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Samuel Marchan
Photos by Flavia Romani

The Juilliard School con el violista Samuel Marchan

Ombligo del mundo, rascacielos, hoyo profundo, 9/11, caleidoscopio, aeropuerto, de kilómetros a millas, desgarre, esperanzas que aterrizan, nostalgias que se enraízan, espacio físico que se encoge, subterráneo, subir escaleras, bajar escaleras, ratas insolentes, ratas resueltas, ratas urbanas, olores que ofenden, grúas, alcantarillas que fuman, ruido, ambulancias, bomberos, policías, pobreza desesperada, riqueza infinita, tribus tatuadas, trabajo, ojeras, sueño, sueño que agota, sueño que despierta, morir de visa, garras, casas compartidas, anhelos compartidos, camas compartidas, encuentros fugaces, amores que nacen, amores que se apagan, culturas, vibraciones, música, vivir sin límites, prejuicios que se desmoronan, libertad a ras de piel, arte que nutre, innovación, movimiento, tesoros escondidos, bares, soledad, amistades, raíces arrancadas y vueltas a reanudar.

Nueva York es eso y mucho más…

LA MÚSICA QUE LLEVAMOS ADENTRO

 

Samuel Marchan
Photos by Flavia Romani

 

Basta acercarse a Lincoln Plaza para empezar a respirar cultura. A pesar del bullicio de la calle inundada de un tráfico ruidoso y un incesante movimiento de personas, se percibe en el aire la paz de la música, del canto, de las artes escénicas, manifestaciones todas que nos devuelven la alegría de vivir y la confianza en los seres humanos.

Nos dirigimos a una de las más prestigiosas escuelas musicales del mundo: The Juilliard School, construcción mezcla de cemento y vidrios, imponentes, hermosa. Subimos la escalera amplia y nos cruzamos con jóvenes de todas las razas. Algunos van con su instrumento a cuestas. En ese espacio la música es la gran protagonista.

En lo alto de la escalera nos está esperando Samuel Marchan quien en esta escuela, hace muchos años, no solamente se formó como profesional sino encontró casa y familia. Lleva en las manos un casco de bicicleta cubierto con una malla de lana que reproduce la bandera de Venezuela. “Lo tejió la mamá de un alumno” explica siguiendo nuestra mirada. En sus manos una viola, el instrumento que ama y lo acompaña siempre, y un pequeño violín de papel maché alegre y colorido.

Han pasado los años y sin embargo Samuel no ha perdido su aire de muchacho entusiasta y agradecido. El mismo, imaginamos, que iluminó su rostro cuando subió esa escalera, por primera vez, como estudiante. Una meta tan difícil como ansiada por jóvenes de todo el mundo cuando sus sueños se desgranan en notas musicales.

Samuel conoce cada recoveco de The Juilliard, espacio que se despliega entre corredores infinitos. Aquí no solamente ha estudiado sino también ha trabajado y vivido. Su historia es casi un pequeño cuento de hadas. Empieza en Mérida, ciudad venezolana encajada entre montañas verdes, con calles adoquinadas y un gran fermento cultural. La Universidad de Los Andes siempre ha contado con docentes nacionales e internacionales de muy alto nivel. Allí se desarrollaban encuentros culturales, ferias de libros, festivales de cine. Samuel nace en una familia bendecida por el don de la música. Son cuatro hermanos y todos sobresalen como violinista, violista, pianista, cantante. Durante un tiempo los “Hermanos Marchan” tocaron juntos en un cuarteto que deleitaba a sus connacionales. En su casa fueron dos los grandes pilares en los cuales se basó su educación: la cultura, y en particular la música, y la solidaridad y generosidad hacia las demás personas.

 

Samuel Marchan
Photos by Flavia Romani

 

En Mérida los cuatro hermanos empiezan a estudiar música con profesores de la talla de los violinistas Oswaldo Vigas y José Francisco del Castillo. Cuando el mayor viaja a Caracas y se une a la Orquesta Sinfónica Juvenil que recién estaba empezando el maestro Abreu, abre un camino para Samuel quien lo seguirá gracias a la ayuda de uno de sus maestros más queridos y admirados: Joen Vásquez. “Un día lo escuché tocar la viola y desde ese momento supe que ese era mi instrumento, que yo quería aprender a tocar como él”. Vásquez, había regresado a Venezuela tras estudiar en Juilliard. Bajo su ala protectora el joven Samuel aprende, mejora su estilo y, gana una audición para tocar con la Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas.

Los recuerdos salen borboteantes. Nombres, lugares, detalles se entrelazan mientras paseamos por los pasillos de una escuela que es templo de excelencia. Desde pequeños cuartos nos llegan jirones esfumados de música extraídos de instrumentos diversos en un concierto de notas dispares y sin embargo llenas de armonía. Jóvenes de todas las edades, ajenos a lo que pasa a su alrededor, están concentrados en sus ensayos. De vez en cuando un grupo de alumnos, cual enjambre de abejas, rodea a algún profesor y se pierde en uno de los salones.

“Llegué aquí – cuenta Samuel – gracias a la generosidad de la profesora Margaret Pardee. Fue mi docente en algunos cursos de verano en Venezuela y, durante un viaje a Nueva York con mis hermanos, le pedí que me diera unas clases. Ella me animó a participar en una audición para entrar en Juilliard. Era una gran mecenas, ayudó a muchos venezolanos, hasta nos alojó en su casa”.

