Cuantos objetos acumulamos, aunque no sirvan para nada… objetos que llenan la vida de los tantos que vivimos en la sociedad de consumo, que nos invita a coleccionar como una manera de entretener la cotidianidad de cuando nos sentimos solos o vacíos… Compramos de forma aprendida, en una dinámica que se sostiene porque dotamos cada objeto de un valor emocional. Esos objetos se esfuerzan por representar de alguna manera, lo que somos, un cierto querer incierto, si se quiere, un quererse y ser querido. En principio cada objeto nos llama la atención por alguna cosa no siempre consciente, nos gusta por una razón que gran parte de las veces no entendemos. Y luego, nos recuerda una ocasión, nos remite a una situación, nos despierta una ilusión tal vez, y es así que nos constituye. Esa es la utilidad de los objetos inútiles, que lejos de lo que se podría sospechar, tienen larga vida.
Porque su vida no termina con el polvo y el pasar de los días de vida vivida de sus dueños. Aunque se convierten en lastre, cuando el andar acompasado de la vejez ya no sostiene el peso de su carga, los objetos inútiles encuentran vida en otras vidas. Incluso en medio del bosque, en una de las calles del pueblo abandonado, entre las casas habitadas por los olvidados o renegados o autoexiliados o vacacionistas, sucede la transacción de esos objetos que ya estorban y que buscan otra vida.
La subasta tiene lugar en Woodridge, a dos horas de NYC. Muchos de los que asisten son emigrantes centroeuropeos, de mirada encandilada como salidos del encierro; algunos otros resisten en su manera de ser americanos en el interior de la verdad de las cosas fuera de lo que dicta la moda, dignos representantes de usos y costumbres desdeñadas; otros curiosos se acercan por conocer el quehacer del pueblo donde se asienta su casa de vacaciones, la casa del bienestar y el compartir lejos de los tormentos de la gran ciudad, o la casa del sueño vuelto realidad de los neo hippies. En todo caso, la subasta es el único entretenimiento del pueblo, a la que acuden todos. Todos menos la comunidad jasídica que, a pesar de ser la más numerosa, es austera en el vivir, parca en el consumo y las relaciones con los distintos. Gentes de todas las edades acuden sin falta, por distraer la tarde de sus sábados entre objetos usados, en relativo buen estado. Llueva, truene o relampaguee, todo, que es mucho, se vende cada sábado. Lo que empieza a cotizarse en 200 dólares, termina vendiéndose en 25 o 15. No es Christie’s ni Sothebys, el precio de arranque no es el mínimo sino el máximo y risible. La mayoría de los objetos son decorativos por no decir absolutamente inocuos, de valor “estético dudoso”, pero siempre hay alguno al que le gusta, son muchos los que viven en la “estética dudosa”, enceguecidos y confiados por la seguridad que aporta el confort del consumo de masas que no deja espacio a la discrecionalidad. Gentes que no se conocen se encuentran en la venta de lo que no vale puesto a valer o viceversa, y es así que los vecinos se enteran del contenido de otras casas donde nunca han entrado ni entrarán, conducidos por la voz del subastador, predicador que lleva el pulso de la ceremonia.
