mi identidad de género hace rato). No fue necesario hablarlo. Hubo una verdad que cayó de madura como cae un fruto maduro ¿Un ciruelo les gusta? ¿un damasco a punto les gusta más? Disfrutábamos cuando las bañaba de armarles barcos de papel en la bañadera. Y de pegar papel glasé en los azulejos. Ese papel brillante que se usa en los colegios para realizar artesanías ¿lo recuerdan?

Mis suegros siempre de mí recelaron por chismes. Les gustó que su hija se casara con un hombre culto con diplomas, con buena reputación profesional. Digamos: que se salía de los cánones más habituales. Un marido de conducta intachable (de hecho así lo fui, no soy una persona con dobleces, cometa traiciones, ni engañe ni mienta). La limpieza ha sido una de mis premisas.

No le he sido infiel jamás a mi ex mujer. No he expuesto jamás a mis hijas a situación alguna en la que pudieran verse comprometidas en su reputación. Ellas son libres. Han sido educadas en la libertad. Ahora son dos mujeres que eligen. Son dos adultas que como mis dos hermanos han cerrado filas a mi lado. Me siento protegido por dos milicias. Renata es Abogada, doctorada en Derecho (muy poca gente se doctora en Derecho en Universidad Nacional de La Plata, me decía un colega suyo, lo que henchía mi pecho). Y luego está, por supuesto, mi otra hija, la bella Catalina, que es artista plástica. No solo pinta sino hace grabado y collages. Viaja mucho a Buenos Aires. Ha expuesto en museos internacionales. Me contó que tuvo maestros en la Universidad de Poitiers, en Francia, con una beca. Yo no intervengo en tales decisiones más que para informar acerca de la excelencia académica de los centros educativos más prestigiosos, de los docentes de cada carrera (tema sobre el que me informo), de la orientación de la carrera, les advierto de que deben tener paciencia en una vida consagrada o al estudio o al arte, que también supone estudio. Las pongo sobre aviso de los puntajes de los doctorados, de la orientación de contenidos de cada Universidad. Y ellas dos, disfrutan de vidas plenas. No se han querido casar pero sí ambas formaron parejas heterosexuales y antes de eso, que sucedió ya habiendo logrado diplomarse en sus carreras de grado, desistieron de tener hijos. Simplemente fueron grandes profesionales en lo suyo. Como podrán imaginarse, menos aún intervine en ese punto. Ambas se adoran. Ellas en cambio sí han pretendido intervenir en mis decisiones cuando fue evidente que me “había descubierto homosexual”. Para que me “asumiera homosexual” públicamente. Si total, ambas son chicas desprejuiciadas. “Dale, viejo, la vida es corta”, dijo cierta noche Cata, la más audaz. Veníamos de cenar una ensalada de palmitos, hojas de espinaca y huevo duro toda rociada con aceite de oliva. Había frutillas con crema para más tarde. Estábamos en mi estudio, mirando unas fotografías de Henri Cartier-Bresson en la computadora. Y me paró en seco. Cayó el fruto. Un fruto para mí amargo. Y cuando cada vez que venían a casa se encontraban con el estante con los libros de autores gays o lesbianas. O sobre mi mesa de trabajo las pilas de Puig o Yourcenar, bueno, no hubo demasiado más que hablar. También viví solo muchos años pudiendo tener citas Recuerdo que cierto día vinieron las dos. Se sentaron frente a mí. Me encararon. Pusieron las cartas sobre la mesa. Y me dijeron que se sentían orgullosas de su padre. Y se seguirían sintiendo orgullosas de su padre fuera de un modo o fuera del otro (no fue demasiado necesario dar nombres a las opciones). De modo que bueno sería que optara si aceptaba ser feliz con esa compañía o ser desdichado para siempre. Consumirme como una uva pasa. Arrugarme hasta una vejez infeliz. Alegué que a solas era feliz. Cata, la más despabilada y la más rápida habló de modo terminante:

-¿Por temor al qué dirán? ¿por temor a quedarte sin amigos? ¿por temor a perder prestigio? ¿por temor a ser juzgado o prejuzgado, en realidad? ¿por temor a lo que puedan pensar tus hijas de vos o de lo que piensen los sujetos más indeseables que pueblan esta pequeña ciudad de provincias? Pues yo he visto (hablemos claro papá) grandes intelectuales como vos felices, eligiendo parejas de su mismo sexo, sin la menor vergüenza. Ni Renata ni yo sentimos cosa semejante. Es más, ambas tenemos amigos y amigas que son homosexuales. De modo que olvídate de ese tema. Es un tema para un archivo. Esa noche fue larga y conversada. Sirvió. Se verá, en lo que sigue, por qué.

