Mi amigo Jota es un jazzista reconocido que rara vez atiende conciertos o escucha algo distinto al jazz. La otra noche, mientras hablábamos de música en mi casa, intenté ponerle un disco de Arsenio Rodríguez que hace poco redescubrí, pero Jota me frenó. Agrandó mucho los ojos cuando supo de dónde salía la música y de un manotazo cerró mi laptop: con Spotify ni se te ocurra, dijo. Y nos quedamos mudos por un momento. O no, en realidad nos quedamos mudos casi la noche entera.
Hace algunos meses pasó algo parecido con otro amigo, un DJ neoyorkino. Spotify es una mierda, decía él. Y se quejaba eufórico: no nos da nada, se queda con nuestras regalías y más encima nos quiere hacer creer que deberíamos estar agradecidos por la publicidad que nos hace; si usas Spotify es porque no crees en los músicos, puede que apoyes la música, pero no a los músicos. Dije que por medio de Spotify había descubierto y seguía descubriendo a muchos músicos y que por eso compraba sus discos y asistía a sus conciertos. También le recordé que fue por medio de otra plataforma, como Spotify, que lo había encontrado a él. Logré que se enfadara, pero tanto el enfado como la discusión terminaron cuando le pregunté que si recordaba la última vez que había pagado por asistir a un concierto. Su respuesta fue: no. La mía fue el silencio.
En noviembre de 2013, el editor literario y ex integrante de la banda de rock alternativo Galaxie 500, Damon Krukowski, escribió para Pitchfork que “Pandora y Spotify se están dedicando a socavar la industria artesanal de producir discos para venderlos por mucho más dinero del que ellos pagan por obtenerlos y sin dar nada a cambio a sus creadores”. Pocos meses después, la compositora y directora de orquesta Maria Schneider dijo a ClassicalMPR “que compañías como Spotify están logrando que la música se desvalorice como arte, y que mientras convencen a los músicos de que les están haciendo promoción, también convencen a la gente de que no tiene que pagar por la música”.
La solución que propone Krukowski es que los músicos ofrezcan su música gratis a través de sus propios sitios web, como lo hace él desde que canceló su contrato con Spotify. Una solución no muy pragmática, me parece, pero que podría considerarse, de no ser porque para buscar una solución, primero hay que tener un problema claro y real, y yo no lo veo ni tan claro ni tan real. No es lógico –aunque sí facilista– que le atribuyamos exclusivamente a las aplicaciones de reproducción de música via streaming, el viejo problema de las industrias discográficas. Y la propuesta de Krukowski cobra menos sentido cuando nos confiesa que tiene una suscripción mensual a Spotify “porque ama la música y el acceso que spotify le da a la música de todo tipo y de todo el mundo es increíble”. ¿Entonces esto significa que también él hace parte de los que socavan la industria artesanal de los discos sin dar a cambio a los artistas lo que merecen? No creo, pero Jota diría que sí.
¿Y cuál puede ser la amenaza que representa este tipo de plataformas para los músicos? Krukowski cuenta que, por lo menos para quienes no tienen acuerdos especiales con sellos disqueros o con la misma compañía, el valor pagado por pista reproducida está alrededor de los 0.004611 centavos de dólar. No es difícil concluir que sólo artistas con la fama de Bono –quien por cierto, defiende a Spotify– encuentran en estas plataformas un negocio lucrativo. Pero tampoco tiene mucho sentido pensar en estas plataformas como medios directos para lucrar al artista: primero, porque ni siquiera los discos lo son y segundo, porque lo que ofrecen estas plataformas es el acceso a la música y no la música misma. Si es verdad que el acceso parece inagotable y en apariencia contraproducente para las ventas discográficas, también hay que ver que se trata de un acceso al descubrimiento, de un acceso momentáneo, y que esto difiere en mucho del acceso a la propiedad –y a la calidad de sonido–; lo cual es, al fin de cuentas, lo que nos interesa a quienes seguimos comprando música.
