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esteban ierardo

“Todas las mañanas del mundo”, y el olvido del arte

El jinete llega a la casa en la noche. Desde el palacio donde reside, rápido distingue el lugar iluminado por las velas, sabe cómo escabullirse y llegar hasta una casilla escondida, donde su maestro se aísla, para tocar la viola. El instrumento suena con ternura. Marais escucha a Saint Colombe, quiere descubrir el secreto, el sonido divino de las cuerdas.

Marin Marais (1656-1728), violagambista y compositor francés, discípulo de Monsieur de Sainte-Colombe  (1640-1700). En base a la relación real de estas dos grandes personalidades, Pascual Quignard concibió una relación ficcional entre los ilustres músicos. Esto organiza su novela Todas las mañanas del mundo (1984), que a su vez motivó la película Tous les matins du monde (1991), de Alain Corneau, con Gérard Depardieu como Marais, y Jean Pierre Marielle como Sainte-Colombe.

Quignard, ensayista galo, músico, autor de La lección de músicaEl origen de la danza Los desarzornados. En su ficción, entre Sainte-Colombe  y Marais péndula dos modos de la música: la entrega total, con cuerpo y alma, y de por vida, al servicio de una música sublime, que solo aspira a la perfección, o la renuncia a esa misma música en beneficio del reconocimiento social, el aplauso ruidoso, la vida pomposa. En la letra de Quignard, Sainte-Colombe  es del apostolado musical, y Marais el que, al menos en un comienzo, olvida el arte esencial (1). Esa dualidad no pertenece solo al tiempo barroco o el neoclásico.

El olvido del arte se reproduce como luz viciada en muchas épocas, como ésta; ese olvido, o directamente ausencia, es lo que podemos sospechar, por ejemplo, en lo que se titula “La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo”, que no es otra cosa que un tiburón, de algo más de cuatro metros de longitud, en un tanque transparente de aldehído fórmico, comprado por 9,5 millones de euros por un multimillonario, y que su autor presentó como “obra de arte”; o una farmacia reproducida a tamaño real, ambas a comienzos de los 90’ (2). Más que olvido aquí impera acaso la demolición del arte a fuerza de golpes con una manopla de hierro.

Pero el olvido del arte de Marais, en la versión de Quignard, no es maniobra que roza la burla; es sutil, compleja, no exenta de una grandeza final, reflejo de una meditación postrera sobre el propio valor sublime del arte aún por quien eligió eludir la grandeza artística por no tolerar la soledad y la renuncia a la corte, o al “mercado del gusto” de su época.

El Marais real, además de discípulo de Sainte-Colombe, lo fue también de Jean Baptiste Lully. El iniciador de la ópera en Francia, bajo el reinado de Luis XIV. Fue quien dio música a El burgués gentilhombre (Le Bourgeois gentilhomme), de Moliére, la célebre comedia ballet en cinco actos estrenada ante el Rey Sol (que incluye su famosa Marché para la cérémonie des Turcs). Y Marais justamente fue contratado como músico de la corte de Luis XIV. Tan destacado fue su desempeño que se lo promovió a ordinaire del chambre du roi pour la viole (ordinario del rey por la viola), hasta 1725. El reconocimiento a sus exquisitas dotes como intérprete de la viola de gamba. De hecho, escribió cinco libros de pièces de viole, muchas de éstas como suites como bajo continuo. Le badinage es una de sus más difundidas composiciones; y entre sus óperas, género requerido por su época, se destaca Alcyone (1706), inspirada en el mito griego de Ceix y Alcíone, narrado en la Metamorfosis de Ovidio, especialmente famosa por su escena de la tempestad, del acto IV.
En su corriente creativa flotan más de 600 obras.

El Monsieur de Sainte-Colombe  real, es más elusivo. Su vida se arrellana en la penumbra, su fecha de nacimiento y muerte no es segura. Su talento no se hizo público en una corte. Sus alumnos, como el propio Marais, fueron su megáfono resonante. Se le atribuye la incorporación de la séptima cuerda de la viola.
Los vacíos documentales sobre biografías permiten la imaginación, o hasta la exigen, para especular sobre aspectos desconocidos de una vida. Tracy Chevalier lo hizo respecto a la modelo de Vermeer en su cuadro La muchacha del aro de la perla; Leo Perutz, en El Judas de Leonardo imagina el modelo del “traidor de Cristo” en La última Cena; Tarkovsky concibió su biografía ficcional de Andrei Rublev, el pintor de iconos de la edad media rusa, al que le dio vida en una de sus más importantes películas, en 1966.
Quignard imagina una contraposición de caracteres entre Marais y Sainte-Colombe, contrapunto que lleva a la reflexión sobre el sentido de la música.
El Sainte-Colombe imaginado por el autor francés es un espíritu hosco, viudo hipersensible, jansenista (3), estricto con sus hijas, de una disfrazada ternura que libera por su viola, desconfiado de quien quiere aprender su arte de la música, pero capaz de brindarle la enseñanza justa. El joven Marais, en la ficción de Quignard, se le presenta como candidato a recibir sus lecciones (4). Como condición para ser aceptado, Sainte-Colombe  le pide que muestre lo que ya sabe con su instrumento. El violista queda insatisfecho, lo que toca, le dice, son florituras, adornos melifluos para sorprender a la corte, fuegos de artificios vacuos, superfluos. Hace pedazos su instrumento. Finalmente lo acepta, más por presión de su hija que quedó prendada de su belleza.

