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Adrian Ferrero

Tríptico de Inglaterra

Una lectura universal entre mis manos. Tengo ¿16? ¿17 años? Estamos todo reunidos en torno de una hoguera que en verdad es un aula de clases. Escenas  no de una obra teatral sino de la vida empírica. Vemos arder a Shakespeare, a sus criaturas con calderos, sus espíritus con baritas mágicas, sus murciélagos en una marmita que borbotea como un caldo pero en verdad es una pócima tanto para matar como para nacer ¿En qué extremo del eslabón estamos todos? En esa aula, entre cuatro paredes, también se juegan otras fuerzas. Las fuerzas del mago que, así dicen, cambió la literatura universal. El centro del canon occidental. Esto es: el centro del universo. Al menos sobre el que los grandes manuscritos son preservados del tiempo. Dramas históricos, tragedias, comedias. Miro por encima de mi hombro y solo alcanzo a detectar tres nombres: Cordelia, Regania y Gonerila. Las tres figuras paradigmáticas que también definen un universo de valores. Las de la ética. Frente a su padre adoptarán posturas que van de la fidelidad a la traición. King Lear pierde el juicio. En tanto ellas se reparten el reino. Y Cordelia, una víctima, fiel a su padre, muere. Pero esta escena ya tiene lugar en la Universidad, en la cátedra de Literatura Inglesa de la Universidad Nacional de La Plata, en Argentina. Inglaterra/Argentina. Norte/Sur. Imperialismo/colonia. También la literatura puede ser una forma sutil de ser una colonia. Esa escuela devenir un espacio tirano del absolutismo. En el mapa simbólico de una biblioteca del mundo, reinan los clásicos del Viejo Continente. En tanto las aguas del Támesis circulan, imperturbables, mi mente, agitada por emociones fuertes como la ira o el rencor procuran olvidar a Inglaterra. Y a los autores que la defienden como una nación de facciones limpias. Pese a todo, su arte exquisito está preservado en una biblioteca al que no se le puede formular reproche alguno. Ellos pertenecen a una cierta clase de arte cuya lengua llena de prestigios. Desde La Plata, Argentina, leo King Lear, una obra cuyos Actos bien podrían ser los míos. Tienen el poder de la palabra. Una palabra poderosa. El hálito de las mejores Letras. También en ese punto son una nación imperial. El Teatro del Globo está colmado. Puedo apreciarlo en este otro teatro, que es mi imaginación. En tanto Shakespeare triunfa.  

“Tríptico de Inglaterra”

Londres, 2020, Dublín 

Siente algo.

Dentro de sí.

Ahí, sí, ahí.

Un estremecimiento.

El corazón le da un vuelco.

Pero recordemos

que primero se manifiesta

como conmoción trémula.

Sin embargo, la pasión

(lo sabemos)

siempre está agazapada en el lenguaje.

Ni siquiera la poesía

alcanza para nombrar

la bienvenida o el adiós 

de ciertas emociones inolvidables. 

Salvo por ejemplo decir: “Londres, 1993”

Está escrito en una postal

cuyo envés él mira.

Todo lo que describo

es lo que percibo.

Por dentro y por fuera de mí.

Este capítulo de la historia

tendrá lugar en el climax

de una escena

de la más absoluta austeridad,

como si en este estudio

se hubiera congelado el tiempo:

un daguerrotipo 

del Teatro del Globo.

El escritor 

se sienta frente a la máquina, la enciende.

Le late la sangre en las sienes.

La parsimonia

mueve el cursor.

“Hace calor aquí”, se dice.

Y se trae un vaso de agua fría:

el perfecto interludio

antes de consumar el rito.

Los hielos rechinan

contra los cristales del vaso.

Hace crujir uno entre los molares.

Se quita la remera.

La frescura de la desnudez

lo embriaga. 

“Se vive mejor en cueros”, piensa.

Este año, cosa rara en él,

solo ha escrito cuatro cuentos. 

Siente la consternación del fracaso.

Se quita lo meses que no lo hizo.

Se quita el miedo.

Se quita la codicia 

hacia el talento del que carece.

Los andaba extrañando a sus cuentos.

Como si hubiera perdido

a un amigo con el que suele conversar

de su vida privada.

De pronto

se reencuentran 

para beber una cerveza negra.

La conversación fluye

como las aguas del Támesis fluyen.

Lo que significa 

que comienza a escribir

absorbido por una trama.

Sucumbe a la felicidad rumbosa

de que hayan regresado las historias.

Por fin esa pequeña cápsula de dicha 

como una pequeña nuez que contiene

un fruto esencial

lo toca como un relámpago.

Experimenta el temblor del trueno.

