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Roberto Ponce Cordero
Roberto Ponce Cordero - viceversa magazine

Ucronía y distopía (III): Quis custodiet ipsos custodet?

A nivel puramente iconográfico, los ochenta del siglo XX fueron, para muchos, solamente una galería de horteradas varias: copetes de varias pulgadas, hombreras angulosas, pantalones bombachos, blazers de Miami Vice. En cuanto al feeling ochentero general, ahora también parece recordárselo como uno de relativo optimismo y hasta de inocencia, como quizás corresponde a un mundo previo al 11 de septiembre y en el que las líneas demarcatorias entre amigo y enemigo, hombre y mujer, heterosexual y homosexual, entre otras categorías ahora por fortuna inciertas, estaban supuestamente más claras. Al fin y al cabo, una de las oeuvres cinematográficas más consistentes –y más aclamadas aún hoy– de la década mencionada es la serie de filmes para adolescentes de John Hughes, y Ferris Bueller, uno de los personajes de una de dichas obras maestras, es el chico ochentero por antonomasia: cool, sin duda, y poseedor de la suficiente malicia como para poner en entredicho los aspectos más anquilosados de la aburrida cultura dominante, pero excelente manipulador de dicha cultura y, de hecho, el heredero natural de sus privilegios; un verdadero Tom Sawyer postmoderno.

Matthew Broderick, quien interpretó a Ferris en Ferris Bueller’s Day Off (1986), saltó sin embargo a la fama con otro clásico artefacto teenager de los ochenta, la película War Games (1983) que, en resumen, planteaba la posibilidad de que se desencadenara una guerra nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética por un malentendido entre los cerrados sistemas de seguridad de ambos países y las ganas de jugar videojuegos de un hacker imberbe y ajeno a los “juegos de guerra” de las superpotencias de la Guerra Fría. Y es que los ochenta del siglo XX fueron, también, una década de inmensa ansiedad atómica y del existencialismo cotidiano producido por la conciencia universal de que en cualquier momento podía lanzarse una bomba y, con eso, otra y otra, con lo que ya no servía de mucho rezar. Fue la última década en la que los niños de ambos lados de la cortina de hierro, en sus escuelas, participaron obligatoriamente en simulacros de ataques nucleares e incidentes radioactivos pensando, en todo momento, que lo imposible podía realmente pasar. Fue la década de la película televisiva The Day After (1983), de la canción de Polanski y el Ardor Ataque preventivo de la URSS (1983), de la catástrofe de Chernóbil (1986). The end was definitely nigh.

Fue también en los ochenta y en ese mood escatológico tan propio de aquellos tiempos que surgió Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons (1987), una de las obras más notables de la literatura contemporánea (incluso según la revista Time, que en 2010 la incluyó en su lista de las mejores novelas en lengua inglesa de 1923 para acá) y una en la que constantemente se repite, precisamente, que the end is nigh: publicada en fascículos entre 1986 y 1987, para luego ser compilada y marketeada como “novela gráfica” (un término acuñado específicamente para esa obra), se trata de un cómic adulto –cosa que hasta hace no tan poco era novedad– que deconstruye el género de los superhéroes y, de hecho, la misma idea de la posibilidad de que existan no sólo superhéroes sino incluso héroes o personas íntegras en una sociedad corrupta y amoral.

Watchmen es, además, una ucronía rara, tanto porque combina elementos de ucronía y distopía (es un mundo de mierda porque es el nuestro pero con una desviación pasada en nuestra historia real) como porque –y he aquí el aspecto más brillante de este texto tan brillante en tantos aspectos– se pregunta, por un lado, cómo se vería el mundo de los ochenta si Estados Unidos hubiera ganado la guerra de Vietnam, si Nixon no hubiera tenido que renunciar por Watergate y si hasta se hubiera podido hacer reelegir indefinidamente, como en una ucronía convencional, pero también qué pasaría si la ficción y la realidad coludieran y los superhéroes, personajes ficticios por definición, hubieran empezado a existir en la vida real de la sociedad norteamericana en 1938 (crucialmente, el año en el que apareció Action Comics #1, es decir el debut de Superman en el mundo real real) y fueran, incluso, los responsables de que Estados Unidos hubiera podido, justamente, ganar la guerra de Vietnam, o de que Nixon, precisamente, no hubiera tenido que renunciar, así como de que, en definitiva, las elites financieras y políticas del país y del mundo, las opresoras de las grandes mayorías, pudieran dormir en paz.

En efecto, en Watchmen tenemos no a una sino a dos generaciones de superhéroes corruptibles, imperfectos, manejables desde el poder y susceptibles a las tentaciones que les presenta éste, amén de pecadores, débiles en todo menos en la fuerza bruta y propensos a la mezquindad, al narcisismo y a la violencia misógina y anti-minorías como reacción a la progresiva conciencia que los aqueja y que les recuerda su propia falta de agencia, su propia figura lastimera y emasculada, su propia intercambiabilidad.

Y es este grupo de superhéroes, que no llega a merecer siquiera el apelativo de “héroes” o de “personas decentes” (el único de ellos que cuenta con superpoderes, llamado Dr. Manhattan, un ser todopoderoso y azul basado claramente en Superman, doesn’t give a crap about us… en lo que es por cierto una descripción muy realista de cómo un alien de esas características percibiría a la humanidad, la verdad), el encargado de vigilar a la población durante décadas, constituyendo una fuerza paramilitar y protofascista que genera gran descontento político y la proliferación de una consigna de lucha de la sociedad civil: “Who watches the Watchmen?”

En El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), Karl Marx famosamente afirma que la historia siempre se repite, como decía Hegel, pero agrega que la primera vez se presenta como tragedia y la segunda como farsa. En el caso de “Who watches the Watchmen?”, que en el contexto finisecular de Watchmen es un slogan abiertamente emancipatorio y antiautoritario, hay que apuntar que proviene de las Sátiras de Juvenal (finales del siglo I y principios del siglo II), en las que se refiere a los guardianes contratados por los patricios romanos para vigilar a sus mujeres y asegurar su fidelidad, así como a la incertidumbre inevitable: si contratamos guardianes para “cuidar” a las señoras de sociedad, “quis custodiet ipsos custodet?”

En Watchmen, entonces, tenemos la farsa por delante y la tragedia por detrás. Con el gobierno circense de Donald Trump, tan fársico de por sí, tan aparentemente indigno de sus precursores fascistas que tenían mayor condumio, mayor coherencia y mayor violencia callejera, parecería que la farsa le siguiera a la tragedia, como “debe ser”, según Marx… ¿pero y qué tal si este “presidente” aplasta el botón? ¿Si confunde el Twitter con el teléfono rojo? ¿Si se le ocurre decir “You’re dead!” en lugar de “You’re fired!”? ¿Cuál será la tragedia, cuál la farsa, al final?

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