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Trascendencia de la perdida y Perdida de la trascendencia (II)

 

Trascendencia y fascismo

El retorno del fascismo en Europa parece también paradójica reacción a este “retorno del color” y la pérdida del “aura” occidental. El color matizado e insoslayable de la realidad sin relato, su poderosa incertidumbre histórica, ciega la incertidumbre metafísica y las apelaciones trascendentes. Cuando lo que viene de parte de las cosas se torna aluvional, el primer plano dramático suele ser la pesadilla, no el ensueño. En su tiempo, el pragmático Stalin, ante el funesto vértigo de la invasión nazi, debió abandonar la abstracta trascendencia de la lucha de clases e incorporar los signos nacionalistas que había cultivado el zarismo: nombres, sacramentos, colores y vocablos patrios; también hoy lo hace Putin. Sin duda, el nazismo, el fascismo, el antisemitismo, la xenofobia, aportan trascendencia, y es más sensorial, palpable, inmediata, que los ideales democráticos. Resulta más accesible para una generación que ha perdido distancia simbólica hacia el más allá de ellos mismos. Una generación sin generación, disuelta en la intemporalidad de las pantallas, recibe mejor los signos fáciles.  La globalización del tiempo, además del espacio, deja suspendidas la infancia, juventud y ancianidad que trasmitían y reciclaban el saber. La trascendencia ya no puede tomar largos plazos porque la misma pausa generacional se achicó vertiginosamente. Todo se simplifica en la velocidad digital, las referencias abstractas giran en vacío y no logran engranar; el algoritmo deja muy atrás la artesanía del silogismo. No obstante, una condición tangible, torpe y concreta, propia de las pasiones fascistas, logra empalmar imaginariamente la abismal distancia abierta con la complejidad digital. En diferencia, las reservas simbólicas de la humanidad se muestran escasas para el universo tecnológico que ha gestado. Se estancan las especulaciones abstractas, arcilla imprescindible de la travesía conceptual, solo logran patinar sobre un pensamiento binario, aferrado a sensaciones o imágenes parciales.

Los “chalecos amarillos” devinieron paradigma de la sustitución de la palabra y el discurso por la mirada y el color. Desean ser mirados, no leídos o escuchados como en los lentos tiempos de la palabra. Lo que antes era una metonimia, parte que remitía a un concepto político, como “los verdes”, “los rojos” o “los blancos”, ahora se ha sustantivado. Esa disminución de la complejidad ha invadido Europa, pero no ha dejado indemne ningún ámbito público internacional. El temple fascista ha teñido todas las sociedades. Una epidemia de demandas de bienes concretos, divisas y consignas concretas, amigos y enemigos concretos, ha plagado el discurso político, ya que también los políticos están generalmente excluidos del pensamiento y sometidos al mismo poder digital. Lo que no entra en el Twitter sobra, y luego va dejando de existir. La generalizada corrupción ya no es una perversión del político, sino lo poco que resta a muchos de esa función cívica en una polis digital.

 

El crepúsculo renacentista

Un aspecto sorprendente de este vuelco es su enorme rango y rapidez. Quizás solo comparable al cataclismo positivo del Renacimiento, su exacta contrapartida. La recuperación del arte, la ciencia, la audacia de la antigüedad, el agilizado comercio, promovieron hace cinco siglos un protagonismo desconocido. Los artesanos pasaron a artistas, los aristócratas a políticos, los pintores a autores, hubo autorretratos y autobiografías, la cultura medieval fue redistribuida y multiplicada por la imprenta, el reloj unifico el tiempo, la lectura se tornó silenciosa y personal, y el humano descubrió en su interior una vasta relevancia. La trascendencia ya no era una postulación externa del dogma, sino un anhelo individual. Los deseos, la subjetividad, estaban ligados a la apetencia de derechos y de ensueños.  A la inversa, el actual es un Renacimiento de las máquinas no de los hombres, los creadores se tornan especialistas de la demanda robótica y la biografía es un fragmento visual. La originalidad creativa humana, esa gran dimensión colectiva, abandonó su épica y parece incluso entrar en un cono de sombra. Los clásicos del renacimiento dejaban sus estatuas en blanco para imitar la respetada antigüedad, pero también para sembrar con esa blancura la trascendencia del futuro. Este siglo ha segado ese largo anhelo.

La trascendencia, la invitación de un más allá de las cosas, es una de las depuraciones y afinamientos del don imaginario. Ha tomado muchas formas en diversas religiones, se opacó e incendió, pero siempre respiró con la evolución. El monoteísmo judío había postulado la ausencia de imágenes y la exclusión del color de la divinidad para preservar en lo invisible la infinitud. La ausencia de color, que postulaba el Moisés de Miguel Ángel o el David, era el retorno de aquello guardado en una preservada lejanía, una entidad que ni siquiera la luz podía representar (el arco iris, posterior al Diluvio, era muestra del Pacto Divino, su señal, no la misma divinidad).

Muchos místicos, el pertinaz esfuerzo interpretativo de la cábala, reconocían esa dimensión remota, invisible, que también Mester Eckart anunciaba y bullía en la Reforma. El Renacimiento no solo recuperó a griegos y romanos, también alentó aquella lejanía reprimida u olvidada. No obstante, después de cinco siglos, el esplendor parece fundirse otra vez en un neopaganismo electrónico medieval. La distancia suprimida no es solo interior. El más allá geográfico y espiritual de Cristóbal Colon, Hernando de Magallanes, Leonardo Da Vinci o Michelangelo llega al mismo límite.  En aquel tiempo esa lejanía logró referentes reales, ya que los viajes triplicaron el tamaño del globo terráqueo: África podía ser misteriosa, el Oriente plácidamente imaginario, América una señal del porvenir. Nuestro tiempo es la contrapartida de aquella amplitud que invitaba a ir más allá. En el siglo XXI, la Tierra se tornó una azarosa pelota azul, frágil, achicada por la demografía, y ecológicamente enferma. Uno de los efectos es una notoria claustrofobia planetaria, imposibilidad de viajes reales, aplacamiento de la inspiración libre, y aparición de vastas ideologías del suicidio de la especie, como le ocurre biológicamente a los Lemings o las ballenas varadas.

Dios hizo el mundo de la nada, pero la nada siguió estando, sostenía Valery. Ahora nos falta, hay una creciente escasez de espacio metafísico. Girando hacia atrás el tiempo, J.L. Borges sostenía que el autor creaba a sus precursores, como hizo Kafka con Melville. Es fácil advertir para nosotros la diferencia en los ecos del más allá que les llegaban. En Melville el desplazamiento no era solo en el tiempo, sino asimismo en el espacio, y su anhelo metafísico podía hacer alegoría con la naturaleza viviente. También en el urbanizado Kafka aparecen chacales, desiertos o remotas Chinas, pero nacen sin naturaleza. Incluso Melville documenta, a pie de página, la biología, historia y comercio de ballenas, tal como Rómulo Gallegos lo hace con el llano en Doña Barbara, porque todavía es una naturaleza que vive entre los hombres, y no había sido absorbida por el mito, como ya ocurría en el paisaje inglés.

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