Mientras escribe, 

siente que está a la intemperie.

Ya es de noche.

Un ciego palpa un muro.

Aunque su sustancia 

sabe que será el desconsuelo.

Este cuento le depara 

la revelación de un mundo, por un lado.

La realización, por el otro. 

“Londres, 28 de diciembre de 2020”. 

Sucedió algo a lo que sucumbió

ese día en otro continente.

“Londres, 28 de diciembre de 2020”,

escribe al dictado de alguna clase de voz, 

como nombre de archivo. 

Luego: “Guardar como”.

Pero antes, anota esa frase

como título del cuento.

Es tan solo un tentativa.

Su aproximación a la fábula. 

Escucha esa voz que no

es su voz.

La que le acaba de hablar

Hace instantes.

La susurró al oído.

Ficción.

Los protagonistas, el argumento,

los movimientos (internos), la proximidad

el hallazgo, la desnudez, 

la separación inexorable 

(que no será abrupta 

sino sincera en el presente caso).

el té helado, la botella de agua mineral, 

un libro de Marguerite Duras

arrumbado junto a otros

de Italo Calvino o de Yourcenar

sobre la mesa de trabajo.

Sin embargo él ha podido escribir

con toda la calma del mundo

el relato que creía imposible.

Era un relato temido,

así como se habla de escenas temidas.

Es que todo ha sido

tan espontáneo.

Natural como la textura de una caricia.

Escenas de la dramaturgia

que siempre protagonizaban otros.

Escucha a las tres brujas

pronunciar su profecía.

Los espíritus ríen a carcajadas.

Hubo un hombre, cierta vez

que le profetizó su destino.

Él lo ignoró. Su vida

circulaba por otros rumbos. 

Sabe que lo que seguirá a continuación

no será fácil.

Los cuentos,

en ocasiones, 

dicen la verdad. 

También tienen repercusiones incalculables.

Elige un título que toma del archivo:

“Londres, 2020”

Convengamos

que hay ciertas claves en Londres. 

Como en Dublín.

Contrapunto

¿Por qué habrá tenido lugar

en aquel diciembre?

Son esos interrogantes 

que quedan en la suspensión perpetua.

La naturaleza apenas ofrece

unas moras húmedas y frescas.

Nadie responde porque nadie escucha.

Es como preguntarle algo

a una libélula o a una avispa.

El joven William 

escribe bajo la sombra de una acacia.

Se prepara 

para la actuación de esa noche.

Será memorable.

Su Majestad Isabel,

el Teatro del Globo cubierto de antorchas,

la chusma, los graves señores,

las damas de la Corte, la Escolta Real, 

el reencuentro con los grandes actores

de la compañía.

El desprecio hacia los mediocres

que se han acomodado en el elenco

porque tienen amantes

entre las autoridades. 

Las gestiones de alcoba

(naturalmente)

Lo parece.

Pero él no es el dueño de ese Teatro.

Mientras tanto, en Dublín

suceden otras cosas.

Otras.

Algunas son trágicas.

Otras serán magníficas.

Otras, por fin, conducirán

a cierta personalidad

directamente a la gloria,

al trono de un premio inmortal.

A otro, de mayor talento, 

no lo premiará la posteridad

más que a través de su obra magnífica.

No hay aires de familia 

con todos los dublinenses.

Solo con unos pocos elegidos.

Indudablemente, 

la vida no es equitativa.

Existen destinos dramáticos.

Pero les propongo 

regresar a Londres.

William escribe 

bajo su acacia.

Por entre el ramaje,

canta un mirlo.

Llega por fin la obra maestra.

Alguien camina 

contra la tempestad

mientras pierde el juicio.

Ha debido repartir el reino

entre sus tres hijas.

Dos son astutas, como serpientes.

Tienen colmillos filosos.

Envenenados.

William cierra los folios. Guarda la tinta.

Se estira. Bebe un sorbo de su whisky.

Es tarde para seguir escribiendo.

Irrumpe el crepúsculo. Pasan unos minutos

en que William cierra los ojos

imaginando a la Dama Morena.

¡Miren! ¡Ya ha caído la noche!

Regresa a su casa paseando.

No sabe con quién dormirá.

Amantes no le faltan.

Ha hecho una gira 

por algunas ciudades de Inglaterra

y recuerda 

que los deleites que traía el atardecer 

se prolongaban hasta bien entrada la mañana.

Casi olvidó en qué consistía dormir.

Numera los folios.

Escribe el título de la obra.

La tinta, obediente, 

ha fijado sus palabras perennes.

“Ese obvio”, le dirá un lector ignorante.

Él no nació para juegos tramposos:

buscar títulos originales. Habráse visto.

