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Topolino

Mi tío fue la primera persona en enseñarme cómo la madera se esculpe a mano para crear un instrumento musical. Él también sería la única persona en mi vida en mostrarme ese arte. Yo tenía alrededor de 6 años cuando descubrí el olor del aserrín saliendo de su taller en la casa de mi abuelo. Todavía puedo verlo claramente trabajando en un verano venezolano de los 90, usando las herramientas que mi abuelo acumuló durante los años para darle forma a un pedazo de madera que pasaría a ser el mástil de una guitarra eléctrica. Llevaba puesta una camiseta blanca y unos Levis con huecos a la altura de la rodilla, respirando a través de una máscara contra el aserrín que siempre le daba un aire de experticia. Mi tío llevaba el pelo largo, tenía los brazos de un titán y la altura de Napoleón.

Él también me introdujo a los Casio antes de que se convirtieran en un artefacto hípster y un símbolo de resistencia en contra de la modernidad. Él me mostraba con asombro los números digitales en la pantalla con su luz amarillenta que permitía ver el tiempo en cualquier momento. Después de la introducción, lo guardaba en una gaveta llena de micrófonos, pedales y otros tesoros. Nadie podía poner sus manos dentro de esas gavetas, sino él.

Mi tío vivía en ese entonces en casa de mi abuelo y siempre tenía la puerta de su cuarto cerrada. Mis primos nunca podían entrar en su cuarto, pero yo siempre tocaba la puerta para poder compartir con él. En su cuarto, las paredes estaban forradas de revistas de Popular Mechanics y de Topolino, las comiquitas de Disney publicadas en Italia sobre las aventuras de Mickey Mouse y sus amigos. Esta colección quizás había sido traída de Italia después de haber pasado muchos años de su infancia allá. Algunos libros habían sido reparados con cuidado usando pegas y cinta adhesiva para evitar que el lomo cediera y las páginas cayeran por doquier. Yo veía los personajes llenos de color con emoción, pero algunas páginas eran en blanco y negro y esas recibían menos atención. De alguna manera, perdían vida y los personajes pasaban a ser solo caricaturas sin propósito.

Cuando mis padres salían a la noche caraqueña, yo me quedaba en casa de mis abuelos. Mi tío procedía a leer un Topolino, traduciendo del italiano al castellano. Él se tomaba su tiempo para mostrarme los dibujos y la acción. Una vez exhausta la historia, nosotros intentábamos dibujar nuestras propias historietas en la cocina de la casa, cosa que él siempre se tomaba muy en serio, mientras que mi abuela cocinaba la pasta para cenar o, en noches menos memorables, él hacía su infame pasta con Kétchup. Aún recuerdo los magos, castillos y batallas que creamos tan solo con un bolígrafo de tinta azul, aunque hayan desaparecido en alguna papelera.

Los años pasaron y me fui olvidando de Topolino, preguntándome por qué alguien guardaría y adoraría papel mohoso de esa manera. ¿Cuál era el punto? Dejé de apurarme al llegar a casa de mis abuelos para tocar su puerta y me quedaba en la sala viendo televisión.

Sin embargo, la vida nos hizo cruzar caminos de nuevo de una manera interesante: por medio de la matemática. Yo tuve que rebelarme en contra de la matemática debido a mi predilección por las letras y a causa de mi aborrecimiento por las soluciones nítidas y enteras. El orden matemático era contra natura desde mi punto de vista. Las peores humillaciones académicas que he sufrido fueron gracias a ellas.

Mi tío estudió ingeniería civil, así que de facto se convirtió en mi profesor de matemática. Así fue como él pasaría a enseñarme por primera vez cosas que jamás olvidaré: aritmética, trigonometría, geometría y otras cosas más. Estábamos nuevamente sentados alrededor de un libro que reemplazaba las historietas por ecuaciones, fórmulas y triángulos. Siempre se sentaba a mi lado durante los primeros ejercicios y una vez que lo convencía de mi entendimiento y habilidades matemáticas, él se retiraba a su taller para seguir trabajando en sus guitarras eléctricas. El sonido de la sierra alcanzaba mis oídos o el olor de la pintura que aplicaba en la madera golpeaba mi nariz con su olor penetrante. En pocas ocasiones caminó conmigo hasta el edificio donde vivía, pero cuando lo hacía nos comprábamos un helado del primer carrito EFE o Tío Rico que encontrásemos por ahí. En esos momentos hablábamos de música y Sócrates. Él insistía que la matemática estaba en todas las cosas y que elevaba la mente hacia la verdad, lo que despertó mi interés en la filosofía, pero jamás en la matemática pura.

Durante mis estudios universitarios, la situación política venezolana me impulsó a buscar opciones de estudio en España. Mi descubrimiento de Europa me mantuvo alejado de casa. No volví a pensar sobre los Topolino, las guitarras eléctricas o las conversaciones después de las clases de matemática. Yo quería dentro de mi ignorancia vivir las vidas que había leído en los libros de los autores europeos mientras crecía en Venezuela. Yo llamaba a mis padres, pero jamás preguntaba por mi tío.

Eventualmente regresé a Venezuela para terminar el pregrado. Vi a mi tío unas cuantas veces en algunas reuniones familiares para terminar hablando de lugares comunes y sobre la conversación eterna del fantasma que atormentaba y sigue atormentando la existencia de cualquier venezolano. Los Topolino seguían en su cuarto, pero no volví a verlos otra vez.

Emigré de Venezuela hace más de 6 años para vivir en Alemania, pero terminé construyendo mi hogar en Canadá. No volví a hablar con mi tío. De la misma manera mucha gente va dejando huellas que no podemos seguir, impulsados por nuestra propia voluntad que se empeña en llevarnos a límites que escapan de nuestra imaginación al empezar cualquier viaje. Siempre pensé que podría regresar. Recientemente he entendido que olvidarlo sería olvidar mi infancia. A partir de esa verdad también he comprendido por qué los Topolino seguían íntegros gracias a la cinta adhesiva y los esfuerzos de él a través de los años. Esos libros viejos eran su escudo contra el tiempo y el olvido.

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