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El teatro de la ciudad que nunca duerme

Nueva York es ya en sí un gigantesco escenario donde todo cabe y todo pasa, pero nadie sabe ni de dónde viene ni hacia dónde va. Aunque esto es lo menos importante, pues aquí cualquier proyecto parece posible; aun el inventarse una nueva persona y dejar atrás la que uno fue en el lugar de donde vino. No extraña entonces que las temporadas teatrales incluyan obras y espectáculos para todos los gustos y bolsillos; desde quienes cuentan con varios cientos de dólares para reservar una butaca en Broadway, hasta quienes disponen de una modesta suma para disfrutar del teatro alternativo, en las numerosas salas de la Gran Manzana donde nuevos y veteranos directores muestran sus versiones de obras clásicas y contemporáneas.

Quizás el director más comentado en la última temporada haya sido el belga Ivo van Hove, quien presentó sus versiones de obras clásicas del repertorio mundial, tanto en Broadway como en otros teatros de la ciudad, con gran éxito de crítica y público. Si bien desde los años noventa pudimos apreciar la calidad de sus trabajos, en la Brooklyn Academy of Music (BAM) y el New York Theatre Workshop de Manhattan, desde el mes de octubre hasta hoy la cartelera ha contado con producciones dirigidas por Van Hove.

Antigone de Sófocles, con Juliette Binoche en el rol estelar y producción del Barbican de Londres y Les Théâtres de la Ville de Luxemburgo, abrió en BAM la estación. La violencia enfrentada por Antígona en su odisea para enterrar al hermano asesinado, espejeó el dilema de las autoridades ucranianas para permitir la repatriación de las víctimas del desastre aéreo, ocasionado cuando el avión de pasajeros en que viajaban fue derribado el pasado año por misiles rusos. En palabras de Van Hove: “Los muertos quedaron pudriéndose al sol, por más de una semana, a los ojos del mundo. Finalmente, un convoy del gobierno holandés repatrió sus restos en una procesión funeraria a lo largo de más de 100 kilómetros. Esta fue una respuesta humana y civilizada de respeto hacia las víctimas”.

El ambiente de tensión, producido por tal insensible acto de violencia, fue trasvasado en una puesta en escena donde un sol, feroz como un ojo de fuego, bañó a los personajes, calcinando las esperanzas y los buenos oficios de Antígona, quien acabará siendo víctima de los odios de los otros. Juliette Binoche, mediante una sobria actuación, captó el abanico de matices del personaje, yendo de la súplica a la cólera y posterior resignación, pero sin perder su individualidad ni doblegarse completamente a la intransigencia de Creón (Patrick O’Kane). Aquí el heroísmo de la debilidad de Antígona fue creciéndose, en tanto negociaba con su tío la mejor ruta para lograr, ella también, enterrar dignamente a Polinices (Nathaniel Jackson).

A View From the Bridge de Arthur Miller, recientemente presentada en el Lyceum Theater de Broadway, igualmente espejeó las dinámicas de la tragedia griega trasvasada a nuestra contemporaneidad. En la dirección de Van Hove, esta obra del gran dramaturgo norteamericano, que recibió en Londres el Premio Olivier, con un minimalismo de recursos estremeció al público desde el ímpetu de las pasiones de personajes viviendo en situaciones límite. Eddie (Mark Strong) el patriarca de la familia irá desmoronándose a los ojos de Beatrice (Nicola Walker), la esposa marginada, su sobrina Catherine (Phoebe Fox), oscuro objeto del deseo, y Rodolpho (Russell Tovey), primo de Catherine, y quien encenderá los ardores de los protagonistas hasta el enfrentamiento mortal con Eddie por el amor de Catherine.

Aquí la tragedia griega se trasvasa a las vidas de una familia de inmigrantes italianos viviendo del trabajo en los muelles neoyorkinos, y donde la llegada como ilegal de Rodolpho, denunciado a las autoridades por un celoso Eddie, le permitió a Van Hove transpolar la acción al drama de los cientos de miles de refugiados, que desde el verano pasado se amontonan a las puertas de Europa escapando de las guerras y fundamentalismos en Oriente Medio.

El escenario se diseñó como una escueta caja de metal, a la manera de un ring de boxeo donde las peleas, reconciliaciones y traiciones fueron orquestándose como duelos entre los protagonistas. Unos protagonistas, inmersos en contiendas entre el afecto y la hostilidad, el dominio y la sumisión, en un crescendo para el cual las exaltaciones del desenlace quedaron obliteradas por el marco histórico contemporáneo que la ropa de calle y la música puntuaron, haciendo que la obra se suspendiera entre el momento actual y la eternidad.

