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Roberto Ponce Cordero

Traducciones intergeneracionales (Parte I)

De cómo aprendí a amar a Leonard Cohen a través de Tori Amos

En algún momento de mi temprana adolescencia descubrí a Cat Stevens y a Melanie Safka, entre otras maravillas sesenteras y setenteras, de la manera más fortuita posible: íbamos a fiestas, mis amigos y yo; bebíamos algo más de la cuenta, ellos y yo; nos despertábamos tarde y, un poco hartos ya del rock pesado de la noche anterior (por ejemplo, de Nirvana, grupo del que se trata el artículo de la próxima semana), saqueábamos los discos del padre de Jochen, el amigo en cuya casa siempre dormíamos después de estas lides, para acompañar de alguna manera más “suave” los huevos fritos o los pancakes. Era música de desayuno, en ese momento, en los primeros años noventa, cuando queríamos ser epígonos pero de otras bandas y de otras actitudes un poco más abiertamente (o, en retrospectiva, un poco más superficialmente) agresivas.

El Leonard Cohen de los sesenta solía ser parte del menú, también, y él era… diferente, ya sea por lo lóbrego de su voz, por lo minimalista de sus arreglos musicales o por la pinta más de flâneur que de hippie que se manejaba en la portada del disco del anfitrión, Songs of Leonard Cohen (1967). Nos aprendimos, y coreábamos a voz en cuello, toda la letra de “Suzanne”; “So Long, Marianne” fue objeto de muchos y muy intensos solos de batería hechos con dedos de jóvenes somnolientos sobre la mesa del comedor de Jochen; “Hey, That’s No Way To Say Goodbye” sigue siendo, para mí, el soundtrack ideal de un buen domingo por la mañana.

Creo que comencé a entender realmente la importancia de Leonard Cohen para el mundo de la música y de la poesía; sin embargo, su tremenda talla como artista integral, de esos que surgen una vez en cada generación, a lo sumo, la entendí recién cuando lo encontré “traducido” a mi sensibilidad generacional, precisamente, por una interpretación de una de sus canciones hecha por una artista más de mis tiempos y más inteligible para mi espíritu “alternativo” de entonces. Me refiero a la sobrecogedora versión que de “Famous Blue Raincoat” hace Tori Amos para el disco de tributo titulado Tower of Song: The Songs of Leonard Cohen, aparecido en 1995 y que cuenta, además, con contribuciones de Sting, Don Henley, Trisha Yearwood, Elton John, Peter Gabriel, Billy Joel, Suzanne Vega, Willie Nelson (¿quién da más?) y hasta un infaltable Bono que, por supuesto, no puede dejar pasar la ocasión de versionar “Hallelujah” (con diferencia, la canción más conocida de Cohen).

Me cuesta mucho decirlo, por lo herético que suena ahora, cuando Cohen ha muerto (murió, como todo el que esté leyendo esto sabrá, el 7 de noviembre de 2016, pero su muerte se hizo pública sólo tres días después, con lo que llegó como un tiro de gracia para un mundo ya noqueado por los resultados de las elecciones presidenciales estadounidenses del 8 de noviembre), pero la “traducción” que Amos hace de la canción supera, en toda línea, la versión original, y eso que se trata de uno de los mejores temas de Cohen. Amos captura con precisión la fragilidad, la indecisión, la mezcla de lamento y nostalgia y deseo y buena voluntad que late en la voz poética/cantante y que se plasma, en toda su confusión, en toda su humanidad, en una carta que es –y ése es el gimmick de esta canción que cierra con un formal “Sincerely, L. Cohen”– la letra de “Famous Blue Raincoat”.

Por el lado de pura técnica musical, no entraré a juzgar si la voz de Amos es mejor que la de Cohen, o no; es obvio que es mejor, de acuerdo a ciertos parámetros convencionales, pero es obvio también que la voz de Cohen, cuidadosamente desafinada, cuidadosamente indiferente a la afinación, es una liga propia que no pretende siquiera rebajarse a preocuparse por nimiedades como la afinación o como la comparación con una voz privilegiada como la de Amos (o, para poner ejemplos más contemporáneos de Cohen, como la de Judy Collins o la de Joan Baez, famosas intérpretes de sus temas). En todo caso, la voz de Amos tiene la ventaja objetiva de que, además de interpretar la canción de manera definitiva, por lo menos para mí (a quien ella, al fin y al cabo, me la trajo), permite también prescindir de los coros femeninos un poco molestos y un poco kitsch que la original de Cohen, más bien, soportaba. Pero, además, el piano errático de Amos sin duda contribuye al tono general de regret de la canción, a ese ir y venir también de las ideas y de los sentimientos cuando lo único claro es que nada está claro en lo que se quiere decir. El piano de Amos lo deja muy claro: nada está claro.

Y es que el legado de Cohen es, probablemente, esa incertidumbre o, más bien, esa ambivalencia, ese continuo vaivén entre la redención y la condena. Mucho se referenció, poco después de su muerte, el verso de su canción “Anthem”, por ejemplo, en el que Cohen decía: “There’s a crack in everything / that’s how the light gets in”. Es un ejemplo perfecto; como ejemplo de ambivalencia, no obstante, yo prefiero siempre recordar, con Tori, pero sobre todo con Leonard, lo dicho por este último en “So Long, Marianne”: “it’s time that we begin to laugh / and cry, and cry / and laugh about it all again”. E imaginar a esos muchachos tamborileando sobre una mesa, ajenos a toda la felicidad y a todo el sufrimiento que se les venía encima y que los acabaría acercando y distanciando, distanciando y acercando, en ondas irregulares y como a toda generación: “I guess that I miss you / I guess I forgive you / I’m glad that you stood in my way” (“Famous Blue Raincoat”).

Versión original de Leonard Cohen

 

Versión de Tori Amos

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