Trabajé varios años en la Universidad. Yo también obtuve mi doctorado en Letras por la Nacional de La Plata con una tesis sobre Armonía Somers. Me dirigió una experta en el área de Literatura Latinoamericana de la Universidad de Buenos Aires, a quien yo conocía de cerca por Congresos y Jornadas que se habían realizado allí y nos habíamos caído bien en mesas ocasionales que habíamos compartido o bien en algún bar en una reunión colectiva sentados el uno junto a la otra. ¿Que qué me gustó de Armonía Somers? Cierta vez dos personas muy brillantes por motivos distintos me hablaron de uno de sus cuentos. En contextos. Una en una charla de pasillo. La otra en su casa, en una reunión de escritores. Curiosamente una escribió un estudio. La otra escribió una novela inspirada en ella. A ambas “fue como si me hubieran dado vuelta la cabeza”, se explicaron con palabras informales, en verdad en cada caso diferente, porque tenían confianza conmigo. Una era una escritora de vida familiar, la otra una académica. Pero eran personas de mi confianza. Leí todo el corpus de Armonía Somers. Naturalmente que constaté todo lo que ellas me habían adelantado. No lo dudé un instante. Logré encontrar entrevistas. Recortes y críticas en archivos de Montevideo. Y terminé la tesis en cinco años. Si bien no obtuve la máxima calificación con honores ni tampoco la recomendación de publicación, sí hubo un triunfo colosal que dejó impresionados a los jurados en mi defensa de tesis. Pero no era un trabajo con perspectiva de género sino de análisis literario. Con decirles que hasta consulté un libro de Simone de Beauvoir sobre el Marqués de Sade que ella citaba en una entrevista.

Ahora escribo trabajos de investigación para revistas internacionales. Pagan bien y  mi trabajo circula por América Latina y EE.UU. España también. Por supuesto que también escribo libros. Libros de ensayo. Solo  eso. No obstante, no escribo solamente sobre autores gays o lesbianas. Me interesa abrir el juego y mis apetencias exceden en mucho el mero concentrarme en poéticas homoeróticas. Eso es solo una parte del espectro de mis intereses. Tal vez más lo que leo que sobre lo que trabajo. He leído en cambio toda Silvina Ocampo y tuve mucho para decir acerca  de ella. Me interesan los temas de teoría literaria. Como dije, la literatura latinoamericana por supuesto. Algunos autores en particular que sigo de modo obstinado. Los trabajos sobre cine argentino. Me gusta la pintura. La fotografía artística o paisajística. Tengo en mente un par de artículos sobre fotógrafos. Uno de Puerto Rico y el otro de México. No puedo con una catarata de estímulos tan intensos. Tengo amigas entrañables que no me conocen. Una en particular. A quien quisiera dedicarle este cuento. Pero no puedo hacerlo. Tan solo puedo decir que es música. Y que este cuento (ahora me desdoblo de narrador en autor, como ven), es un golpe a su corazón.

