Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Adrian Ferrero

Tríptico de Japón

Las ceremonias del Japón son tantas como adopta el deseo. Y no me refiero al deseo de los amantes. Sino al deseo de beber un té rojo. Oler la menta. Escuchar a los ánsares mientras emprenden vuelo en bandada huyendo del frío y los depredadores. Pero las postales de Japón se dejan ver con colores vivos (todos recordamos sus festividades, sus geishas), se dejan oír (todos recordamos sus instrumentos casi imperceptibles, como cajitas de música), se dejan tocar (como la piel de un perro noble que hemos alimentado a lo largo de un mes completo hasta volverse fiel). En fin, Japón sabe de secretos. Y revela otros. Probablemente entre lo velado y lo exhibido, lo que se sustrae a la mirada es lo que permite adivinar siluetas y colores. Por lo tanto, es lo más interesante. Como ese teatro en el que las formas que adoptan los perfiles se logran mediante una lámpara de querosén que se ubica por detrás de un paño todo blanco. Ahora nieva en Japón. Pero nadie está triste. El país entero es sabio. Y hasta las temperaturas más hostiles, son aceptadas como un regalo de los dioses. Divina revelación.

 

El roce de la seda del kimono de Akiko

Los cisnes del lago Yamanaka
baten sus alas como si fuera
el roce de la seda
del kimono de Akiko.
Ella es espléndida como una garza
en un día de sol de otoño.
Se trata de una mujer muy delicada
al punto de que al estornudar,
hace el mismo sonido transparente
de cuando sus antebrazos
se apoyan sutiles
sobre el tatami
para beber su té.
Hace frío en Fuji,
y Akiko espera a Ishiro.
Él se ha marchado
por asuntos de negocios.
Esquiva, ella le ha mentido
y para que estuvieran a solas
ha llevado a los niños
a casa de su madre en Kioto.
Los velones verde oscuro
con vetas color ocre,
si están debidamente perfumados
con olivo dulce,
son la antesala perfecta
de las ceremonias del deseo.
Para eso solo hacen falta
un par de astucias
¿Será esa la “Danza de los enamorados”
de la que hablan los Ancianos de Fuji?
¡Pero miren!
Ishiro viene de lejos
del Lago Okutama.
Va al encuentro de Akiko
Está pálido como una paloma.
Sus hermanas
le han dado la mala noticia
de que su madre ha muerto
ayer noche
mientras él bebía su sake en el hostal.
¡Paradoja!
Su madre Chiasa
sin embargo
será siempre esa mujer cristalina
como las aguas del río Tama
que luego de haberse atado
el pelo en dos trenzas
para luego atarlo en un rodete
se estará siempre despidiendo
con el brazo en alto
rumbo al mercado
a comprar brotes de bambú
y rábanos picantes
para la cena.
La mejor medicina
contra el odio.

 

La caricia

Es mediado
o fines de febrero en Japón.
Se acercaba el Arashi,
el viento de tormenta tan temido.
La flor blanca del ciruelo
pese a estar en primavera
no germinaba.
El sol de la mañana
bañaba el pimpollo.
Y el rocío nocturno lo refrescaba dulcemente.
Esto me lo refirió
un monje que caminaba
por los jardines
del estanque de Eikando
día y noche.
Parecía montar guardia.
En el estanque había peces
moteados de color rojo y negro.
Pero la flor no emergía.
Hizo falta la caricia delicada
sobre el tímido pimpollo
del dorso de la mano
de un geisha con sombrilla roja.
Había salido
cierta noche de marzo
a caminar su desvelada hermosura
por los alrededores
del estanque Eikando.
Vio el pimpollo como una farola
encendida y pálida.
La percibió ajada
y quiso tocarla
para alimentar su luz.
Al día siguiente
el pimpollo del ciruelo
había florecido.
Estaba blanco, tan blanco
ese estallido anhelado.
Fue todo muy silencioso.
Ahora la flor parece
una colonia de copos de algodón
derramándose sobre el estanque
donde flotan nenúfares
y una tortuga verde oscuro
de cuello largo y sinuoso
observa atenta.
Me siento a mirar las flores
abrazando mis rodillas
con los brazos.
Por fin ha llegado
el tiempo de las primeras fragancias.
Este país parece más vivo.
Y yo con él.

 

El imperceptible camino de la Dama de Tokio

En el ocaso ceremonial
(ritual iniciático)
del viaje de Kioto a Tokio
la joven doncella
envuelta con el sombrero de tules
como entre un vapor
de aguas termales
(tibio manantial salado)
hace un alto.
Otea el horizonte todo de fuego
como el de ciertos dragones
en las comitivas festivas.
Recuerda otros manantiales
que formaban piletones
de aguas terapéuticas
en los que nadó de pequeña.
Algunos eran de agua salada.
Sube ahora el Monte Tate.
Frota entre sus dedos delicadamente
la flor del ciruelo.
Pero no se atreve a arrancar
ni siquiera un pétalo
de esa flor sagrada.
Tampoco debe caer una sola hoja
sobre el camino de grava.
Todo ha de permanecer intacto a su paso.
El sendero con pisadas imperceptibles
que la brisa de mayo borrará.
Al igual que borrará tantas otras cosas.
Las ramas del cerezo brillan deslumbrantes
a medida que se va apoyando
en el suelo de granito todo de trueno.
Es ese modesto trekking
que para una dama de la Corte
no deja de provocar resuellos.
Es el camino ancestral de Kioto a Tokio.
Resulta necesario que los viajantes
encuentren a su paso
todo tal cual fuera dispuesto
por la Naturaleza
desde tiempos inmemoriales.
Ella debe caminar a solas: eso está escrito
en los códices más antiguos de la Corte.
Los letrados los custodian con celo rabioso.
Por momentos resbala por la cima
del Monte Haki.
O lo hace luego
antes de llegar a la copa del Fugi.
Sabe que del mismo modo se parte
que se llega a otro mundo.
Claro que la conducta…
En tanto sus suaves cabellos se agitan
en espigas azabache
desenredadas por peinetas de nácar
con incrustaciones
de perlas del Pacífico y amatistas.
Un archipiélago de ánsares
vuela por sobre su cabeza
dejando a su paso
la agitada tempestad de los vientos.
También la belleza de algunos relámpagos
que nos toman desprevenidos
por las noches a la intemperie.
Se trata de fenómenos
que acarician el rostro.
Kioto ahora se desdibuja
por entre cerros distantes.
Es la definitiva hora del adiós.
Ella contempla esa partida
como si se despidiera
de un familiar muy querido.
Se trata del abrazo sentido de una pérdida.
En tanto Tokio se recorta
por entre farolas rojas,
la reciben puentes encendidos
con velones cubiertos por papel de plata
que le indican su destino.
Hiroshima mon amour

Hey you,
¿nos brindas un café?