Una lectura universal entre mis manos. Tengo ¿16? ¿17 años? Estamos todo reunidos en torno de una hoguera que en verdad es un aula de clases. Escenas no de una obra teatral sino de la vida empírica. Vemos arder a Shakespeare, a sus criaturas con calderos, sus espíritus con baritas mágicas, sus murciélagos en una marmita que borbotea como un caldo pero en verdad es una pócima tanto para matar como para nacer ¿En qué extremo del eslabón estamos todos? En esa aula, entre cuatro paredes, también se juegan otras fuerzas. Las fuerzas del mago que, así dicen, cambió la literatura universal. El centro del canon occidental. Esto es: el centro del universo. Al menos sobre el que los grandes manuscritos son preservados del tiempo. Dramas históricos, tragedias, comedias. Miro por encima de mi hombro y solo alcanzo a detectar tres nombres: Cordelia, Regania y Gonerila. Las tres figuras paradigmáticas que también definen un universo de valores. Las de la ética. Frente a su padre adoptarán posturas que van de la fidelidad a la traición. King Lear pierde el juicio. En tanto ellas se reparten el reino. Y Cordelia, una víctima, fiel a su padre, muere. Pero esta escena ya tiene lugar en la Universidad, en la cátedra de Literatura Inglesa de la Universidad Nacional de La Plata, en Argentina. Inglaterra/Argentina. Norte/Sur. Imperialismo/colonia. También la literatura puede ser una forma sutil de ser una colonia. Esa escuela devenir un espacio tirano del absolutismo. En el mapa simbólico de una biblioteca del mundo, reinan los clásicos del Viejo Continente. En tanto las aguas del Támesis circulan, imperturbables, mi mente, agitada por emociones fuertes como la ira o el rencor procuran olvidar a Inglaterra. Y a los autores que la defienden como una nación de facciones limpias. Pese a todo, su arte exquisito está preservado en una biblioteca al que no se le puede formular reproche alguno. Ellos pertenecen a una cierta clase de arte cuya lengua llena de prestigios. Desde La Plata, Argentina, leo King Lear, una obra cuyos Actos bien podrían ser los míos. Tienen el poder de la palabra. Una palabra poderosa. El hálito de las mejores Letras. También en ese punto son una nación imperial. El Teatro del Globo está colmado. Puedo apreciarlo en este otro teatro, que es mi imaginación. En tanto Shakespeare triunfa.
“Tríptico de Inglaterra”
Londres, 2020, Dublín
Siente algo.
Dentro de sí.
Ahí, sí, ahí.
Un estremecimiento.
El corazón le da un vuelco.
Pero recordemos
que primero se manifiesta
como conmoción trémula.
Sin embargo, la pasión
(lo sabemos)
siempre está agazapada en el lenguaje.
Ni siquiera la poesía
alcanza para nombrar
la bienvenida o el adiós
de ciertas emociones inolvidables.
Salvo por ejemplo decir: “Londres, 1993”
Está escrito en una postal
cuyo envés él mira.
Todo lo que describo
es lo que percibo.
Por dentro y por fuera de mí.
Este capítulo de la historia
tendrá lugar en el climax
de una escena
de la más absoluta austeridad,
como si en este estudio
se hubiera congelado el tiempo:
un daguerrotipo
del Teatro del Globo.
El escritor
se sienta frente a la máquina, la enciende.
Le late la sangre en las sienes.
La parsimonia
mueve el cursor.
“Hace calor aquí”, se dice.
Y se trae un vaso de agua fría:
el perfecto interludio
antes de consumar el rito.
Los hielos rechinan
contra los cristales del vaso.
Hace crujir uno entre los molares.
Se quita la remera.
La frescura de la desnudez
lo embriaga.
“Se vive mejor en cueros”, piensa.
Este año, cosa rara en él,
solo ha escrito cuatro cuentos.
Siente la consternación del fracaso.
Se quita lo meses que no lo hizo.
Se quita el miedo.
Se quita la codicia
hacia el talento del que carece.
Los andaba extrañando a sus cuentos.
Como si hubiera perdido
a un amigo con el que suele conversar
de su vida privada.
De pronto
se reencuentran
para beber una cerveza negra.
La conversación fluye
como las aguas del Támesis fluyen.
Lo que significa
que comienza a escribir
absorbido por una trama.
Sucumbe a la felicidad rumbosa
de que hayan regresado las historias.
Por fin esa pequeña cápsula de dicha
como una pequeña nuez que contiene
un fruto esencial
lo toca como un relámpago.
Experimenta el temblor del trueno.