Tengo una pareja, Tadeo, que suele quedarse los fines de semana o almorzar en casa, de pasada, medio a las corridas. Tiene su puesto de Profesor titular e investigador en la Universidad Nacional de La Plata. Por lo general viene él. Tadeo no ha estado casado. Es perfectamente viril. Pero también es perfectamente gay. Tiene modales bastante sofisticados. Estudió Filosofía. También se doctoró. Pero él en la Universidad de Columbia, en NY. No es mucho mayor que yo. Solo tres años. Maneja el inglés como segunda lengua. Jamás pensé que pudiera encontrarme con alguien de su nivel intelectual, de su sensibilidad, de su excelencia, alguien que hubiera recorrido tanto mundo (ha viajado por Oriente Medio, toda Europa, Oceanía y el Norte de África) y que pudiera formar una pareja estable. Alguien que tuviera mis mismos principios. Es traductor del inglés también. Tradujo para una editorial de Venezuela una novela de Paul Auster, La invención de la soledad (Auster precisamente estudió en Columbia, como su mujer, Siri Hustvedt, también escritora). La traducción ganó un Premio a la mejor traducción del año 2019. Los padres de Tadeo eran grandes artistas plásticos de la ciudad de La Plata (de allí sus largos diálogos o las visitas a su casa de Cata para ver las colecciones familiares). Tan culto y tan apasionado a la vez. Ignoro cómo es la cultura norteamericana en sus costumbres, pero sospecho a NY mucho más desinhibida que La Plata. Aquí los apellidos tradicionales se imponen como figuras caricaturescas. Son pronunciados de modo solemne, en los peores casos con un ligero acento indescriptible. Los veraneos en Pinamar o Cariló son obligatorios. Los restaurantes caros. La vulgaridad de los autos de marcas último modelo. Los barrios residenciales. Los countries. Poca gente se interesa por la literatura o, más ampliamente, las humanidades. No hay demasiadas librerías. La Plata es una ciudad chismosa y endógama. Yo me río porque vivo en un primer piso de un pequeño edificio de Departamentos. Sencillamente porque estaba barato, no por una cuestión de estatus. Un Departamento del que en cualquier momento soy plenamente capaz de marcharme. Mi cabeza está puesta en otra cosa. En los diálogos con mis hijas (a veces Catalina, la menos letrada, me consulta vía correo electrónico acerca de cuestiones de gramática para pormenores acerca de sus ponencias para Congresos o Jornadas donde presentará resultados de sus investigaciones; pero ella es mujer de atelier, no de biblioteca, no estudió Historia del Arte sino pintura y grabado, lo suyo es más la técnica artística). Catalina está preparando una exposición en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires para octubre. Ya tiene terminadas dos piezas, me explicó.

Confieso que me costó escribir mi tesis. Una autora uruguaya no es tan fácil de investigar. Debí viajar a Montevideo en numerosas oportunidades, consultar bibliotecas y cuando mis padres, mis hermanos o mis amistades hacían viajes me traían libros, estudios, biografías. Tampoco hay tanto escrito sobre Armonía Somers desde la crítica académica. Elegí a Armonía Somers por lo que me habían dicho estas dos personas de mi confianza, confié en la lucidez de ambas y en su criterio. También porque me dedico a literatura latinoamericana resulta más serio escribir una tesis sobre una autora uruguaya que sobre una norteamericana. Pero mi mundo es más ancho que mi tesis doctoral.

Mi autora de cabecera es Marguerite Yourcenar. Tengo todos sus libros que se consiguen en Argentina. Si bien la leo en español. Tengo la traducción de Julio Cortázar de Memorias de Adriano siempre a la mano. Sin embargo, llegué a comprarlo en París en su versión en francés, usado. Recuerdo con alegría un libro de conversaciones con ella que compré nuevo por correo. Porque a varios los he mandado pedir. Pero no hace falta tener tantas cosas en la cabeza. Después no hay lugar para producir o encontrar las propias (esto lo rubrico por experiencia). No digamos si uno es un estudioso. No me interesa ser un erudito ni menos aun un enciclopedista. Me inclino por ser una persona capaz de producir conocimiento original, de servirme del pensamiento crítico y de ejercer la reflexión en profundidad. Me gustaría poder gozar de enfoques renovadores, lo que estos tiempos es cuestión compleja. También resulta primordial sistematizar el conocimiento para consolidar mi formación en una historia que comenzó a mis 19 años cuando entré a la Universidad.

Las chicas me han traído en un viaje que hicieron juntas a Montevideo (una ciudad que ambas adoran y añoran cuando pisan La Plata, les gusta mucho, me dicen, pasar unos días antes de parte en Colonia) una biografía de Armonía Somers.

Provengo de una familia de escritores y de profesionales vinculados a la Universidad Nacional de La Plata. No todos de las Letras. Mis hermanos eligieron caminos que a mí me importan. Uno es Economista y el otro es experto en Ciencias políticas. El primero trabaja en docencia universitaria e investigación en su Facultad. El otro viaja mucho al extranjero por cuestiones vinculadas a DDHH. Ambos están casados con cuñadas que son encantadoras. Una Dra. en Filosofía (profesión ideal para congeniar con Tadeo), la otra es Dra. en Botánica y trabaja en el CONICET, el Consejo de Investigaciones Científicas y Técnicas. Amables sin hipocresías con Tadeo y conmigo. En las reuniones Juana busca el asiento junto a Tadeo. Nos han integrado a sus vidas de modo diría que ideal. Todo encaja como en un puzzle. Mis hermanos tienen dos hijos varones cada uno, con los que juego al paddle una vez por semana. Eso me mantiene en forma. Tadeo juega al tenis con un amigo de la secundaria. Sebastián, Juan, Pedro y Hernán.

