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Alejandro Varderi

Tres vecinas a la deriva (fragmento de novela)

My theme is memory. These memories,
which are my life… because we possess
nothing certainly except the past.

Evelyn Waugh

Las agujas de los relojes apuntalaron el mediodía, quedando las vecinas varadas en mitad de la jornada y sin saber muy bien hacia dónde tomar. Montse pensó en darse un salto, figuradamente claro, hasta el café al otro lado para beberse un cortado y ojear la prensa, todavía en papel, aun cuando no se sabía por cuánto más dada la fiebre de digitalización ocupándolo todo. Llúcia se despidió de las compañeras, pues iba a hacer mercado y no quería que la tarde la encontrara con la gente saliendo de los trabajos y aglomerándose frente a las cajas registradoras. Amèlia, algo menos previsora, tenía intención de permanecer allí un rato más, antes de pasar por el súper a hacerse con algunas provisiones con miras a prepararse la comida, pues era bien sabida la falta de colaboración de la nuera y mucho menos el nieto en tales lides.

Decisiones por tomar en esta época de inseguridades producto de la pandemia y la volatilidad internacional, presagiando nuevos dramas en un futuro no muy lejano y no muy lejos de ellas. Apenas en la otra punta de Europa, Rusia hacía pocas semanas había reunido alrededor de 100.000 soldados y equipo militar frente a la frontera con Ucrania, lo cual representó la mayor movilización de fuerzas desde la anexión de Crimea por parte de ese país en 2014. Esto precipitando una crisis internacional, y generado preocupaciones sobre una posible invasión que estaba probando la incompetencia de la diplomacia para encontrarle soluciones a la crisis.

No que, una vez más, les importara demasiado a las tres vecinas el futuro de un país del cual poco sabían, más allá de Montse haber crecido cerca de la colonia ucraniana del East Village neoyorkino. Clubs, centros culturales, escuelas, restaurantes, panaderías, carnicerías, charcuterías constituían la llamada “Little Ukraine”, y fueron lugares de encuentro y abastecimiento cuando este barrio concentraba el grueso de la inmigración proveniente de aquellas tierras, hasta después de la Segunda Guerra Mundial. 

En ello pensaba este mediodía de junio Montse mientras se preparaba para un despegue, menos traumático por supuesto, que el de algún avión nuclear ruso presto a volar hacia Venezuela, si la coyuntura ucraniana exigía amenazar de cerca a Estados Unidos. Pero todavía era pronto para adelantar conclusiones; cosa que a la vecina no le iba a quitar el sueño ciertamente, si bien otro vuelo, el de la memoria hacia regiones crecientemente exploradas ahora, empezó a hacerse lugar en ella. De los recesos de sus recuerdos extrajo episodios en St. George’s Ukrainian Catholic Church con una compañera del colegio, quien la llevaba a los servicios de la Navidad y la Pascua ortodoxa para después invitarla a cenar con su familia, en un intercambio de afectos y sabores correspondidos por los suyos en la Diada Nacional de Catalunya y la de Sant Esteve, cuando la mare prepararía unos canelones irrecuperables en todos los que, después de ella, habría probado en ambos continentes. 

“Borscht, chicken Kiev, vareniki, banush, holodets, comíamos en aquellas celebraciones donde, a pesar de nuestra edad, entendíamos que la importancia de aquellos platos iba más allá del paladar, pues ambas vivíamos a distancia el drama de una cultura sitiada; la de mi amiga por Rusia, la nuestra por la dictadura franquista. Y de ambos dramas íbamos inconscientemente extrayendo las lecciones puestas a cincelar nuestras personalidades para cuando nos hiciéramos adultas. De hecho tras la muerte de Stalin, ella regresó a la tierra de sus mayores donde se casó y al irse el marido, trabajó en unos laboratorios no muy lejos de donde construyeron la planta nuclear de Chernobyl. El cáncer, como consecuencia de la explosión de uno de los reactores se la llevó, poco después de haber logrado Ucrania su independencia tras la disolución de la Unión Soviética.

A veces me enviaba tarjetas postales de sus vacaciones en algún balneario del Mar Negro y yo se las contestaba con las que compraba durante los viajes por la región de los Grandes Lagos. Y aunque desde que nos separamos en nuestros veintes nunca nos volvimos a ver, siempre conservamos el mismo cariño, quizás porque habíamos compartido los años de infancia y la primera juventud, cuando las personalidades se conforman y los lazos afectivos se tejen con mayor fuerza. Aún hoy, tantos y tantos años después, me viene ella a la memoria, vestida con un colorido traje tradicional bordado bailando en alguna celebración del Centro Ucraniano, para después venir a contarme de sus conquistas, pues era una muchacha de muy buen ver y alegre como pocas. 

