Yo pensé que mi persistente insatisfacción era mi síntoma y me avergonzaba. Me empeñaba en buscar excusas como mi sana curiosidad o mi necesidad creativa para justificarla. Hasta que descubrí la mejor de las salidas: la insatisfacción persistente, más que mi síntoma, ¡es un síntoma de nuestros tiempos!
Me refiero a la insatisfacción que es fundamental para la sociedad de intenso consumo en que vivimos: si tenemos el pelo oscuro, lo queremos claro, de eso vive L’Oreal o Scwarzkopf; o corto si lo tenemos largo, a pesar de que sabemos lo que es pasarse meses arrepentidas esperando a que crezca. De la misma forma, si estamos en París nos gusta Nueva York y si estamos en Nueva York, nos morimos por ir a París.
La comparación entre Nueva York y París ha nutrido infinitos libros, con y sin humor, dichos y decires. Y más aun, sirve de consuelo a editores que sufren de la mencionada persistente insatisfacción que aqueja nuestros tiempos. Hablar de la otra ciudad es una manera bien aceptada de escapar de la realidad propia. No sólo permite imaginar lo que es más divertido, sino siempre es más fácil hablar de los que no están, los que no pertenecen y no pueden defenderse.
En París se fuma mucho más que en NYC. De manera que si insistes en el vicio, esto se puede asumir como una ventaja, puedes fumar en las terrazas, mientras en NYC estuvieron a punto de prohibir fumar hasta en las calles, en defensa de los fumadores pasivos. Por eso cuando alguien sale de un restaurante a fumar en NYC, se dice que se fue a la francesa, haciendo nuevo uso del viejo dicho adaptado a las actuales realidades y fobias. Viene al caso precisar entonces que este dicho, como algunos otros vinculados a la cultura francesa, aduce al admirado laissez faire. Pero ¿qué es laissez faire? ¿Dejar que los demás hagan, equivalente al let it be de los Beatles, o más bien, que no me importan los demás?
Lo dice Vogue USA -cuya apología a lo francés pareciera pertenecer a su manual de estilo-, en entrevista a Lou Doillon, una de las it girl del momento, parisina por antonomasia, con todo el misterio y la despreocupación que eso implica, según estima Vogue. Dueña de una elegancia natural, también según Vogue, Doillon explica que su inspiración no proviene de los dictámenes de la moda sino más bien de la calle; de reconocerse en las muchachas que llevan los abrigos grandes y el pelo desordenado, cual pajarito caído del nido que necesita volver al hogar. Ella se ufana al definir su “estilo francés que tiene que ver con una cierta forma de arrogancia, que me encanta”.
Todo muy francés pero la foto es en Ludlow Street.
Pero ¿a qué arrogancia se refiere? ¿A la arrogancia que hace sentir menos al de al lado, o ajustado al caso, a que el otro está peor vestido, y puede hacer y decir lo que quiera que igual no me importa… laissez faire?
Según Doillon, las francesas tienen un tremendo respeto por sí mismas y por eso no se desgastan en seguir lo que dicen las tendencias y lo que tienen en sus closets es simplemente lo que quieren usar. Somos dueñas de una mesura que nos aleja de los excesos que comúnmente se ven en Los Ángeles, donde entre el pelo, los zapatos, las uñas, la cartera, los pendientes y el maquillaje, se nos pierde la mujer. Eso sí, la Doillon se muere por el sándwich de pastrami de Katz.
Y si hay algo interesante, novedoso o cool, cualquier parisino joven y no tan joven dirá que es très Brooklyn. ¿Es que los parisinos son unos neoyorkers wanabe tanto como los neoyorquinos son unos French wanabe?
Pero, ¿qué es très Brooklyn? Semejante superlativo, originalmente sólo culinario, fue acuñado por primera vez por el New York Times, por calificar la buena cocina de inventiva brooklyniana. Entre los parisinos la expresión se volvió rápidamente el mayor elogio para la cocina que combina lo particularmente fresco de la informalidad con la creatividad y la calidad.
Y pensar que hasta hace poco Brooklyn era sinónimo de poco sofisticado y fuera de moda (ahora todo eso es privilegio de Nueva Jersey). Cabe recordar que hasta no hace tanto Brooklyn también era sinónimo de delincuencia, drogas y welfare. Ahora Brooklyn se ha transformado en una marca. Poco importa si aun hay asesinatos, pobreza, crimen y demás. Hay turistas dispuestos a pagar la excursión en autobús para ver Brooklyn.
