El peor momento del día es después de comer, de pronto me invade un extraño sopor, sentada en el sillón, empiezo a dormitar y a soñar cosas extrañas. Ayer, por ejemplo, soñé que estaba en París, me veía caminando por los Campos Elíseos totalmente vacíos. No hay una sola alma. «Reste chez toi!», me ordena en francés una voz que viene de un altoparlante. «Je suis chez moi», balbuceo en tanto camino y camino con un miedo pavoroso. Súbitamente abro los ojos, y efectivamente confirmo que estoy en mi casa, no en Campos Elíseos pero en Polanco y siento el mismo miedo con el que me soñé. Reflexioné que me encontrara donde me encontrara en cualquier parte del mundo, me invadiría la misma angustia por no saber hasta dónde nos llevará la pandemia del coronavirus.
Llevamos casi cinco semanas de confinamiento. Ya no sabemos en qué día vivimos: si es sábado o martes; encerrados en nuestras casas, haciendo exactamente lo mismo que la víspera. Así como nos dormimos hasta las dos de la mañana, al otro día, bien nos podemos quedar en piyama hasta las seis de la tarde. «¿Me bañé en la mañana o fue ayer?», nos preguntamos confundidos. Desayunamos a las doce del mediodía y comemos casi al anochecer. A ese ritmo, podemos cenar, cualquier cosa, a la una de la mañana. Despiertos como nos sentimos, nos echamos otro capítulo de la maravillosa serie israelí Shtisel. Estamos confinados (término que se utiliza en el lenguaje judicial), encarcelados, como si viviéramos en una cueva o en una caja. Tenemos tanto tiempo que nos hace perder la noción del tiempo. A pesar de que nos sintamos dentro de una pesadilla (globalizada) que parece que no termina, no dejamos de pensar en el futuro, es una forma de afrontar a Eros y Thanatos: «Después de que todo esto termine, nos vemos para comer», le escribimos a nuestros amigos. «Cuídate mucho. ¿Cómo están tus papás?», les preguntamos afectuosamente. Hasta lo recomendamos en inglés: «Take care». Se diría que nuestro vocabulario que solíamos utilizar en las redes antes de la pandemia ha cambiado. Ahora cuando mandamos whats a amigos que no hemos visto hace siglos, no escribimos con prisa, cuidamos las palabras y con mucha solidaridad recomendamos textos periodísticos, películas, series o libros que valgan la pena: «Te recomiendo que leas: La amiga estupenda, de Elena Ferrante. Te va a encantar». «No dejes de ver la serie de Freud». «¿Ya leíste a Jesús Silva-Herzog? Está durísimo…». «¿Por qué no vuelven a ver 2001 Una Odisea del Espacio de Stanley Kubrick? Es buenísima, ideal para lo que estamos viviendo…». Las confinadas más nostálgicas que pertenecen a la tercera edad mandan fragmentos de películas que van desde El Último Cuplé con Sarita Montiel, hasta Cabaret con Liza Minnelli. Las más románticas que pertenecen a esta misma generación osan enviar algunas fotos de su boda, de cuando se atrevieron a ir al Festival de Avándaro de 1971 o de cuando eran chiquitas. Las más prácticas mandan recetas caseras de cómo hacer un gel o ponerse un cubreboca con un simple paliacate. «Este es el mejor, no hay manera de que entren los coronavirus». Como dice el neurólogo, psiquiatra y psicoanalista francés Boris Cyrulnik: «Esta terrible crisis podría traer un nuevo aliento de humanidad… (vocablo que se usa de más en más). Una nueva cultura mucho más humana y respetuosa. Cuando todo termine, redescubriremos lazos de afecto entre las parejas y en las familias».
Mientras llega esa ola de humanismo y de unión familiar, seguimos confinados. «Estamos doblemente confinados tanto en el tiempo como en el espacio», dice Étienne Klein, físico especialista del tiempo. «Tenemos la costumbre de decir que la diferencia entre el espacio y el tiempo se debe a que nos podemos mover libremente en el interior del espacio, pero no podemos cambiar voluntariamente nuestra posición en el interior del tiempo. El confinamiento cambia nuestra relación en relación al espacio y tiempo». Como nuestros días se parecen, nos faltan puntos de referencia. De tanto tedio, de pronto se nos va la memoria y no recordamos dónde dejamos el celular, las llaves de la casa o simplemente, el cepillo con el que nos estábamos peinando.
Como dice Mario Benedetti: «Cuando la tormenta pase/ Y se amansen los caminos y seamos sobrevivientes/ de un naufragio colectivo/ Con el corazón lloroso y el destino bendecido nos sentiremos dichosos tan solo por estar vivos/ Y le daremos un abrazo/ al primer desconocido/ y alabaremos la suerte/ de conservar un amigo».