Mi directora de tesis doctoral sugirió en su momento a una co-directora, a la que conocí y  con la cual hubo una conexión inmediata. Hablamos mucho por teléfono primero para referirse ella al contexto de producción de la poética de Armonía Somers. Me di cuenta de que me llevaba mejor con ella que con mi directora. De modo que viajé a Buenos Aires en numerosas oportunidades a tomar cafés con ella. Me invitó a su casa esta vez con té Earl Grey. Muchos diálogos telefónicos. Muchos correos electrónicos. Borradores de la tesis que iban como cartas que vienen y van con subrayados con resaltador. En conjunto de verdad parecían cartas. Hasta que tuve entre mis manos “el mamotreto”. Lo hice anillar en una papelería. Quedó perfecto. Hice tres copias. Más la digital. Ella también es de la Universidad de Buenos Aires pero de una cátedra paralela. Ambas (directora y co-directora) son muy amigas. Y sumamente generosas conmigo. Me saben serio. Y alguien que además de vocación siente pasión por lo que hace. Motivo por el cual suelo trabajar más de la cuenta. Me refiero a que soy exigente. Riguroso. Confían en mí. Se confían a mí en lo relativo a cuestiones vinculadas al trabajo que estén realizando. Suelen referirme sus proyectos. Mi co-directora está trabajando sobre cine brasileño de la década del sesenta. “Hay algunas claves allí”, me expresa. Y la charla se desliza luego hacia Clarice Lispector. Y sus cuento infantiles.

En verdad en mi familia no debí hacer demasiado para ser aceptado al “descubrirme homosexual”. Mis hijas habían sido criadas en el desprejuicio. Su madre era tan distante como un glaciar en perpetuo estado de crisis, agrietándose o derrumbándose, de modo que dejarla fue un alivio más que una pérdida. Los últimos años habían sido un suplicio. No la dejé por un varón. La dejé para mi paz. Para estar a solas. La dejé por no tolerar ni a ella ni a su familia. Ella hizo el Profesorado en Historia por la Universidad Nacional de La Plata.  Renata y Catalina hacen lo imposible por tolerarla. Yo la comprendo. Procuro comprenderla. Yo hice lo que quise una vez que la vida me permitió separarme de ese tedio. Muchos años más tarde vino este “descubrirme homosexual” para pasar al capítulo “asumirme homosexual”, que es más reciente a decir verdad. Aquellos indicios que habían tenido lugar en la adolescencia por fin encontraban su realización más plena. Se cumplían en un plan.

Por lo general Renata, pese a ser una académica me resuelve todos los asuntos legales. Tadeo, mi pareja, se ocupa de evitar que me aferre al sufrimiento con mis encontronazos, los chistes vulgares o la comidilla platense del barrio. En particular los comentarios impresentables de un taller mecánico cuyo nivel es irreproducible que queda a cuatro casas. Y mis hermanos suelen visitarnos con sus mujeres. Nos reunimos los seis, nos reímos mucho y han sido educados ambos con la suficiente inteligencia y pluralismo como para no mentir ni tampoco exhibir. Pero sí dejarles en claro a sus mujeres que a su hermano y a su pareja se los respeta del mismo modo en que ellos los respetan a él y a ellas. Han dejado las cosas bien claras. Por lo demás, también son mujeres cultas. Los seis podemos mantener conversaciones interesantes hasta altas horas de la madrugada. Con mis sobrinos me llevo muy bien. Suelen pasar por casa a cenar o a tomar mate con sus novias. Claro que con esto de la pandemia… Por esto procuro que Tadeo trabaje más en casa, no esté en contacto con el exterior haciendo gestiones o trámites y convivamos en lugar de estar separados, cada uno en su casa, evitar, ir y venir. Procurar que se quede a dormir todos los días. Almorzar juntos. Si bien muchas veces pedimos comida, lo cierto es que resulta imposible dejar de cocinar alguna especialidad.