Me pregunto y pregunto a Schneider: ¿realmente puede el consumidor alterar el valor artístico de una obra por su manera de acceder a ella?, ¿acaso son menos trascendentales las obras de Thelonious Monk o de Bill Evans porque ahora puedo escucharlas –no poseerlas– por bajos costos? De ser así, el problema empieza en el receptor y no en el emisor. Y ese ha sido el problema de siempre, si es que quieren ver uno.
Lo que está claro es que quienes nunca han comprado discos mucho menos lo harán ahora. Lo que no, es qué tanto deberían importar este tipo de audiencias. También debería ser claro –pero lo aclaro aquí porque parece que no lo es– que quienes siempre han comprado, coleccionado y atesorado discos, seguirán haciéndolo a pesar de todo –o hasta más no poder–. La adquisición física de un disco cada vez tiene menos que ver con la música y está más ligada con una especie de apego nostálgico por el objeto.
Recuerdo que el crítico de música, Alex Ross, escribió una vez en The New Yorker que sentía mucha nostalgia por el primer disco que compró, pero no podía sentir nada por el primero que descargó. Recuerdo que varios amigos me han dicho que les pasa lo mismo. Y recuerdo que el primer disco que compré, lo compré porque me sedujo su carátula. No es algo que me ocurra hoy con frecuencia. Quiero decir: ya no encuentro muchos discos cuyos diseños de carátula le hagan justicia a sus contenidos. Es más, rara vez encuentro una carátula de disco que me seduzca. Salvo contadas excepciones, los músicos contemporáneos no se esfuerzan por diseñar carátulas memorables, ni tampoco parecen tener mucha claridad sobre aquello que desean que la gente compre y conserve. Y si lo que ofrecen son dos pedazos de cartón con una foto mediocre y un diseño algo más que mediocre, o acaso un sobre acartonado sin literatura que por demás no encaja en los anaqueles de ningún porta discos, ¿por qué la gente debería comprarlos? Por lo menos en mi casa no hay espacio para este tipo de objetos.
Así que cuando digo que quienes siempre han comprado discos seguirán haciéndolo a pesar de todo, no me refiero a que lo harán a pesar de Pandora o Spotify, sino a pesar de la triste calidad de los objetos. Porque para quienes todavía coleccionamos discos es triste, tristísimo, tener que resignarnos a lo que muchos músicos –sobre todo los independientes– y sellos disqueros nos ofrecen últimamente, aun cuando el contenido musical sea valioso. Y si lo que desean es que la música se venda online, ¿por qué se les olvida con tanta frecuencia que quienes compramos música siempre queremos mucho más? Por ejemplo, ver cómo se hizo, cuándo, cómo. No hace falta tener un presupuesto de diva para poder lograr una pieza de arte. No. Lo que hace falta es creatividad, delicadeza, inteligencia. Lo que hace falta es que quienes más se lamentan por la decadencia de la industria discográfica –músicos y productores– se preocupen un poco más por las sutilezas de la misma. Por lo menos un poquito. Ocuparse mejor de la producción material de los discos no garantiza que estos se vendan más, aunque sí que se vendan a quienes sabrán apreciarlos y que se vendan sin que ningún comprador piense que le está haciendo un favor al músico. En otras palabras: si le van a poner estuche a la música, hagan que ese estuche valga la pena.
Pero debo aceptar que en algo, de todo esto, mis queridos músicos tienen razón: Spotify es una compañía ágil que se lucra fácilmente con sus trabajos. Sería injusto ignorarlo. Aunque también es poco inteligente ignorar que ese enemigo puede ser un aliado. Por eso me gusta lo que opina la chelista Zoe Keating: “Si el modelo del nuevo mercado dice que en el futuro yo no tendría que estar vendiendo muchos discos, pues perfecto, entonces reproduzcan mi música online y a cambio pónganme en contacto con esa gente que irá a mis conciertos y pagará por mis posters”. Pero me gusta más lo que dijo una vez Igor Stravinski: “No basta con escuchar la música, también hay que verla”. En otras palabras: si uno ama la música Spotify no es ni será suficiente. ¿Y por qué a los músicos debería importarles –tanto– quienes no aman lo que ellos hacen?