Mientras escribe,
siente que está a la intemperie.
Ya es de noche.
Un ciego palpa un muro.
Aunque su sustancia
sabe que será el desconsuelo.
Este cuento le depara
la revelación de un mundo, por un lado.
La realización, por el otro.
“Londres, 28 de diciembre de 2020”.
Sucedió algo a lo que sucumbió
ese día en otro continente.
“Londres, 28 de diciembre de 2020”,
escribe al dictado de alguna clase de voz,
como nombre de archivo.
Luego: “Guardar como”.
Pero antes, anota esa frase
como título del cuento.
Es tan solo un tentativa.
Su aproximación a la fábula.
Escucha esa voz que no
es su voz.
La que le acaba de hablar
Hace instantes.
La susurró al oído.
Ficción.
Los protagonistas, el argumento,
los movimientos (internos), la proximidad
el hallazgo, la desnudez,
la separación inexorable
(que no será abrupta
sino sincera en el presente caso).
el té helado, la botella de agua mineral,
un libro de Marguerite Duras
arrumbado junto a otros
de Italo Calvino o de Yourcenar
sobre la mesa de trabajo.
Sin embargo él ha podido escribir
con toda la calma del mundo
el relato que creía imposible.
Era un relato temido,
así como se habla de escenas temidas.
Es que todo ha sido
tan espontáneo.
Natural como la textura de una caricia.
Escenas de la dramaturgia
que siempre protagonizaban otros.
Escucha a las tres brujas
pronunciar su profecía.
Los espíritus ríen a carcajadas.
Hubo un hombre, cierta vez
que le profetizó su destino.
Él lo ignoró. Su vida
circulaba por otros rumbos.
Sabe que lo que seguirá a continuación
no será fácil.
Los cuentos,
en ocasiones,
dicen la verdad.
También tienen repercusiones incalculables.
Elige un título que toma del archivo:
“Londres, 2020”
Convengamos
que hay ciertas claves en Londres.
Como en Dublín.
Contrapunto
¿Por qué habrá tenido lugar
en aquel diciembre?
Son esos interrogantes
que quedan en la suspensión perpetua.
La naturaleza apenas ofrece
unas moras húmedas y frescas.
Nadie responde porque nadie escucha.
Es como preguntarle algo
a una libélula o a una avispa.
El joven William
escribe bajo la sombra de una acacia.
Se prepara
para la actuación de esa noche.
Será memorable.
Su Majestad Isabel,
el Teatro del Globo cubierto de antorchas,
la chusma, los graves señores,
las damas de la Corte, la Escolta Real,
el reencuentro con los grandes actores
de la compañía.
El desprecio hacia los mediocres
que se han acomodado en el elenco
porque tienen amantes
entre las autoridades.
Las gestiones de alcoba
(naturalmente)
Lo parece.
Pero él no es el dueño de ese Teatro.
Mientras tanto, en Dublín
suceden otras cosas.
Otras.
Algunas son trágicas.
Otras serán magníficas.
Otras, por fin, conducirán
a cierta personalidad
directamente a la gloria,
al trono de un premio inmortal.
A otro, de mayor talento,
no lo premiará la posteridad
más que a través de su obra magnífica.
No hay aires de familia
con todos los dublinenses.
Solo con unos pocos elegidos.
Indudablemente,
la vida no es equitativa.
Existen destinos dramáticos.
Pero les propongo
regresar a Londres.
William escribe
bajo su acacia.
Por entre el ramaje,
canta un mirlo.
Llega por fin la obra maestra.
Alguien camina
contra la tempestad
mientras pierde el juicio.
Ha debido repartir el reino
entre sus tres hijas.
Dos son astutas, como serpientes.
Tienen colmillos filosos.
Envenenados.
William cierra los folios. Guarda la tinta.
Se estira. Bebe un sorbo de su whisky.
Es tarde para seguir escribiendo.
Irrumpe el crepúsculo. Pasan unos minutos
en que William cierra los ojos
imaginando a la Dama Morena.
¡Miren! ¡Ya ha caído la noche!
Regresa a su casa paseando.
No sabe con quién dormirá.
Amantes no le faltan.
Ha hecho una gira
por algunas ciudades de Inglaterra
y recuerda
que los deleites que traía el atardecer
se prolongaban hasta bien entrada la mañana.
Casi olvidó en qué consistía dormir.
Numera los folios.
Escribe el título de la obra.
La tinta, obediente,
ha fijado sus palabras perennes.
“Ese obvio”, le dirá un lector ignorante.
Él no nació para juegos tramposos:
buscar títulos originales. Habráse visto.