Nunca le faltaron pretendientes, pero no se comprometió con ninguno, quizás porque ya entonces pensaba en regresar al país que no había podido conocer, pero estaba en las anécdotas de los padres y en las historias contadas por la comunidad del Village. Algo similar a lo experimentado por nosotros al encontrarnos con los nuestros en el Centro Español. Y aquí debo agregar que nunca sentimos rechazo por parte de ningún compatriota, aun cuando en algunos casos, como el de mi suegro, hubiera un vínculo cultural muy fuerte con Franco, lo cual le impedía desligarse de sus acciones aunque también fuera víctima de sus políticas. Pero siempre ha sido difícil separar el grano de la paja, especialmente si lo privado se mezcla con lo público; y a pesar de no estar de acuerdo, así seguirá siendo por los siglos de los siglos, aunque se hable tanto de progreso por existir un sinfín de aparatos electrónicos controlándolo todo”.

Los controles impuestos escapaban sin embargo a los razonamientos de las tres vecinas, distantes en sus antojos, angustias y visiones de un presente poco amable e intrusivo, con el cual nada tenían en común: barcas desintegrándose al sol de muchas arenas aún por trillar.

“Un batido de guanábana, me viene a la mente —se dijo Llúcia, entrando al supermercado— aunque también comí el helado hecho en una antigua casa por la Pastora, propiedad de dos hermanas con quienes tuve una gran amistad, y aún hoy recuerdo yendo de un lado a otro de la inmensa cocina con sus delantales blancos y una cuchara de madera en la mano, siempre revolviendo una olla o vigilando algún guiso. Y eso que vivían solas y eran muy frugales en el comer. Imagino que regalaban gran parte de las preparaciones a algunas instituciones de ayuda a los necesitados, tan importantes para los barrios. Unicef y Fe y Alegría eran las más significativas, si bien había también muchas iniciativas organizadas incluso por los mismos vecinos.

De hecho nosotros pusimos, en un local al lado de la pastelería, un centro de acopio donde recibíamos ropa, juguetes y artículos del hogar. Hasta allí llegaban las madres de barrios cercanos como el de la Ceiba para llevarse lo que quisieran. Y lo mantuvimos durante varios años, brindando apoyo a cantidad de familias; lo cual me hizo sentir muy orgullosa, pues era una manera de devolverle a Venezuela algo de lo que nos había permitido obtener con esfuerzo y ganas de luchar.

Por eso a veces me preguntaba por qué había tanta pobreza, si los de allá estaban en su propia tierra y contaban con más ventajas que nosotros, arribando a un país desconocido y sabiendo bien poco de su cultura. Algunos inmigrantes incluso creían que iban a ver indios con plumas, arcos y flechas saliendo de los arbustos cuando subían por la autopista hacia Caracas, o que allí no tenían cosas tan imprescindibles como un colchón; más de uno se lo trajo en el barco, por si acaso. La verdad sea dicha: aquel país estaba muchísimo más avanzado que el nuestro gracias al confort americano, permitiéndoles incluso a quienes vivían de un sueldo medio tener casas con televisores, lavadoras, cocinas empotradas, baños completos y mucho más, cuando aquí todavía cocinábamos con carbón y hacíamos nuestras necesidades en una comuna en la galería”.

El blando de la hora amortiguó las angustias de Amèlia, siempre neguitosa, como le decía la mare. Algo que no cambió cuando se casó, más bien se agudizo esa desazón dejándola incapacitada para tomar decisiones por sí misma; con lo cual estas quedaron en manos del marido y luego el hijo quien, a diferencia del padre, anteponía sus intereses personales a los de ella. Esto la había dejado a merced de los devaneos del retoño; impaciente por confinarla en una residencia, si bien se contenía por aquello del qué dirán los vecinos y el prospecto de cederle al asilo la pensión, cotizada por el padre durante años de muchos sudores a fin de darle cierta seguridad e independencia a Amèlia. Una paradoja nada de extrañar allí, dada la dependencia económica existente, y donde lo esperado era vivir indefinidamente a costa de padres y abuelos, ya fuera directamente apropiándose de sus ingresos, o indirectamente acaparando las rentas de propiedades y bonos obtenidos por ellos en épocas más boyantes.

Y así iba pasando Amèlia la última etapa de un acaecer con más bajadas que subidas, pero acaecer al fin, lo cual era de agradecer ahora cuando tan pocos quedaban medianamente funcionales en su novena década. Por eso encontrarse con Montse, ya a mitad de la misma, o con Llúcia, acercándose rápidamente a ella, representaba un regocijo superior a los escasos momentos de alegría brindados por quienes convivían pero no vivían realmente en su, aún, casa. Si bien la indiferencia generalizada no la mortificaba más, quizás porque había encontrado en las compañeras de banquito un eco, esfumado de sus días desde la desaparición de Eusebio. “¡Que en gloria esté!”, se repitió, para reiterarse en la compañía de quien tanto la había acompañado, aguantado, orientado, a veces en contra de ella misma, pero siempre honesta y generosamente.