La producción de otra obra de Miller, The Crucible, que esta primavera Ivo van Hove dirigirá en el Walter Kerr Theatre de Broadway, y un nuevo musical, Lazarus, en colaboración con el ya inmortal David Bowie que, también en primavera, el director belga traerá a Nueva York, auguran nuevos e interesantes eventos a estrenarse aquí de la mano de este sugerente artífice.

Por su parte, el artista franco-suizo James Thiérrée y la Compagnie du Hanneton presentaron en el Harvey Theater su espectáculo Tabac Rouge donde, como es habitual en este director, actor y coreógrafo, el espectáculo circense, el happening y la danza-teatro se combinaron en iguales dosis, seduciendo al público con la magia de la mise-en-scéne. Ensamblajes simulando muebles, contorsionistas desplazando mesas cubiertas por artefactos articulados a la par con fragmentos de objetos diversos, andamios que se transformaban en plataformas móviles sobre las cuales los actores realizaban acrobacias, conformaron un amplio crisol de elementos, puestos a enmarcar el humor y lo inventivo de las situaciones.

Aquí el sustrato teatral quedó supeditado a la improvisación y lo simbólico, si bien el hilo argumental evocó similarmente esta contemporaneidad, al traer a un primer plano la figura del autócrata rigiendo, pero desde la irrisión, los destinos de unos súbditos rebelándose ante lo caricaturesco del personaje. Thiérrée creó diversas capas de sentido, que iban separándose en tanto avanzaba la acción a fin de despojar al dictador de sus atributos. Una operación altamente subversiva, cuando nos devolvemos al terrible papel que las autocracias del nuevo milenio juegan hoy en el terrorismo y la desestabilización global, llevando a numerosos contingentes a huir como parias de sus tierras o a unirse, a causa de la desesperación y el resentimiento, a los grupos internacionales que operan a espaldas de la legalidad y la legitimidad territorial.

Refuse the Hour, otro espectáculo multimedia concebido y dirigido por el surafricano William Kentridge para su propio grupo de actores, músicos, compositores y coreógrafos, también nos enfrentó a nuestras propias ansiedades, aprensiones y recelos, reflejados sobre una red de espejos, que aprisionaron la escena de BAM y con ella al público asistente. Aquí el colonialismo europeo y el apartheid fueron diseccionados mediante un libreto musical donde Kentridge combinó las composiciones, del también surafricano Phillip Miller, con piezas del repertorio clásico, a fin de generar un diálogo intercontinental dable de unir ambas culturas hoy, cuando el diálogo intercultural se ha vuelto fundamental para lograr la convivencia en un mundo cada vez más conectado virtualmente y aislado analógicamente.

El uso de ingeniosos aparatos mecánicos, relojes, metrónomos y altavoces se asoció a la música y la danza para crear un concierto de ritmos, voces e instrumentos puestos a ilustrar la idea de la cronología y el movimiento, cuya implosión espaciotemporal igualmente aliena al individuo contemporáneo, encerrándolo en conceptos y creencias cada vez más restringidos. En este sentido, los monólogos del propio Kentridge, acerca de la importancia de examinar ideas y dogmas, con objeto de llegar a un consenso global donde se respeten las diferencias, aunaron poderosamente al público asistente, además de llevarnos a reflexionar acerca de la creciente importancia de las artes escénicas en la lucha por lograr una existencia más armoniosa para nuestros pueblos.

You Us We All, ópera teatral neobarroca del norteamericano Andrew Ondrejcak para el ensamble belga Baroque Orchestration X, erigió, como su nombre lo indica, un espacio inclusivo donde tendencias, estilos, épocas y credos se asociaron para constituir una serie de tableaux dedicados a cinco personajes alegóricos: Amor, Virtud, Esperanza, Tiempo y Muerte. En cada uno, actores, bailarines, cantantes y músicos tejieron diversas referencias a los distintos temas, extraídos del imaginario barroco, enlazándolos, en un irónico guiño, a reinas del pop contemporáneo como Beyoncé y Britney Spears. De este modo, low y high entrelazaron un tapiz de sentidos donde las citas a ciertas composiciones de Handel y Vivaldi también encontraron su lugar en la red significativa.

