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Juan Pablo Gómez
ViceVersa Magazine

El techo de la ballena contra el tiempo

Una gélida noche decembrina de 1957, en la mítica plaza Sexmeros de Salamanca, justo debajo de una inscripción en la pared en la que se lee: “en esta esquina mataron a un hombre, rueguen a Dios por él”, tres muchachos ebrios entonaron un canto de ritmo subyugante que decía: “Los pájaros, los pájaros/ fornican en la Catedral,/ lanzan sus plumas contra el viento. /Los pájaros, los pájaros/ fornican en la Catedral” en una especie de alucinado performance. Esa noche, en plena juerga, estos tres muchachos decidieron fundar un grupo artístico al que llamaron “El techo de la ballena”, en alusión a una de las kennigar islandesas que Borges coleccionaba con amor filatélico, como le gustaba decir. “El techo de la ballena” era una metáfora para referirse al mar, que solía encontrarse en las sagas escandinavas. No se sabe si por gusto a esa metáfora particular, en referencia a la vastedad insondable del océano, como forma irónica por estar Salamanca tan alejada del mar, o simplemente por casualidad, estos tres jóvenes habían dado con un nombre que sería el más emblemático de las vanguardias artísticas en Venezuela.

Se trataba de Carlos Contramaestre, Caupolicán Ovalles y Alfonso Montilla. La cantidad de versiones y matices sobre los orígenes del grupo son abundantes, como es lógico que ocurra debido a cada subjetividad testimonial y a los estragos de la memoria. Lo cierto es que estos tres jóvenes venezolanos se encontraban cursando estudios en la más histórica de las universidades españolas, en pleno franquismo y huyendo, de un modo u otro, de la dictadura perejimenista. No se comprende bien cómo es que alguien huye de Pérez Jiménez para encontrase con Franco, pero en definitiva se trataba de que los padres sacaran del país a estos muchachos para evitar los escarceos políticos domésticos que no llevaban a buen puerto. Pero esa irreverencia ya estaba impregnada en estas almas que empezaban a descubrir el mundo en un entronque extraño entre el peso histórico de la capital clásica de la cultura española y la lectura subyugante de Lautréamont y Rimbaud.

Siempre se tiende a creer que la vitalidad enérgica de una ciudad universitaria y juvenil contrasta con la oscuridad legendaria de un peso histórico tan abrumador como el que se respira en Salamanca. Pero el contraste es un espejismo: el conocimiento y la nigromancia, la razón y la superchería, la historia y la leyenda, la fiesta y la muerte se funden con especial gracia en este entramado que forma la ciudad dorada donde nació el pícaro por antonomasia. De algún modo, todo el bestiario de piedra que vigila la ciudad pregonaba el suceso, todavía hoy poco medido, que acaecería en Venezuela pocos años después, cuando dos de estos muchachos –Contramaestre y Caupolicán- juntaran nuevamente sus embriagueces vitales.

En el primer capítulo de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche dice: “Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre”. La pulsión dionisíaca es la que termina llevando al hombre a querer dejar de ser artista (espíritu apolíneo) para desear convertirse él mismo, por fin, en obra de Arte. Es decir, lo dionisíaco reconcilia, une y armoniza al hombre con el mundo. Las fronteras, delimitaciones o divisiones quedan diluidas porque el hombre se reconoce como parte de un todo al que se funde gustosamente. Un poco movidos por esta pulsión y estimulados por el surrealismo francés, la generación beat norteamericana, el nadaísmo colombiano y el triunfo de la revolución cubana, algunos que circundaban el grupo literario Sardio y que se decían más comprometidos con la lucha radical de la izquierda, prefirieron refundar “El techo de la ballena” como especie de vértice contracultural en el que confluían el espíritu de ruptura, el afán por la lucha social y la volatilidad de encumbrar la expresión artística sin separarla de la vida. “El techo de la ballena” significó una eclosión en la sociedad y la cultura venezolana nunca antes visto, y se paseaba campantemente entre la provocación más lúcida y la actitud más naif, como intentando cubrir ese vacío cada vez más notable de una sociedad adormecida entre el consumo, la anestesia de la supuesta democracia representativa y la alienación petrolera. “El techo de la ballena” quiso promover el principio vital básico: la supremacía de la juventud libre, impulsiva y creativa como reivindicación fundamental de un deseo por una sociedad que necesitaba sentirse viva y justa. Su método más eficaz fue el escándalo y la subversión.

