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Trascendencia de la pérdida y Pérdida de la trascendencia (Parte I)

Quizás sea imposible separar las dos partes de este título, ángulos de giro del inasible presente. Presente ´por todas partes, sin pinzas del pasado o del futuro que permita ceñirlo. Nos afecta un remolino de vacíos sin una presunción elevada que brille como guía. Cuando Walter Benjamín observó la pérdida del aura en su ensayo sobre la reproducción industrial del arte, esa ausencia ocupaba un lugar reflexivo. Y lo siguió ocupando hasta desaparecer hace unos años. Mucho se evaporó con él: la falta de esa falta nos deja en una ciega imprecisión para recorrer el museo de la alta cultura, pero también de otros valores que suceden en el tiempo. El devenir perdió la exaltación. Hay un desfasaje insalvable entre lo que todavía somos y lo que nos ocurre. El arte, como las ideologías o las representaciones políticas, casi no logra levantar vuelo en una atmosfera sin trascendencia. ¿Cómo ha ocurrido? ¿La tecnología se apropió del espíritu, sea este lo que fuere?

Cuando la tecnología mostraba sus dones más que sus uñas, a finales del siglo XIX, Edward Muybridge ilustró, con una fila de máquinas fotográficas coordinada al borde de la pista, que en un momento del galope los caballos tenían todas las patas en el aire. Esa prueba, para el manso ojo de la época, no solo prometía el cinematógrafo, también amenazaba las creencias. Auguste Rodin, recordando las magníficas pinturas de Gericault sobre los caballos, sentenció “la fotografía miente y la pintura tiene razón “. Lo cierto es que un caballo pintado con todas las patas en el aire parecería flotar, y está en el mismo galope la intención de ir de acá para allá, como había luego explicitado la agudeza fenomenológica de Merleau Ponty en “El ojo y el espíritu”. Pero fuera de estas especulaciones, la furiosa protesta del escultor era la de una cultura cuyo sentido de la verdad estaba enraizado en la equivoca, intencional y apasionada condición humana, no en la transparencia científica. Quizás el artista que hizo hablar a las piedras, y cuyas estatuas se repetirían por todo el mundo, sintió alarmado como acechaba en el progreso la caída del aura. Esta luz, derivada de la inspiración religiosa, es a la postre el brillo de la trascendencia, la perduración de un espacio mayor de significado al que se asciende de la menor de las cajitas chinas, aquella que contiene la infatigable cotidianidad de una generación.

No solo el arte perdió el aura, aunque es su manifestación más flagrante. La creencia en un saber superior de la sociedad o la vida no deriva hoy de la especulación inteligente o los mitos remotos. Los analfabetos algoritmos marcan día a día el rumbo cotidiano. Nada puede trascender las señales tecnológicas porque el más allá ha desaparecido, un vertiginoso presente se ha comido el horizonte. El tiempo de los caballos de Gericault, el tiempo anterior al “real” del universo digital, no solo permitía la historia, también el porvenir que la retoma, el sentido superior de las cosas, los deseos que rebasan la necesidad, la otra esfera donde sucedemos increados. Esta dimensión de la especie, el tiempo mayor que seguía como una sombra ilusional las microhistorias, ha sufrido una mutación que también impide reconocer su pérdida. La pugna entre la trascendencia y lo inmediato es impuesta por la alta velocidad tecnológica.

 Imaginación, trascendencia y tecnología

La imaginación colectiva, que incluye relatos, mitos, memorias, alardes y temores, siempre nutrió el “más allá” de la especie. Construyó el espacio de la evolución humana contra lo dado. El afán por lo trascendente en ocasiones se expresó en debates menores, subsidiarios de ese déficit genérico. Las pujas entre el anhelo gigante del sueño y la eficiente modestia de la vigilia tejieron y destejieron la historia. Siglos atrás, la química despidió la lenta y perseverante ilusión de la alquimia, como luego el ruido de la radio y las ciudades espantó el espléndido silencio del lector solitario. El primer caso desató la alianza entre la cronología humana y el tiempo exterior de la naturaleza, el segundo mermó los confines de la interioridad. Para muchos espíritus, ambos ensueños fueron víctimas del progreso. Claro que estos espíritus eran a su vez moldeados por la técnica. Aquella observación de Friedrich Kittler sobre la relación entre las funciones simbólicas, imaginarias y reales con la máquina de escribir, el cine y el fonógrafo, nos reenvía a la tesis de Mac Luhan con el medio y el mensaje. ¿Pero cuál es el mensaje en el vértigo digital, aparte de un mareo Orwelliano del control policial y una comunicación masiva que no tiene nada qué decir?

La mascarada de autores y otros trucos de Cervantes fueron estimulados por la imprenta, la pluma de tinta nos dio la cascada emocional de Víctor Hugo y la máquina de escribir el metálico ritmo de Dashiel Hammet o Chandler, los gabinetes ópticos la pintura flamenca, la alquimia a Benvenuto Cellini y la pintura industrial a Van Gogh. El mensaje se contagiaba, pero trascendía sobre la herramienta. En la expresión digital parece que la herramienta siempre supera el contenido que esperaría trascender. El mensaje cambia el mensajero. Los tropiezos científicos de la trascendencia tienen capítulos paradigmáticos. Margaret Talbot reavivó hace poco la existencia de un secreto a voces de la alta cultura y sus decorosos museos. Las blancas estatuas de la antigüedad, según microscópicos restos de pigmentos, estaban originalmente pintadas; la tez y la ropa del olimpo fueron ilustradas con vigorosos colores omitidos por los museos. Para muchos, esa exclusión del color había sido una prueba irrecusable del racismo occidental, para otros las bocas rojas infamarían la pureza de dioses y vestales. Esta resistencia al color la ejercían también los cinceles del renacimiento y luego sus clásicos herederos, esculturas que remitían la reverente blancura en el siglo XVIII y XIX. No era ignorada esa elección purista: Johann Winckelman, el gran investigador histórico del arte, sostenía que “el blanco del cuerpo es más bello, el color a veces contribuye a la belleza, pero no es la belleza”. Estudioso de los colores y doctrinario romántico, Goethe sostuvo que la afición a los colores vivos era propia de naciones salvajes sin educación. Mas allá del racismo y eurocentrismo, la posición ilustraba un anhelo de formas puras, esencias ideales, trascendentes. No importaba que la blancura no representase a los pueblos reales de la antigüedad, eran los símbolos que habrían de perdurar en el ensueño inmortal de Europa. Esa noción de trascendencia precisaba arquetipos, y no hubieran atravesado la vitalidad colorida, estridente y particular, de las culturas antiguas. Así Roma, Grecia, Jerusalén, los míticos orígenes de occidente, fueron rodeados de un blanco esplendor que resaltaba la particularidad del “alma” occidental. Auguste Rodin, el mismo que se enfurecía con la “realidad” fotográfica, había observado sobre las estatuas de la antigüedad “yo siento “aquí” que nunca fueron coloreadas”. Ese irracional “aquí” ilustra lo íntimo inapelable que había calado el afán trascendente antes de la tecnología actual. De esa misma cuna de esplendor imaginario, se derivan el humanismo y los valores universales, como asimismo el racismo y la exclusión.

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