En la casa de Sainte-Colombe llega un enviado de la corte de Luis XIV, ataviado con sus prendas fastuosas. Le ofrece tocar para el rey. El ermitaño enamorado de las musas rechaza el ofrecimiento. No quiere mostrase. No quiere entretener. Solo es aprendiz de la diosa música, no director de un circo, de pelucas empolvadas y prendas lujosas. En la cercanía del gallo, del agua del estanque, de la chacra, de las estrellas, está su hogar, su palacio, su público.

Marais no quiere eso. Elige olvidar el arte que su maestro le ensenó. Deja a la hija de Sainte-Colombe; deja su casa; deja el camino. Desesperado cabalga hacia el palacio, el circo real. Le seducen los aplausos, las monedas, las opíparas comidas, el lustre bruñido de los mobiliarios, las cortesanas, la gloria mundana.

Pero a pesar de todo, Marais oculta la culpa, la certeza de que su olvido del arte denota traición. Su resto de conciencia lúcida le impide engañarse. La luz a través de la ventana de su cuarto suntuoso no es suficiente para eclipsar el recuerdo de lo que le enseñó el más grande intérprete de la viola de gamba. Él lo sabe: su maestro es águila lanzada en vuelo a kilómetros de distancia de la frivolidad cortesana. Sainte-Colombe ama la música, entre el pasto y la luna. Por eso, Marais no puede demorarse, tiene que volver con quien no olvidó el arte, y no usó la música como distracción. Marin Marais lo sabe. Pero no, seguramente, el que puso un tiburón dentro de un tanque de formol, el que manipuló la dignidad de un gran pez para divertir a un público que tampoco le preocupa el olvido del arte y que aplaude, o paga fortunas a un nuevo jefe de circo, que cambia los rubíes artísticos por embelecos grotescos. El olvido del arte de Marais en tiempos de Versalles, del rey que dijo el Estado soy yo, de la monarquía absolutista, se repite sin arrepentimiento en estos días. Esboza una sonrisa burlona que insinúa: logré engañarlos, logré que acepten como arte lo que acaso solo sea un fraude.

Y Marais, el de la parábola de Quignard, ya no puede tolerar la música como mero entretenimiento. Debe sanar su tristeza, tiene que volver al comienzo, recuperar la música real, la dama de la luna salvaje y tierna, la señora que hipnotiza a humanos y animales.

Algunos creen que son fieles al arte musical a través de pensar la “música verdadera”: de si la música es solo edificación moral, como para Platón: o medicina de alma para los chamanes; o música de las esferas, como propuso Pitágoras; o la música solo como pura o abstracta; o lo sublime y ambiental derramado hacia geografías o personajes, como en la música romántica; o la música de la solemnidad religiosa del peán apolíneo; o el canto de Orfeo para apaciguar a las fieras o la tormenta; o la música exaltada de Dioniso que erupciona desde el fondo de la vida, como piensa Nietzsche, siguiendo a Schopenhauer; o la música como libre experimentación y programa intelectual en Pierre Boulez, Iannis Xenakis, Steve Reich, Karlheinz Stockhausen, o tantos otros.
Pero no. La música primero es emoción previa al verbo.

Es sensibilidad empapada por todas las mañanas del mundo, por la humedad de todas las lluvias, y la energía y el viento de todas las tormentas. El ser en la música es sumergirse donde solo un pulmón sensible respira.
Entonces…

…el jinete llega a la casa en la noche. Desde el palacio donde reside, rápido distingue el lugar iluminado por las velas. Sabe cómo escabullirse y llegar hasta una casilla rodeada de oscuridad. Estrellas. Fango. Allí, Sainte- Colombe se refugia para tocar. Marais escucha escondido, se deleita. Como si fuera la primera vez, Sainte-Colombe practica, practica. Merodea la perfección. Siempre escurridiza. Y se dice para sí: “me dirijo a las sombras antiguas. Si hubiera al menos alguien vivo que apreciara la música, podríamos hablar”. Marais se siente ese interlocutor, e irrumpe desde “las sombras antiguas”, en el cuarto de penumbras y soledad. Anuncia que quiere expresar “los lamentos y los llantos”.