“Generosidad. Esto es lo que le falta a mi hijo. He estado un rato buscando la palabra justa para definir la característica más común de su generación: exigirlo todo a cambio de nada o de muy poco.  Quizás ese egoísmo es lo que nos ha llevado a donde está el mundo ahora. Un mundo hostil e intransigente donde tan poca solidaridad se encuentra. Más bien lo opuesto, me digo, con tanta gente huyendo desesperada de sus países por culpa de los odios y las intolerancias. Hasta aquí al barrio han llegado. Y los veo extendiendo sus mantas con la mercancía que han podido reunir o es de otros y ellos se encargan de vender. También quienes pasan pidiendo caridad: muchas mujeres con niños veo. Pero cómo darles a todos. Y, claro, aquí con tanto desempleo y crisis, la gente se vuelve todavía más egoísta. En fin, pareciera no haber manera de cambiar las cosas ni de dejar a un lado tantos desasosiegos producto de situaciones escapando completamente al control de una. Y yo, pobre de mí, ya bastante tengo con lo mío”.

Del entramado de madera donde se recostaban las copas de los árboles, se desprendieron algunas hojas que no habían encontrado apoyo en aquella estructura o quizás habían sido aplastadas por la presión de las ramas vecinas. Una cayó a los pies de Amèlia y quedó gravitando en torno a la muleta más cercana; como si hubiese llegado a hacerle compañía. Ella se la quedó mirando fijamente, reconfortada tal vez con el prospecto de una tarde donde solo necesitaba permanecer allí, al saberse sin nadie echándola en falta. El nieto había emergido temprano de su cueva para ir de excursión a Empúries con los compañeros de curso, y el hijo y la nuera cargaron en el coche la sombrilla, las toallas y el pollo frito y arrancaron hacia Lloret de Mar. 

Por supuesto, ninguno le preguntó si necesitaba algo, asumiendo el que la madre, suegra y abuela, en ese mismo orden, podía perfectamente apañárselas sola. Amèlia no intentó disuadirlos; más bien se concentró en parecer autosuficiente, mientras con gran esfuerzo se movía por la cocina intentando prepararse el café con leche del desayuno, con ellos despidiéndose rápidamente para no perderse lo mejor del día. “¿O no?”, caviló ella viendo la hoja seguir su camino arrastrada por una repentina brisa. Porque lo mejor era justamente esta soledad tan personal lograda en medio del trasegar de la plaza, el movimiento de las nubes y los cambios de luz generados por el sol ya en su punto cenital.

Bajo la sombra de los tipuanes Amèlia se sintió protegida. No sabía muy bien de qué pero a salvo. La brisa seguía soplando y el movimiento de las ramas la envolvía con su verdor, amodorrándola en su lado del banquito, por lo demás vacío. Llúcia y Montse debían haber llegado ya a sus respectivas casas, con lo cual el espacio reservado a ellas contenía la memoria del rato que lo ocuparon pero continuaba, no obstante, acompañándola. En los banquitos vecinos otros ancianos se hallaban igualmente ensimismados, en tanto los grupos de menos edad iban retirándose para comer. No ellos, sin embargo, menos atados a horarios y rutinas, y más apegados a las contracciones del corazón dictándoles lo que debían hacer; ya fuera volver a sus hogares, continuar allí sentados o, como la hoja de Amèlia, proseguir camino hacia donde el ánimo les fuera llevando.

“Ahora que se han ido todos, me doy cuenta de cuánta razón tenía Eusebio cuando me indicaba los pasos a seguir, una vez él hubiera partido. Pero me dejé llevar y aquí estoy. Seguramente si hubiese seguido sola en casa y buscado a una persona para hacerme compañía, las cosas habrían sido diferentes, tanto para mí como para ellos. Y, al final, seguro me lo habrían agradecido, pues hubieran estado más a su aire y yo al mío. Pero la ambición es muy fuerte y la avaricia más. Me pregunto qué harán cuando ya no tengan mi pensión ni el aval para comprarse otro coche nuevo aunque el anterior esté en perfectas condiciones. Debe ser el consumismo desenfrenado del cual hablan tanto por ahí. Y mi nuera la primera. Pero no hay forma ni manera de hacerle ver el derroche en tantas cosas, muchas veces inútiles o superfluas, embutidas por todas partes. Abres los gabinetes de la cocina y no caben más frascos, latas, paquetes, bolsas; miras los armarios y se derraman los vestidos, zapatos, bolsos, pantalones; entras al cuarto de baño y ya no hay espacio para más champús, jabones, cremas, enjuagues. Aunque, pensándolo bien, en su caso eso seguramente es consecuencia de haber crecido con muy poco, en aquella isla donde la mayoría pasa mucho trabajo y necesitan emigrar si no quieren morirse de hambre”.

Un vacío en el estómago le hizo reconsiderar el seguir en el banquito. Y si bien quería continuar allí sentada, el cuerpo le pedía otra cosa, con lo cual sus buenas intenciones empezaron a resquebrajarse en aras de necesidades, si no más importantes, definitivamente más urgentes. Recogió con mucha lentitud las muletas y se alzó al aire de los días, el frugal sonido de las tardes, la sólida calma de las noches, acompañándola en el recorrido de vuelta.

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