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Teorías de conspiración, una nueva religiosidad

Un amigo médico me comentó que estaba teniendo problemas aplicando su oxímetro en pacientes, por el simple hecho de que se niegan. Su alegato es que les están tomando las huellas digitales. Esta creencia, como la mayoría de teorías de conspiración, son falibles ante un poco de sentido común: a) el oxímetro desde su fabricación tiene una función la cual no es recolectar huellas digitales; b) de no ser así, sería un secreto difícil de guardar tomando en cuenta que tiene que pasar por grupos de control, ingenieros, líneas de ensamblaje, patentes, etc.; c) no hay finalidad de recolectar las huellas digitales en un consultorio; d) de hacerlo, no hay razón para esconderlo (como se hace en los aeropuertos); e) si el gobierno o los expedientes médicos desearan recolectar las huellas digitales, ya lo tendrían y probablemente lo tengan.

Hace unas décadas los temores nacían de la religiosidad. Las canciones exitosas lo eran porque escuchadas al revés se escuchaba la garganta del diablo. Asimismo, todavía en los años noventa, los programas de televisión eran considerados satánicos escondrijos de mensajes subliminales. Con el tiempo, el ascenso no tanto del ateísmo y agnosticismo, sino de una actitud religiosa más lega o al menos relajada, ha ridiculizado estas creencias.

Pensemos, que hace unos siglos, la animosidad entre grupos religiosos fundamentó la creencia en los libelos de sangre: que los judíos, en sus pascuas, sacrificaban niños cristianos. No es muy diferente a la afirmación actual que la élite (término difuso que se refiere a cualquier persona poderosa) crea una droga a partir de la sangre de niños aterrados. El elemento demoníaco se reemplaza por lo científico: en vez de un hechizo, un sacrificio a Moloch o al diablo, un producto sintético.

La peste negra y el VIH se consideraron castigos divinos; el nuevo coronavirus tanto el producto de un laboratorio como una simple mentira elaborada. El que sufre de paranoia de conspiración siente una sensación de superioridad, que debe ser un mecanismo de defensa ante las desigualdades y catástrofes. Antes, se exaltaban por su religión estricta: se negaban a cualquier entretenimiento poco pío. Los de nuestros tiempos se afirman como intelectuales por el simple hecho de cuestionarlo todo, en especial las instituciones que huelan a oficialidad y la academia.

Es curioso que pueda provenir de cualquier tendencia ideológica. En la ultraderecha conservadora se cree que la pandemia es un plan de la OMS, la ONU o cualquier entidad internacional para crear temor e imponer su agenda (esto significa, imponer todo lo opuesto a que ellos creen). La ultraizquierda culpa a las farmacéuticas o al FMI con un plan de crear economías más dependientes o vender inyecciones nocivas. Es una fórmula sencilla: la otredad, la cual opina lo opuesto a mí, tiene una red de mentiras y cortinas de humo sostenidas por la relación triangular poder-institución-medios, para imponernos el estilo de vida que considero incorrecto.

Al caer en la trampa de la conspiración hay poco que hacer. No son personas que sean víctimas de una publicación falsa. Son, más bien, quienes descreen fuentes certificadas y buscan activamente las que son poco confiables. Lo que termina sufriendo con estas actitudes no son ellos sino la paz civil y esto es justo lo que quiere lograr (no se me ocurre otra razón) quien empieza estas teorías de conspiración basadas en una mentira. Escribe Montaigne «mentir es un vicio maldito (…) si conociésemos su horror y gravedad, lo perseguiríamos con el fuego, más justamente que otros crímenes».

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