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Sumisión y/o palabra

En el séptimo de los veintiséis Diálogos con un Persa, datado en 1391, el emperador bizantino Manuel II Paleólogo –uno de los últimos emperadores cristianos de Bizancio, antes de la caída de Constantinopla a manos del Imperio Otomano-, se lee: “muéstrame aquello que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por medio de la espada la fe que él predicaba”. En el texto en alemán leído por Joseph Ratzinger en su conferencia en Regensburg el 12 de septiembre de 2006 –cinco años y un día después de la destrucción de las torres gemelas-, donde en castellano se lee “malvadas”, se lee “Schlechtes”, malas en un sentido que puede recordar en el que, en castellano, se entiende al mal sustantivado, El Mal. Sin embargo, esta sustantivación del mal puede conducir a engaño –lejos de mi, que quede claro, decir que Ratzinger yerra- en tanto la tradición occidental ha entendido al mal no como una sustancia en sí misma –aunque personalizada, sí, en la figura del demonio, encarnación definitiva e irreversible de toda impotencia- sino como una privación: la imposibilidad de realizar en acto aquello que pertenece a la propia potencia. Y si la potencia no se actualiza ¿cómo se le potenciará? Ya no sirve para nada, sino para echarla fuera (en caso de haber un afuera de la potencia, que podría entenderse como una desconexión absoluta del propio yo. Esta desconexión puede entenderse como puramente demoníaca: lo demoníaco es, también, la reducción del sí-mismo a una masa inconexa de impulsos. Por ello, el demonio es, precisamente, echado fuera. La excomunión es sólo, en este caso, la consecuencia política y social de la reducción del sí-mismo a un nodo irracional de impulsos incapaces de hallar reposo en su actualización, en tanto el impulso no tiene una finalidad distinta a la de su propia satisfacción, repetida por pura necesidad fisiológica, acentuada por la fuerza del vicio, una y otra vez).

A pesar de que la cita del Paleólogo pueda parecer escandalosa a los oídos de la progresía contemporánea –incluido un sinnúmero de líderes musulmanes que, entonces, la emprendieron contra el hoy Papa Emérito-, la conferencia de Ratzinger continúa explicando los motivos por las cuales el emperador bizantino afirma lo dicho. “El emperador”, explica Ratzinger, “tras haberse expresado con tal fuerza, pasa a explicar en detalle las razones por las cuales la difusión de la fe a través de la violencia es irracional. La violencia es incompatible con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma” (el énfasis es mío). ‘Dios’, dice, ‘no se complace en la sangre –y no actuar razonablemente (σὺνλόγω), es contrario a la naturaleza de Dios. La fe nace del alma, no del cuerpo. Cualquiera que quiera conducir a la fe necesita tener la habilidad de hablar bien y razonar con propiedad (el énfasis es mío), sin violencia ni amenazas (…) Para convencer un alma razonable (racional) uno no necesita de un brazo fuerte, o armas de ningún tipo, o de amenazas de muerte”. El argumento –al menos para la inteligencia occidental- es claro: no actuar de acuerdo a la razón es contrario a la naturaleza divina. Sin embargo, para la inteligencia islámica, Dios es absolutamente trascendente y, por ello, no está sujeto a ninguna categoría, incluida la racionalidad. Theodore Khoury, editor del texto leído por Ratzinger –a quien el Papa Emérito cita una y otra vez-, cita a su vez a Ibn Hazm –el prolífico teólogo musulmán cordobés del siglo X-: “Dios no está atado ni siquiera por su palabra, y nada le obliga a revelarnos su verdad. Si fuese su voluntad, incluso tendríamos que ser idólatras”. Esta declaración ilumina uno de los sentidos etimológicos de la palabra Islam. Islam es una derivación del verbo aslama, que traduce rendirse, someterse, aceptar. Aslama es, a su vez, otra derivación de la misma raíz trilítera s-l-m, de la cual también se deriva salam, paz. La paz, entonces es absoluta sumisión, en tanto la última conduce a la primera, y viceversa.

Aquí, el contraste entre ambas inteligencias –la occidental y la musulmana- se ofrece como, aparentemente, un hiato insalvable: cuando el Paleólogo explica que actuar σὺνλόγω es lo propiamente divino, se hace eco del λόγος que Juan incluye, parafraseando el primer verso de la Biblia, en el prólogo de su Evangelio: “en el principio era el Logos”, una palabra que es creativa en tanto creadora creadora y que es capaz de comunicarse consigo misma –añade Ratzinger- “precisamente como razón”: la razón es un diálogo de la palabra consigo misma; es la acción misma de discurrir. En ese sentido, los textos traducidos del hebreo al griego en Alejandría –la llamada Biblia Septuaginta– no son sólo una traducción sino una síntesis independiente de pensamiento que supone –en las palabras del propio Ratzinger- “un encuentro entre genuina ilustración (Enlightment, en la traducción inglesa de la conferencia) y religion”. La razón, en su diálogo consigo misma y en su comunicabilidad, dista de ser la absoluta trascendencia a la que apunta Ibn Hazm. En esas aguas –en esa fosa- navegan las posibilidades de diálogo entre ISIS y Occidente.

Meeting with the Representatives of Science, Lecture of the Holy Father 

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