El Cisne de Stratford-on-avon
cierra sus ojos.
Cae rendido.
Esta ha sido su mejor velada.
Sueña que está
acostado
en un contrapunto con la mesa de trabajo.
No desliza signos sobre el papel
mirando las nubes.
En una de ellas,
adivina un rostro que le es familiar.
Un cuerpo.
Nace el argumento
de una nueva pieza.
Y todo ha sido tan fácil
para que el talento
se dispersara, para luego de atomizarse
cobrar contornos nítidos.
Mirar, imaginar, pensar.
Llegará ahora la orfebrería
de la pluma
que debe confeccionar su urdimbre.
Jamás sintió pereza.
La pasión es el gran secreto de su vida.
A ella ha consagrado dos oficios:
el arte de escribir, el arte de amar,
con el fervor de los primeros encuentros,
bajo la luz de la luna.
Curso de literatura
Recuerdo que cierta mañana
estábamos en la Universidad.
La Universidad Nacional de La Plata.
Me enamoré.
Perdidamente me enamoré.
No fui correspondido
(suele ser frecuente),
de modo que me apliqué a mis estudios.
La sombra de la época isabelina
lo devoraba todo,
como un avemagnífica
¿Un águila real, digamos?
Yo leía a Shakespeare
con devoción,
debo reconocer
que en malas traducciones,
si bien antes
la impertinencia de Chaucer,
su falta de pudor,
me había deslumbrado.
Hubo durante ese curso
una novela de Virginia Woolf.
que me gustó más aún.
Fue Al faro.
Yo hubiera preferido
Las olas (lo hice luego)
El Profesor titular
más tarde nos impartió
Memento mori, de Muriel Spark.
Tengo un buen recuerdo
de esa materia de la Universidad.
Tres obras de teatro de Shakespeare.
Los Sonetos en edición bilingüe.
que él mismo había traducido.
Uno lee a Shakespeare,
pero esa experiencia
no tiene nada que ver
con una puesta.
Escucharlo aterido o convulso en una voz,
a través de la que Shakespeare
irrumpe en este mundo
como un crujido, como un manantial,
la vertiente que irrumpe,
llegada de un gigante.
Convengamos: el gran Emperador,
como Cervantes,
tomaba asiento.
Nosotros, los que escribimos ahora
somos la pequeña voz del mundo.
El descaro de Chaucer,
los experimentos de Virginia Woolf,
hasta que le llega el turno
de Coleridge.
“Tigre, tigre, brillo ardiente”, traduzco
malamente (tengo ese defecto).
Debo sentir
más que pensar
(me gusta la emoción,
por eso escribo el impacto emocionante
de la poesía)
que sigue teniendo sentido.
Hay días en que, confieso
tengo ganas de leer
a Jane Austen, a Dickens
(como de hecho
sí hicimos en la Universidad).
Pero Shakespeare emite un fulgor
que enceguece.
Como ese sol de verano que encandila
cuando elevamos la mirada,
dejándonos a todos
en un cono de sombra.
pero también calcinados.
Tal vez por eso
mis poemas y mis cuentos
se vuelven unos pobres vestigios
que se van por el sumidero.
Parecen la cena
de un pordiosero ermitaño.
Delibero conmigo mismo.
Me obstino hasta que brota
un cierto manantial sin prisas.
Deja la frescura espumosa
de una mañana llena de rocío
sobre el Puente de Westminster.
Lo observo ahora
con una cierta distancia.
Me siento en una de sus barandas
cuelgan mis piernas
de modo irrespetuoso.
Las agito.
Londres no me gusta
porque es una ciudad
en la que reina el lujo.
Tal circunstancia me resulta vulgar.
Sin embargo, también reinan
bibliotecas en las que
hileras de libros de opulentos poetas
nos hacen, trémulos, leer misterios,
ir al encuentro de la emoción
menos contenida.
Por momentos sus novelas
guían el ritmo
que provoca un cierto estupor.
La poesía de modo triunfal
pronuncia sus versos inolvidables.
No se me pueden solicitar
demasiadas exigencias.
Moriré en La Plata, no en Londres.
Una ciudad de provincias
no una urbe regia.
Ya ven, me espera
un destino modesto.
No habrá pompas
en mis funerales.
Sin embargo,
la modestia es una virtud
frente al dominio excepcional del genio.
Así, cuando dos sensibilidades fuertes
Buscan el contagio,
se produce una cierta clase
de seducción.
Se muere en el territorio
de la pasión
en el que uno ha escrito.
En el que ha escrito
el último punto final,
o el último parlamento.