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¿Todo tiempo es irredimible?

El tiempo pasado y el tiempo futuro

O lo que pudo haber sido y lo que ha sido

Señalan un final, que siempre está presente.

T. S. Eliot

Hemos colocado entre signos de interrogación una afirmación de T. S. Eliot en Burnt Norton, el primer poema de sus Cuatro Cuartetos. Y la hemos hecho seguir de los versos que explicarían tal afirmación. Eliot nos coloca en el quid del asunto sobre el tiempo: «todo tiempo está eternamente presente». Muy adecuado, por cierto, para estos días de año nuevo cuando nos atiborramos de futuro.

Pasado y futuro… «El pasado ya no es y el futuro no es todavía», diría san Agustín, y Torrente Ballester le añadiría que «todo es presente». Carlos Fuentes pondría domicilio a cada uno de aquellos dos tiempos: «El pasado está escrito en la memoria y el futuro está presente en el deseo», y podríamos decir que memoria y deseo solo son actualizables en el presente. Allí radica la esencia de la concepción temporal de Eliot. Pero memoria y deseo son modos de ser y estar en la realidad, distintos del modo de ser y estar cuando percibimos y racionalizamos la realidad. Quizá por ello Eliot, hacia el final de la primera sección de Burnt Norton, advertirá que «el género humano / no puede soportar mucha realidad».

El pasado es selectivo: lo recordamos a discreción. Y el futuro es apenas un anhelo, también selectivo: lo ansiamos discriminadamente. Así de frágiles son pasado y futuro. Pero el presente es un golpe de «pequeña consciencia», nos aclara Eliot.

Cada fin de año recordamos, hacemos balance, equilibramos remembranzas y sentimientos, y alineamos con ello nuestros propósitos de año nuevo. Así, con la última campanada de Noche Vieja, damos el salto del pasado al futuro, albergamos sueños, hacemos proyectos y nuestro discurso se puebla de otra voz. Hay, como diría Eliot, un lenguaje para el pasado en tanto que el futuro aguarda por otra voz. Quizás sorprenda descubrir que ambos son posibles para el Otro únicamente bajo la forma de la palabra. Un recuerdo y un ideal son tiempos íntimos que el Otro conocerá en la medida en que se hagan discurso exterior.

Y a su vez cabe aquí la incómoda advertencia de Kipling: «Las palabras son la más potente droga utilizada por la humanidad». Semejante frase fue pronunciada en 1923, ante un respetable auditorio del Real Colegio de Cirujanos de Londres, como advertencia contra las sectas del verbo que tiranizan masas. ¿Cuántos pueblos han sufrido la tiranía de un ideal individualísimo, narcotizados por el verbo de un sujeto que decidió imponer a todos su parcialísima temporalidad interior? ¿Y cuántos más han sido fecundados por el verbo resentido de un recuerdo manipulado? No importa si se trata de grandes o pequeños oradores, de grandes o pequeñas audiencias, a menudo el presente es desfigurado por semejante tensión.

¿Qué salvación queda entonces? Cuestionando a Eliot, ¿es salvable el tiempo? Él pensaba que no, pues afirmaba taxativamente que «todo tiempo es irredimible». Si pensamos que todo tiempo es presente, es decir, ese fogonazo de «pequeña consciencia», no habrá manera de redimir el tiempo: todo pasado y todo futuro es lo que ha sido y lo que pudo haber sido y, por tanto, insalvable, pues lo que ha sido no puede volver a ser, y lo que pudo haber sido no ofrece garantías de que llegue a ser.

Pero Novalis nos había dado, un siglo antes de Eliot, la clave: «Es en nosotros, y no en otra parte, donde se halla la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro». ¿Acaso haya metáfora más acertada para la eternidad que el perenne presente que enlaza estas dos temporalidades íntimas, pasado y futuro? Solo en nuestro interior es redimible el tiempo, solo en nuestro interior es posible la «eternidad de los mundos». El presente del mundo pertenece al tiempo, pero el presente interior pertenece a la eternidad. Y es en este segundo presente donde podemos recuperar pasado y futuro.

Eliot, no obstante, tuvo una brillantísima intuición: «Solo a través del tiempo el tiempo es conquistado». A medida que vivimos, conforme cerramos un año y entreabrimos otro, vamos discurriendo como la aguja de zafiro sobre el disco de vinil, mirando al tiempo del mundo desde el tiempo íntimo y produciendo una melodía única en el devenir, una existencia, al cabo de la cual sentimos que hemos conquistado el tiempo que nos fue otorgado. Quizá el infierno esté todo en la palabra desperdicio: llegar al final de la existencia sin haber extraído un sonido al presente del mundo.

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