Además de los consabidos Contramaestre y Caupolicán, esta “revuelta” la integraron también Rodolfo Izaguirre, Adriano González León, Edmundo Aray, Francisco Pérez Perdomo, Efraín Hurtado, Dámaso Ogaz, Salvador Garmendia, Juan Calzadilla, entre muchos otros. La variedad, heterogeneidad o la condición de grupo multidisciplinario era evidente: pintores, escultores, poetas, narradores buscaban darle salida a través del espíritu contestatario a una necesidad expresiva común: el estruendo, la irrupción y el “aullido” (título de la novela de Allen Ginsberg) que acompañarían de forma inevitable los primeros años de la década de la lucha armada en Venezuela. Los límites entre el arte y la vida, o entre la ideología y la acción habían sido suspendidos.

Las dos primeras exposiciones artísticas de garaje de 1961 fueron la cristalización de la ruptura más sólida –valga la contradicción- de las vanguardias en el país. En particular, Homenaje a la Necrofilia, ideada por Contramaestre, se convertiría en un hito de la expresión más radical del arte: sacudir los cimientos de una civilidad cada vez más dócil, cómplice e hipócrita. Meses antes había ocurrido otro temblor expresivo: la circulación clandestina de un poema de cordel que sería emblema de la década: “¿Duerme usted señor presidente?” en el que Caupolicán Ovalles increpaba y apostrofaba con una osadía casi vertiginosa al presidente Rómulo Betancourt, tan denostado y cuestionado por todos estos jóvenes que lo veían como la cabeza visible responsable de tanta violencia y represión. Fue una época convulsa que necesitó expresarse artísticamente en el mismo tono: como se negaba el derecho a decir, entonces se reivindicaría el derecho a maldecir. Eso fue lo que más entusiasmó a Adriano González León del poema y por eso decidió efusivamente prologarlo, lo que le costaría el encarcelamiento. El poema había llegado a manos del mismísimo presidente, a quien no le había temblado el pulso para ordenarle a su ministro secuaz Carlos Andrés Pérez que, según la leyenda, eliminara a Caupolicán y encarcelara a Adriano. Este fue detenido por la Digepol en la seccional de Los Chaguaramos, mientras que Caupolicán ya había cruzado frontera, y viajaba de Cúcuta a Bogotá para encontrarse con miembros del partido comunista colombiano y con los poetas nadaístas. Tal vez habría recordado de golpe al toro de Salamanca en la entrada del puente romano, que había servido de advertencia y segundo nacimiento al Lazarillo de Tormes. Un verdadero filón novelesco.

Lo cierto es que un poema abrupto y visceral como “¿Duerme usted señor presidente?” se ha convertido en un clásico de nuestra literatura contemporánea porque representa la novedosa crudeza de una tonalidad que hizo de la necesidad contestataria una estética. Otras obras como “Asfalto-Infierno” de Adriano, “Las contradicciones sobrenaturales” de Juan Calzadilla, “Sube para bajar” de Edmundo Aray, “Los venenos fieles” de Pérez Perdomo, entre muchas otras, serían representativas de un aluvión que terminó siendo espléndidamente expresado en su conjunto en la novela de Adriano País portátil. Ahora, 60 años después de aquella noche en la Plaza Sexmeros de Salamanca, sin duda se abre un cauce cada vez más ancho para la mirada en perspectiva de la repercusión en toda su dimensión de “El techo de la ballena”, grupo artístico-literario (o actitud contagiosa), que merece ser puesto cada vez más en valor en una actualidad nacional tan oscura y convulsa. Al menos, en aquellos años Rómulo Betancourt fue capaz de reconocer el poder del arte y ordenó actuar en contra de la poesía. Ya ni eso.

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