Debo decir que anteriormente Brooklyn había disfrutado de otro buen momento en Plaza Sésamo: con sus parques infantiles integrados; pequeñas tiendas en calles arboladas; encurtidos artesanales y granola hecha en casa; carriles para bicicletas y aparcamiento de bicicletas hasta con parquero ocasional. Pelo e’pincho, patineteros, tatuados, barbudos, judios jasídicos enfundados en abrigos largos negros. Y casas flotantes sobre el que fuera fétido Canal Gowanus. Pero ahora los turistas pueden venir y mirar boquiabiertos el très Brooklynness. (en palabras de Hampson, USA Today)
Viene al caso pues el significado del très Brooklyn está ligado a una realidad de gente “auténtica” que va en bicicleta, hace kayak, participa en la escena artística y rumbea; gente diversa cultural y racialmente, de informalidad casual, familias mezcladas; respetuosos de la creatividad y dispuestos a pagar la calidad en el estilo de vida simple y fresco. Por eso ahora todo el mundo ama a Brooklyn. Que eso signifique que muchos de los que han vivido en Brooklyn toda su vida, incluso por generaciones, ya no pueden permitírselo y están siendo expulsados, es harina de otro costal. Ni hablar de lo que cuesta cenar comida francesa en Brooklyn.
Mientras Le Monde o L’Express le dedica ediciones enteras a la ciudad de Nueva York cada vez que pueden. Me permito hacer aquí un paréntesis que me quema la punta de los dedos: en recientes y varias publicaciones he visto artículos, ilustraciones, apologías a Woody Allen que me han resultado algo sospechosas… después del último escándalo con Farrow, no sé si interpretar que este interés proviene de la misma mirada de machismo impune con que asumieron el engorroso suceso Strauss Kahn, o del bolsillo de Allen.
De vuelta con el laissez faire, en otro artículo Vogue por hablar de la elegancia francesa que no tiene edad, entrevista a Ines de la Fressange que se refiere al aplomo inherente con que las parisinas «de cierta edad» asumen su cotidianidad, esa actitud de laissez-faire, las hace envejecer de forma menos intimidante. Puntualiza Vogue que mientras son muchas las mujeres que tienden a desaparecer con la edad, la francesa se hace aún más deseable y atractiva.
Es verdad que mientras Hollywood nos deja ver la triste transformación quirúrgica de las bellas de mi generación, hasta el punto de no reconocerlas –remarcable el caso de Rene Zellwerger-, Charlotte Rampling o Inés de la Fressange, no se ven como hace veinte años, pero tampoco intentan versiones de colágeno-esculpido de lo que fueron. En lugar de luchar contra las fuerzas inevitables del tiempo y la gravedad, parecen aceptarlo con la misma indiferencia irreverente, el tan mentado laissez-faire.
Apreciar la cara que tienes hoy, que es la que vas a desear tener dentro de diez años, es el secreto. Vivir el momento parece ser el enfoque de la mujer francesa lo que la separa del implacable perfeccionismo neoyorquino que desafía el paso de los minutos.
Y todavía hay más: la otra cosa que distingue a la mujer francesa es su aura de confianza. Un poco displicente, para empezar, con un cierto aire de superioridad que prolifera a medida que se envejece. La clave aquí es que la talla del blue jean apenas cambia con los años. No es necesario mostrar cuanto gastaste llevando una cartera de esas que todo el mundo sabe cuánto cuestan. Humm… según los que dicen que la cartera simboliza la vagina, ¿qué querrá decir ese afán americano por exhibir lo que son, según las carteras que llevan?
Mientras el resto del mundo, y en particular en los Estadios Unidos, la gente ha cedido a la ostentación del lujo –y cuando no se tiene con qué comprar la marca, se compra la copia en Chinatown-, la mujer francesa sigue siendo defensora de los códigos de la vieja escuela, que considera las etiquetas discernibles, como un signo de mal gusto y falta de educación.
Sin embargo la parisina no se queda atascada en lo aburrido y tradicional, siempre dispuesta a romper lo clásico con algún toque poco convencional, fuera de balance, una mirada décalé como unos labios rojos en una mañana sombría; … algo apretado contra algo holgado para darle material al que mira y se entretiene y se pasea, por relajarse, seducir y dejarse seducir. Pues nunca deja de seducir a su público, de proyectar una cierta fantasía, un misterio.