Ustedes se dirán por qué narro esta historia con tantos doctorados y tantos viajes internacionales y ciudades cosmopolitas, congresos y directoras de tesis. Pues la vida en ocasiones “es” así, en una familia, guste o no guste, puede que sea aburrida o sea una vida atractiva plagada de acción. Una familia de universitarios suele ser una familia de universitarios en la cual se valora el conocimiento, el estudio, no tanto el dinero, la vida social, o la posición social, económica o dónde se veranea. De hecho este año no lo haremos. Se valora el saber y se considera que es conveniente avanzar en los títulos de posgraduación. Sé que después de leer este cuento habrá muchas personas que se apartarán de mí como si tuviera la lepra o la peste negra de la Edad Media, la tuberculosis ¿Qué remedio? Siempre conviene ser uno mismo y no dejarse gobernar por los estereotipos. Pero, sobre todo, no ocultar el sufrimiento y mostrar qué género de vida supone para un gray o una lesbiana vivir en una sociedad que no hace sino hostilizarnos. Hacer estallar la subjetividad.

La ficción es una forma de empezar a repensar  seriamente acerca de muchos puntos de vista, en particular acerca de daños dramáticos e irreparables que ciertas personas por lo general miserables causan a otras íntegras. La homofobia es una de las peores fuentes de sufrimiento destructivo. De nosotros depende o asumir nuestra identidad con sentido de determinación o sentarnos a llorar admitiendo una degradación de la que somos objeto sobre la que no existe el menor derecho ni fundamento a padecer. Cuando digo no tenemos derecho me refiero a que no tenemos derecho a ejercer libremente nuestro placer porque será juzgado connotándolo negativamente.

Despedimos con Tadeo a mis hermanos con sus mujeres. Despido a mis hijas con sus maridos. Levantamos la mesa. Lavo los platos mientras él los seca, sereno, escrupulosamente. Luego se quita la camisa. Estoy a punto de creer que va a comenzar una ceremonia entre nosotros de las que en otras ocasiones han tenido lugar. Pero Tadeo simplemente manifiesta que tiene calor. A lo sumo esperará a esa ceremonia (conjeturo) para cuando nos retiremos a dormir muy probablemente ¿Que qué hemos cenado? Ensaladas. Renata y su marido han traído una Waldordf. Catalina con el suyo una de zanahorias y lechuga mantecosa porque sabe es mi favorita y es la que hacía mi abuelo materno. Mis hermanos han asado uno pollo, uno. El otro un jugoso vacío, lo han traído recién hecho, en una fuente de vidrio pero en el auto han llegado en instantes. Y una de mis cuñadas, con la que me llevo especialmente bien, trajo una ensalada de endivias y jamón crudo. La otra cerró con cuatro grandes envases de helado en esta intolerable noche de verano platense que solo todos ellos han vuelto habitable además de por los motivos que arriba he alegado.

Tadeo supongo que piensa que me retiraré a la cama de inmediato.

-Te quiero leer unos poemas. Le digo. Son de Marguerite Yourcenar.

-¿De Marguerite Yourcenar? ¡Dale!, agrega entusiasmado. Parece incrédulo frente a la información que le doy. Seguramente tenía en mente el estereotipo de la Yourcenar narradora y ensayista.

Le leo tres o cuatro. No más. Es que son tan intensos. Dejan sin habla. Ambos de dos o tres versos. Pero son letales. Quedamos en silencio. Diera la impresión de que motas de polvo se hubieran posado sobre el mundo. Como diminutos copos de nieve. Se escucha la brisa de enero que entra, leve, por el enorme ojo de buey de madera y vidrio color caramelo del living, que ahora permanece abierto. La incierta noche no sé qué nos depara. Me levanto y cierro el ojo de buey. Siempre fui partidario de preservar la intimidad.

La brisa. La brisa. No sé por qué recuerdo la voluta del cigarrillo de uno de los personajes de aquella primera novela de Oscar Wilde. Regreso de pronto a la escuela secundaria, en la que tanto sufrí, mientras leía esa novela. Tadeo comprende que algo terrible ha regresado a mi vida, pero también algo glorioso. Entonces viene por detrás. Me toma por los hombros, se acerca un poco más, gira mi rostro. Me besa la frente. A continuación pronuncia un shsssss lleno de sosiego. Yo estoy ahora sí en una especie de refugio. La voluta de humo de la novela de Oscar Wilde, la ensalada de lechuga y zanahorias, mi abuelo, el vacío asado de mi hermano, el vino cristalino de uno de mis yernos que me ha adormilado pero al mismo tiempo ha acentuado algunas de mis zonas más emocionantes. Probablemente, también, las más preciosas. Mi temperamento está ligeramente más lento. Difusamente creo entrever la escena que proseguirá a este instante. Entonces Tadeo me toma de una mano. Lo sigo. La luz del velador del dormitorio está encendida. La apaga con seguridad. Y nos devora la noche.

Hey you,
¿nos brindas un café?