Pero Sainte-Colombe aclara:
“La música está para decir aquello que la palabra no puede. Es por eso que no es del todo humana. No está hecha para el rey y tampoco para dios porque dios habla por sí mismo; ni para el silencio que es lo opuesto del lenguaje; ni para los lamentos y los llantos”.

La música es casi no humana, porque es intraducible en definiciones, o descripciones superficiales. La música expresa primero la intuición de la sinfonía del mundo donde el verbo, el sustantivo, el adjetivo, no llegan. Es el regalo divino para expresar eso que la palabra no puede. Eso la acerca a lo divino. Su destino no es solo agradar, entretener, divertir a una corte ociosa, al rey, a la reina, a los cortesanos aburridos; y la música no expresa a Dios, pero quizá por algo distinto a lo que cree Sainte-Colombe, porque el Dios en el que él cree es un Dios personal, que acaso es únicamente un ser espectral, fantasmal, que solo habita en la imaginación humana.

Además, la música no puede ser silencio místico, porque lo musical necesita de los sonidos audibles y de su propio lenguaje. Y tampoco la música solo existe para sofocarse en los “lamentos y llantos” humanos. O puede ser eso, pero es más que eso…

La música expresa lo fino, intangible, sutil, la poesía escondida como reptil en los abismos, que lo hiperintelectual o lo banal no sienten. La intuición es lo que percibe las fuerzas poéticas como vibración musical en todas partes, en nuestro cuerpo, y en el entorno en el que siempre somos. Lo vivido no por la deducción de ideas sino por la inteligencia sensitiva de los sonidos. Lo inteligente sensitivo de la música como lo que entiende lo intraducible para la mente racional. La música como vida en tanto emoción de lo que se intuye, sospecha, no razona, en lo misterioso de los cielos, los horizontes, en un momento de dicha de la infancia o en un instante fugaz, o entre los cuerpos callados y muertos, y en quienes se hacen el amor, entre los metales y las flores. En todo laten las fuerzas musicales, las fuerzas poéticas a escuchar entre los humanos, los animales, la roca, los desiertos, el viento y el árbol.

El recuerdo del arte, en la música, poco tiene que ver con la capacidad técnica para ejecutar un instrumento. Es todo el cuerpo conmovido por las fuerzas sensibles en el espacio. Esas fuerzas son mas hondas que los océanos, reclaman ser un pez musical para sumergirse en ellas.

Sainte-Colombe toca las manos de Marais. Lo mejor es tocar juntos, no teorizar, ni lamentarse, no cambiar la música por palabras. Tocan entonces La tumba de los lamentos, el tema preferido de Madelaine (5).

Los dos músicos se aferran con ternura a sus instrumentos. No piensan en ningún aplauso, en ninguna recompensa. Solo sirven como el viento a la hoja que sube hacia las montañas; hacia las sensaciones intraducibles por las palabras; hacia la memoria de los muertos, y también hacia toda la vida que somos, mientras caminamos en la mañana lluviosa.


Citas:

(1) El Marais real tocó en un ámbito cortesano como obligada forma de realización como músico con una inserción social, seguramente. El Sainte-Colombe real, por su parte, sigue envuelto en una aureola de misterio. La contraposición ficcional es un recurso dramático y novelesco como la contrapartida entre Mozart y Antonio Salieri imaginada por Pieter Shaffer, el guionista del film Amadeus, de Milos Forman. El verdadero Salieri era un brillante músico, muy lejos de la mediocridad que le adjudicaba.

(2) Nos referimos a Damien Hirst.

(3) En el siglo XVII, los jansenistas eran puritanos que radicalizaban el pecado original y la depravación humana, y de ahí la proporcional necesidad del auxilio de la gracia divina redentora. El jansenista, en la práctica, vivía bajo un fundamentalista rigorismo moral.

(4) En el film Todas las mañanas del mundo, el joven Marais es interpretado por Guillaume Depardieu, que murió muy joven.

(5) La tumba de los lamentos era la pieza preferida de Madelaine (interpretada por Anne Brochet), hija de Sainte-Colombe, música que tocaba con el deseo de comunicarse con su esposa fallecida. La banda de sonido que combina temas de Marais y Sainte-Colombe fue organizada por el prestigioso violagambista, director de orquesta, y musicólogo español, especializado en música antigua, Jordi Savall.

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