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Trascendencia de la perdida y Perdida de la trascendencia (III)

Prehistoria de la mutación digital

La técnica heredaba siempre el benévolo sentido de herramienta, pero con el aumento de la complejidad también se multiplicó la suspicacia. La rebelión de la computadora, núcleo dramático del film de Stanley Kubrick, es ya un añejo símbolo de una sospecha literaria. El argumento condensaba presunciones fantásticas de Isaac Asimov y estaba honrosamente endeudado con Frankenstein, incluso con el Golem. Ilustraba el siniestro crepúsculo de la vital alianza del instrumento con la mano, que había cantado el optimismo positivista, ensalzado el futurismo y alegorizado la hoz y el martillo. Hoy esa arcaica relación es menos con la mano que con algunos dedos, menos con esos dedos que con la vista, más con señales que con la memoria, y aquella desobediencia tecnológica desvanece su ingenuidad en las nuevas transacciones digitales.  No se rebelan los cyborgs, pero la eficacia del pacto que demanda la vida online no alcanza a cubrir la transformación que impone sobre la vida offline. Según las últimas estrategias políticas, el pacto es un sometimiento y sus beneficios son dudosos.

Ya había un desconsuelo con algunas de sus bondades: el uso aliviador del GPS no permite la esencial experiencia de perdernos, lo que para el dichoso “flaneur” dilapidaba un tesoro; el aluvión fotográfico archiva el minucioso pasado, y sepulta la delicada nostalgia que endulzaba la memoria; su ritmo no deja devanar el sincopado pasaje del tiempo que tejía la experiencia. No se trataba en la cultura digital de una segunda naturaleza que se funde con la primera, como sucede con el lenguaje, mitad genético y mitad adquirido, sino un retorno abusivo de la tecnología para rediseñar nuestra intimidad. La ubicuidad creciente de esta marejada nos empapa. Casi nos torna otra criatura, una entidad que no podemos adivinar cabalmente porque la mitad de nosotros es el software que nos envuelve.

La primera alerta de precisión, sin la sensibilidad especial del arte, fue del ensayista Lewis Mumford. A comienzos del siglo XX había indicado que el reloj no solo unificó el tiempo, también la división en horas, separo la sensación corporal de las decisiones vitales y sometió el músculo a la abstracción cronométrica. El último, antes de la actual debacle, fue del ciber utopista Evgueni Morozov: “internet puede promover libertades, pero también opresión, y podría ser el nuevo opio de masas”. La lógica de los algoritmos sabe más de nosotros que nosotros mismos, pero además nos convierte, con nuestra propia colaboración, en un organismo desconocido. Somos aquellos pioneros espaciales de Ray Bradbury que imperceptiblemente se tornaban marcianos. Es como si ese antiguo vínculo, que alguna vez cuestionaron los movimientos antimaquinistas del siglo XIX o las semblanzas románticas de Thoreau o Emerson, hubieran encontrado el verdadero dragón. Los chips y pantallas resultan los leños para un caldero que cocina otra humanidad. Aquella sospecha que había mimado Wells o Verne, la Metrópolis de Fritz Lang o el mundo de Aldous Huxley, ensombreció los últimos avances. Unos piensan que nos coloniza, otros que nos potencia, pero es una auténtica mutación de la especie.

La “aldea global”, que Mac Luhan profetizaba, cumplió la sentencia de “pueblo chico, infierno grande” . Quizás la mayor paradoja de esta amplitud es que los usuarios viven en sus propias burbujas grupales, y en vez de intercambiar experiencias solo profundizan sus creencias previas. El internet desvaneció las jerarquías, disolvió las metrópolis y periferias, y esas multitudes fragmentadas son presa de la minuciosa captación de datos que definen las estrategias políticas.

Zigmunt Bauman, el pensador que había definido nuestro tiempo como “realidad líquida”, observaba que nos estamos distanciando del pasado a vertiginosa velocidad, y es relevante el impacto de dos fuerzas, el olvido y la memoria.  La escasez de tiempo impide rememorar y la memoria guarda un recuerdo deformado del pasado. Habría que agregar a esta observación del filósofo que la condición de productor de datos de los consumidores de redes, soslaya los expertos y la confianza tradicional en la información, para caer en un pluralismo informativo sin rumbo que ofrece todas sus presas a las bases de datos. Hay gran avidez para no perderse nada, pero una notable dificultad para retener lo importante. Una frase intensa puede determinar una decisión colectiva, porque el usuario está inerme ante el natural narcisismo que no puede controlar. Las redes estimulan las tendencias al voyerismo y al exhibicionismo. Son las pasiones de la civilización del espectáculo que emanan de esta tecnología. No es ajeno a la sensación fantasma de la vida registrada, casi filmada, ya que todo hecho se duplica, como observaba Laurence Scott en su penetrante estudio “La cuarta dimensión humana”.

 La trascendencia cibernética 

El antropólogo Yuval Harari, ha indicado una muy próxima transformación de la especie por la genética y la electrónica, como asimismo la inevitable encomienda de la colonización del espacio a una generación de robots. Esta perdida protagónica es la menos dura de sus presunciones, la producción automatizada y la gestación de una masa inútil de desocupados es más grave y dolorosa. Quizás el rasgo ominoso y fatal de este dictamen, que no pretende ser profético, es la condición inerme de la humanidad frente a un cambio que ya comenzó. Emerge un poder desconocido. Son muchísimas las campañas políticas, decisiones sociales y diplomáticas, diseñadas por la inteligencia digital. La intervención de internet tanto en la campaña de Obama como en la de Trump, indica un tercer poder tecnológico que define más allá de las ideologías. El último vagón del tren había decidido la campaña electoral a Theodor Roosevelt, la radio a Hitler o Perón, la televisión a Kennedy, pero la herramienta digital, por su poderío y riqueza, y porque está en su naturaleza, se sirve a sí misma. No podría respetar el anhelo de trascendencia, excepto como dato de un nuevo algoritmo que lo aproveche[i].

La trascendencia de la perdida y la perdida de la trascendencia son hoy inextricables. El duelo de cualquier pérdida se devana en el tiempo, y también construye subjetivamente el tiempo. El tiempo real digital no permite esa construcción, evapora el duelo al nacer: se asiste a la emergencia de una especie sin duelo, sin historia imaginada y sin tiempo. La trascendencia, ese coronamiento imaginario de la especie, disminuye. Pero no es notada, no hay un rey vivo que atestigüe su caída. La mutación absorbe sus ancestros


[i]  Los que evitan ese destino pasivo se convierten en los errantes buscadores de “La Biblioteca de Babel” que el genial Borges había anticipado.

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