 

Samuel Marchan
Photos by Flavia Romani

 

Samuel ganó la beca para estudiar pero, tras el primer momento de euforia, entendió que, si bien sus estudios estaban pagos, no tenía dinero para mantenerse. Necesitaba un trabajo. Y lo encontró en el departamento de mantenimiento y limpieza de la misma Juilliard. “Aprendí a pintar, arreglar puertas, limpiar. Iba con una franela manchada de pintura y un carrito con varias herramientas de trabajo. En la parte de abajo, casi escondida, estaba mi viola. Nadie, al cruzarse conmigo, imaginaba que era un estudiante”. Unos locales dejados libres por la Compañía de Danza se transformaron en su casa y los otros obreros quienes trabajaban en su mismo departamento o en el comedor, fueron su familia. “Nunca me faltó comida porque todos compartían conmigo lo que tenían”.

Entramos en salones muy amplios, espacios acogedores, modernos, acondicionados para espectáculos y conciertos. “Aquí encontré a dios y al diablo”, sigue Samuel Marchan mientras cierra una puerta dejándose llevar por los recuerdos.

Tras graduarse en Juilliard cursó un master en NYU y paralelamente un curso para aprender el método Suzuki. “Fue una gran suerte porque conocer el método Suzuki me ha permitido dedicarme a la enseñanza”.

Si la música es la gran pasión de Samuel Marchan podemos afirmar, sin duda alguna, que la enseñanza es otra tan fuerte como la primera. En los más de veinte años transcurridos desde que salió de los salones de clase como alumno, se ha volcado a la docencia con un entusiasmo arrollador. No hay vecindario de Nueva York en el cual no haya dado clases de música en alguna de sus escuelas. Corre con su bicicleta de un lado a otro de la ciudad, sin pausa, de lunes a lunes, sin perder nunca el interés y mucho menos el buen humor. Ha replicado el modelo de las Orquestas infantiles y Juveniles venezolanas en Nueva York y New Jersey. Entre sus proyectos más hermosos está el de la “Orquesta de papel” dirigido a los más pequeños. Con cajas y vasos de cartón crea, junto con niños y padres, unos hermosos violines de mentira. Unos palos fungen de arco. “La idea es trabajar con niños de tres años que no están preparados quinestética y psicológicamente para trabajar con un instrumento de verdad. Gracias a estos violines de mentira, que construimos juntos, ellos pueden aprender fundamentos de postura. Sin embargo lo más importante es que el niño, casi sin darse cuenta, va entendiendo que el sonido y la música no vienen del instrumento sino de sí mismo. Sabe, desde pequeño, que, cuando tocas un instrumento estás generando una memoria, estás buscando tu voz”.

 

Samuel Marchan
Photos by Flavia Romani

 

Samuel trabaja con niños de diferentes nacionalidades, edad y condición social y su compromiso es siempre el mismo. “Somos una familia, un equipo, compartimos las penas y las glorias, las lágrimas y las risas. Es un andar juntos en un camino con piedras, con vaguadas, con sequías, con calor intenso y con frío”. Al hablar de los niños que encuentra en la parroquia Santa Teresa que oficia el Padre Alexis, sacerdote de gran apertura mental e incansable propulsor de la cultura, dice: “Hay niños que son hijos de familias de inmigrantes indocumentados. Para ellos es particularmente importante este espacio dedicado a la música. Les permite olvidar angustias y miedos, refuerza su autoestima y los hace sentir menos solos”. Al hablar de niños especiales agrega que también para ellos la música puede representar una gran ayuda. “Yo mismo soy disléxico y sufro de déficit de atención. La viola me ha servido como terapia y como refugio. Los niños aprenden a buscar la música dentro de sí mismos, sea cual sea su problema, y eso los ayuda siempre”.

La música, la capacidad de perseguir los sueños con dedicación y determinación son valores que animan a toda la familia de Marchan. Esposa e hijo están próximos a graduarse, ella en el Fashion Institute of Technology y él en Ciencias Políticas. La hija más pequeña, además de estudiar, colabora con el padre en sus proyectos de enseñanza musical, sobre todo con los más pequeños, toca violín y canta. “La música es una parte vital de nuestra casa. Escuchamos todo, sin restricciones”.   

 

Samuel Marchan
Photos by Flavia Romani

 

Samuel Marchan también está desarrollando un proyecto personal como violista. “Bach escribió una serie de conciertos para violín, pero también los recicló y los adaptó a otros instrumentos. En este caso para clavicémbalo en una tonalidad que es muy amigable para la viola. Yo los transcribí y los voy a publicar. Ya hice un primer estreno con uno de ellos y quiero hacer un concierto con todos en una orquesta de cámara. Este es mi bebé”.

– Si tuvieras que dejar Nueva York, ¿qué llevarías contigo?

Debo a Nueva York mi desarrollo profesional. Aquí aprendí a inventarme y reinventarme. Supe, desde que llegué, que no podía estrellarme contra una pared. Tenía que buscar la forma de romperla. En esta ciudad hice cosas que nunca pensé que iba a hacer y construí mi nombre con el trabajo. Me aprecian por ser lo que soy, por lo que hago y no por ser hijo o amigo de alguien. Esa capacidad de resistencia, ese aire de innovación, ese entusiasmo por hacer siempre algo nuevo es lo que llevaría conmigo si un día tuviera que dejar esta ciudad.

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