Esas otras casas de césped tallado y jardines adornados que parecen de cuento, revelan en la subasta, sus interiores repletos de basura, desorden y muertos vivientes, en la maraña de floreros enormes esmaltados de un verde ofensivo, collares de plata garantizada imitación de lo que se imagina que fueron las joyas de una reina, carritos de juguete de modelos antiguos que nunca se vendieron, rompecabezas, un juego de dominó, un limpiador de pisos propulsión a chorro, apenas usado… 30, 30 30… 20, 20, 20… 10 dólares, quién da 10 dólares por este maravilloso exprimidor de jugo manual… 10, el 234 da 10, 11, 11, 11, ¿quién da 11?… el 867, da 11… 12, 12, 12… quién se lleva este maravilloso exprimidor de jugo, perfecto para empezar las mañanas del verano, 12, 12, 12… ¡el 867 se lo lleva por 11!…
Y en medio de la histeria de esos objetos que pujan por un nuevo hogar, surge a pedazos, una extraordinaria colección de muñecas, de valor excepcional. Cientos de muñecas, de mirada asustada y posturas maltrechas, desparramadas en el olvido, reposan quietas y discretas, en cajas esparcidas por el espacio lleno de cosas y gente, a la espera de que alguno de los asistentes subastadores las haga emerger al precio del mejor postor. Muñecas de todos los tamaños y proveniencias, algunas muy antiguas y valiosas, acumuladas en casitas con todo el mobiliario, la vajilla y la indumentaria… o en repisas adornadas a propósito… las cestitas pequeñitas, todas distintas y encantadoras, en una repisa también tejida de paja, arrumada en algún otro rincón… cajas temáticas, la de navidad con arbolito y Santa Klaus, o la de los indios americanos con plumas, tienda y oso, historias silenciadas por el horror de la desarticulación que les robaba todo el sentido. La colección se empezó a vender a pedazos, por lotes de muñecas metidas en cajas de cartón, a muy bajo precio, nadie parecía valorarlas mucho. ¿Cómo no pensar en el esmero de la señora que las coleccionó durante toda su vida como un tesoro? ¿Cómo esquivar la tristeza de presenciar la indolencia ante su esmero?
Sin duda esa colección la había hecho una mujer, muy anciana tal vez, ya fallecida, y los hijos sin saber qué hacer con la poesía de la vida de la madre muerta, la consignaron en la subasta del pueblo.
El azar me permitió conversar con la reina del tinglado, una señora profusamente adornada con collares, uñas postizas texturadas, sombrero de medio lado y contundente maquillaje, animal print por aquí y por allá, y zarcillos exuberantes… Más que el azar, confieso que me entretuve en detallar su aspecto hasta que me detuve en sus cejas dibujadas con espesor en algún lugar de su frente, y ella en respuesta a mi indiscreción, me saludó con una confiada sonrisa. Ella y su marido, los dueños de la subasta. Ella, cubana de origen, emigrada hace 40 años a este pueblo, de español torpe ya; él, norteamericano en sus 70 largos, era el calvo de lentes que contabilizaba cada adquisición en la computadora. Dos pantallas reproducían lo que las cámaras de los teléfonos celulares de los tres ayudantes mostraban, sobre todo en el caso de los collares, anillos, zarcillos y demás menudencias. Al micrófono, el experto animador de subastas, hacía su rap de precios, números de clientes, y descripción de objetos, en una narración atosigada y atosigante, a ritmo desenfrenado, de una eficiencia espeluznante: terminé completamente hipnotizada como si se tratara de un mantra, sin importar lo pueril del contenido.
La señora cubana me contó que la propietaria de las muñecas era ciertamente una viejita que, aunque aún no ha muerto, sus hijos decidieron empezar a liquidar su corotero. Sentí estupor por lo que resentí como una crueldad. ¿Es que acaso vendiendo las muñecas por docenas, arrumadas en cajas de cartón, a diez dólares la caja, terminarán los hijos por contabilizar un beneficio que justifique su venta? ¿Representarán de alguna forma esos dólares, el valor que tienen esas muñecas para su dueña? Una colección semejante, sólo puede ser construida en años, muestra una vida de ilusión articulada en el tiempo, que mal podrá encontrar continuidad en otra casa, toda vez desarticulada, desmembrada, las muñecas separadas de sus pares.
Me esforcé en el optimismo de imaginar las muñecas, aunque separadas, queridas en alguna otra casa. Siempre es mejor destino que la basura. Pero no conseguí suficiente alivio al peso que sentía en el pecho y salí de allí, tal vez para nunca más volver, con estas líneas atragantadas en la responsabilidad que siento de honrar la delicadeza de espíritu de la señora que dedicó su vida a hacer esa colección invalorable de muñecas y tasitas diminutas de porcelana, encajes y cortinitas, sombreritos, zapaticos… Mientras me pregunto qué pasará con lo mío cuando me vaya.