Un arcoíris de luz, sonidos y trajes realzó el espectáculo de BAM que si aparentemente privilegió lo frívolo, su esencia ilustró la importancia de aceptar las diferencias, tanto sexuales como raciales y religiosas, en aras de alcanzar un acuerdo de concordia para todos los colectivos. Según Ondrejcak: “Mi espectáculo aborda sentimientos de soledad, muerte, separación y pérdida, pero también de conexión. Aquí el aislamiento y la comunión con el otro deben compaginarse en todos nosotros. Algo que para mí es absolutamente real y necesario”.

Una obra que también se constituyó en un ejercicio de referencias cruzadas a través de épocas y estilos, fue King Charles III del dramaturgo inglés Mike Bartlett, dirigida por Rupert Goold para el Music Box Thatre de Broadway, y Premio Olivier a la mejor obra. Este agudo retrato de una monarquía en crisis, mira hacia el futuro de la Casa de Windsor, una vez haya concluido el reinado de Elizabeth II, la soberana más longeva del Imperio Británico.

Barlett aludió a la métrica shakesperiana para desarrollar el texto, trayendo a un primer plano los altibajos de la familia real, continuamente ridiculizada por la prensa amarillista. Ello le permitió al dramaturgo moverse entre la seriedad y la comicidad, caricaturizando por momentos a sus miembros, pero sin perder el norte ni caer en la irrisión desmedida. De hecho, el futuro monarca emerge aquí como un individuo sumamente articulado, si bien inseguro, quizás por la fuerza del carácter de las dos mujeres orbitando en torno a él: su madre y su actual esposa.

El fantasma de la princesa Diana planeó igualmente sobre la obra, dándole a la pieza un aire nostálgico no solo por lo que icónicamente ella representó, sino por la evocación de la época cuando reinó, sin corona, sobre una nación y un mundo muy distintos al actual, es decir, las dos últimas décadas del siglo XX, cuando parecía que muchos de los cataclismos de las décadas anteriores habían quedado atrás, al menos para los países occidentales.

Tim Pigott-Smith en el rol de Charles, captó los distintos matices de una figura oscilando entre la trivialidad y la gloria, pero sin atajar ninguna. Tal vez haya sido esa ambigüedad lo que ha contribuido a presentarlo, ante la opinión pública británica, como un individuo a quien no debe tomarse muy en serio, y sería mejor que la reina abdicara a favor de su nieto, muchos más a tono con la imagen de las celebridades del siglo XXI.

En tal sentido debe destacarse el musical Hamilton, del nuyorican Lin-Manuel Miranda, que ha llevado la vida del prócer Alexander Hamilton al hip-hop latino, con gran éxito de crítica y público. Paralelismos entre la vida de Hamilton y Miranda sirvieron para delinear el argumento, trayendo a un primer plano la experiencia del inmigrante y el desclasado. De hecho, casi todos los actores son hispanos o afroamericanos y actúan la vida del héroe, nacido fuera del matrimonio en St. Croix y criado en un orfanato, con gran conocimiento de causa, trasladando al Richard Rodgers Theatre de Broadway el vigor de un mestizaje cultural similar al de In the Heights, primer gran éxito de Miranda.

El fermento político de Estados Unidos en el siglo XVIII y la música nacida en los guetos urbanos, se entremezclaron en el argumento actualizando y revisitando, no solo el pasado del país sino el presente de unas comunidades, históricamente marginadas del discurso sociocultural anglosajón que este actor, director, compositor y dramaturgo representa. De hecho, Miranda protagonizó el rol estelar, dándole a Hamilton una lectura mucho más afín a las problemáticas contemporáneas, poco interesadas en la Historia per se.

Una meticulosa reconstrucción de la época, presente en la escenografía y vestuario contrastó, no obstante, con el rap del libreto y el hip-hop de la música, si bien no llegó a darse una colisión de estilos, pues la agudeza del autor se sobrepuso a las diferencias. En sus palabras: “El show refleja a la sociedad estadounidense actual”. Una sociedad que, si bien no ha superado los atavismos concernientes al racismo y el sexismo, muestra una voluntad de confrontarlos y discutirlos abiertamente, imprescindible para lograr la consecución de un mundo más justo para todos. Algo que el teatro ha traído a nuestra ciudad, espejeando el teatro de la vida, que se desarrolla día a día ante nuestros ojos pero, fundamentalmente, a los ojos del planeta, gracias a las infinitas aplicaciones del arsenal tecnológico, con el cual buscamos blindarnos contra los fenómenos circundantes, aunque sin dejar de seguirlos desde las redes sociales a nuestro alcance.

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