El Cisne de Stratford-on-avon

cierra sus ojos.

Cae rendido.

Esta ha sido su mejor velada.

Sueña que está 

acostado 

en un contrapunto con la mesa de trabajo.

No desliza signos sobre el  papel

mirando las nubes. 

En una de ellas,

adivina un rostro que le es familiar.

Un cuerpo. 

Nace el argumento

de una nueva pieza.

Y todo ha sido tan fácil 

para que el talento

se dispersara, para luego de atomizarse

cobrar contornos nítidos.

Mirar, imaginar, pensar. 

Llegará ahora la orfebrería

de la pluma

que debe confeccionar su urdimbre.

Jamás sintió pereza.

La pasión es el gran secreto de su vida.

A ella ha consagrado dos oficios:

el arte de escribir, el arte de amar, 

con el fervor de los primeros encuentros, 

bajo la luz de la  luna.

Curso de literatura

Recuerdo que cierta mañana

estábamos en la Universidad.

La Universidad Nacional de La Plata.

Me enamoré.

Perdidamente me enamoré.

No fui correspondido

(suele ser frecuente), 

de modo que me apliqué a mis estudios.

La sombra de la época isabelina

lo devoraba todo,

como un avemagnífica 

¿Un águila real, digamos?

Yo leía a Shakespeare

con devoción,

debo reconocer

que en malas traducciones,

si bien antes 

la impertinencia de Chaucer, 

su falta de pudor,

me había deslumbrado.

Hubo durante ese curso

una novela de Virginia Woolf.

que me gustó más aún. 

Fue Al faro.

Yo hubiera preferido 

Las olas (lo hice luego) 

El Profesor titular 

más tarde nos impartió 

Memento mori, de Muriel Spark. 

Tengo un buen recuerdo 

de esa materia de la Universidad.

Tres obras de teatro de Shakespeare.

Los Sonetos en edición bilingüe.

que él mismo había traducido.

Uno lee a Shakespeare, 

pero esa experiencia

no tiene nada que ver

con una puesta.

Escucharlo aterido o convulso en una voz,

a través de la que Shakespeare

irrumpe en este mundo 

como un crujido, como un manantial,

la vertiente que irrumpe, 

llegada de un gigante.

Convengamos: el gran Emperador,

como Cervantes, 

tomaba asiento.

Nosotros, los que escribimos ahora

somos la pequeña voz del mundo.

El descaro de Chaucer,

los experimentos de Virginia Woolf,

hasta que le llega el turno

de Coleridge.

“Tigre, tigre, brillo ardiente”, traduzco

malamente (tengo ese defecto).

Debo sentir

más que pensar

(me gusta la emoción, 

por eso escribo el impacto emocionante

de la poesía)

que sigue teniendo sentido. 

Hay días en que, confieso

tengo ganas de leer

a Jane Austen, a Dickens 

(como de hecho 

sí hicimos en la Universidad).

Pero Shakespeare emite un fulgor

que enceguece. 

Como ese sol de verano que encandila

cuando elevamos la mirada,

dejándonos a todos 

en un cono de sombra.

pero también calcinados.

Tal vez por eso

mis poemas y mis cuentos

se vuelven unos pobres vestigios

que se van por el sumidero.

Parecen la cena

de un pordiosero ermitaño.

Delibero conmigo mismo.

Me obstino hasta que brota

un cierto manantial sin prisas.

Deja la frescura espumosa

de una mañana llena de rocío 

sobre el Puente de Westminster.

Lo observo ahora

con una cierta distancia.

Me siento en una de sus barandas

cuelgan mis piernas

de modo irrespetuoso. 

Las agito.

Londres no me gusta

porque es una ciudad

en la que reina el lujo.

Tal circunstancia me resulta vulgar.

Sin embargo, también reinan

bibliotecas en las que

hileras de libros de opulentos poetas  

nos hacen, trémulos, leer misterios,

ir al encuentro de la emoción

menos contenida.

Por momentos sus novelas

guían el ritmo

que provoca un cierto estupor.

La poesía de modo triunfal

pronuncia sus versos inolvidables.

No se me pueden solicitar

demasiadas exigencias.

Moriré en La Plata, no en Londres.

Una ciudad de provincias

no una urbe regia.

Ya ven, me espera 

un destino modesto.

No habrá pompas

en mis funerales. 

Sin embargo, 

la modestia es una virtud

frente al dominio excepcional del genio.

Así, cuando dos sensibilidades fuertes

Buscan el contagio,

se produce una cierta clase

de seducción.

Se muere en el territorio 

de la pasión

en el que uno ha escrito.

En el que ha escrito

el último punto final, 

o el último parlamento. 

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