Sin embargo, a Le Monde pareciera interesarle más lo que el ícono de la anti-elegancia, el anti-misterio, Lena Duhman, tiene por decir:
Antes yo pensaba que la política era sólo ir a votar por Obama para luego ir a masturbarse y comer papas fritas. Luego de tres años como la heroína, directora e intérprete de «Girls», recién estrenada en Francia, hizo un encuentro en el Brooklyn Academy of Music, dónde más podía ser. Pero en el café, no en la gran sala. Así estaba segura de limitar el número de participantes. Tampoco se aceptaron los Smartphones, estaban prohibidas las fotos. ¿Por militancia liberada y liberadora o… por sobre peso?
Tantas condiciones eran difíciles de sospechar viniendo de una mujer que en su autobiografía “No esa clase de chica”, recientemente publicada en francés por Editions Belfond, dice que es compulsivamente incapaz de guardar un secreto.
Desde Brooklyn, su territorio, su materia prima; con sus padres en primera fila; con un vestido rojo demasiado grande y demasiado corto, según Le Monde, Lena Dunham leyó un capítulo de su libro donde habla de su hermana Grace, que también estaba en la sala. Me pregunto si mis personajes no son demasiado amables… En un mundo en el que Tony Soprano y Walter White [Breaking Bad] son nuestros héroes favoritos de televisión. Definitivamente, los hombres y las mujeres no están sujetos a las mismas normas. Vivimos en un mundo donde las mujeres son y los hombres hacen. Si entre tantas mujeres se emancipan tan pocas, es porque fueron criadas por madres que les dijeron que podían hacer cualquier cosa menos autorizarse a hacer cualquier cosa.
Antes de abrir la sesión de preguntas y respuestas, Lena Dunham aclara que tiene muchas otras teorías, siempre interesantes pero que son aun poco discutidas porque sólo las conozco yo misma.
La escritora británica Zadie Smith, tomó la palabra para reconocer que al principio me sentí un poco inquieta por el uso excesivo de la palabra vagina en su libro. Pero después de todo, las revistas femeninas tienen un tratamiento del tema que me molesta mucho más. En un número de Cosmo que vi el otro día en el dentista, había un artículo sobre la sodomía que comenzaba con el consejo de encender algunas velas. ¡Nada ha cambiado desde 1952! ¿Por qué será que nadie se atreve a admitir que lee Cosmopolitan fuera del consultorio de su dentista?
Una maestra de educación sexual le pregunta a Lena Dunham si hay algo que le gustaría saber. Y qué piensa ella que debería enseñar a sus alumnos. Saber lo que realmente es el consentimiento, contestó Dunham. Los jóvenes piensan que violación es un hombre que camina detrás de una mujer, en un callejón oscuro, con un cuchillo.
Esto sí que es un tema. En un país como USA, que goza de una elevadísima rata de violaciones universitarias, viene bien tener una comediante que ventile estas cosas, con alto rating.
Muy aplaudida por una audiencia mayoritariamente de mujeres que, como Duhman, hablan sobre sus vidas sexuales, su privacidad y sus vulnerabilidades con desenfadada facilidad americana.
Para rematar, comenta el reportero de Le Monde, que unos voluntarios de Planned Parenthood repartieron bolsas de regalos con preservativos masculinos y femeninos, a la salida. Una joven no la quiso aceptar: No, gracias, tengo montones de condones sin usar en la casa. ¿Qué nos está diciendo el reportero? ¿Que la mujer que anda con semejantes militancias y sinceridades no consigue marido?
¿O es la sinceridad de los americanos lo que impresiona a los franceses mientras la arrogancia francesa es lo que impresiona a los americanos? ¿Será que acaso se complementan? ¿Es la insatisfacción que enferma nuestra sociedad que nos hace desear siempre ser lo que no somos, parecernos a lo imposible?
Hay 934 restaurantes franceses en NYC, incluyendo Brooklyn. Y Hollywood llena las carteleras francesas a pesar de las cláusulas protectoras del cine nacional. La mayoría de los rostros de las grandes marcas de la elegancia francesa son actrices americanas… ¿Son los franceses los que nos deben dar lecciones de estilo y de sesuda profundidad? ¿O son los americanos los que, con honesto desenfado, nos muestran una verdad de las cosas que aunque fascina, es peor que inútil porque con la catarsis que produce elimina toda la fuerza de transformación que podría tener esgrimida de otra forma? ¿Es vulgar mostrarlo todo o es hipócrita escondernos usando el viejo truco del ropaje con estilo?