Cuando uno escribe, el lector es uno
Jorge Luis Borges
Durante las capacitaciones, talleres, seminarios y clases que he guiado en materia de redacción, ortografía, citación y demás aspectos relacionados con la escritura académica, inicialmente se suele partir de un taller diagnóstico en que se definan las mayores falencias que se pueden discriminar en cuatro matrices: omisiones, impropiedades, vicios de dicción, así como la falta de lectura y de relectura.
El primer caso es, tal vez, el más común, y se reconoce por medio de la falta de acentuación ortográfica, de signos de puntuación, de aplicación de normas de citación, entre otros. Ante esto, como no puede ser de otra manera, es necesario acompañar el proceso de escritura de manera asertiva y constructiva, por medio de andamiajes que permitan al estudiante reconocer sus omisiones. No obstante, por mucho que se insista, me he dado cuenta que el problema obedece a un aspecto más generalizado, la prevención y el miedo a escribir.
Esta semana, en un curso de escritura en Ecuador, una de las participantes, con un solemne decoro, manifestó que la escritura es su debilidad. Esto sirvió de base para entablar una discusión bastante proactiva, pues se permitió concluir que, más que de debilidad, se debe hablar de reto; aunque parece una frase típica de coaching motivacional, justifiqué esta premisa en que la compañera, si bien hizo esta declaración, al ver su gran disposición y participación en el curso, el hecho de que ella quiera aprender implica, per se, una responsabilidad con el desafío de la escritura.
También se infirió que dicha prevención obedece a un aspecto que, infortunadamente, se heredó de los modelos tradicionales que nos predispusieron a que la escritura se basa en una estructura gramatical que, si bien valiosa, no solía desprenderse de la teoría y engulló las destrezas comunicativas a coscorrones y juetazos, sin estimar que a escribir se aprende escribiendo, como dirían Juan Antonio Bustos y Rocío Bustos. Lamentablemente, una amplia mayoría se escuda en que no nacieron con el don o que la redacción no es su fuerte, y ¡zafa, jirafa!, ahí se quedan en el círculo de purgatorio donde Dante ubica a quienes sufren de cutupeto.
En este sentido, conecto con el ítem de impropiedades, que se refiere a los usos que no obedecen a los principios ortográficos o gramaticales. En este punto, vale estimar que esa misma tradición ha hecho que el error sea visto casi como pecado, al menos en el ojo de los prescriptivistas; por ende, se erige el sofisma de que, para no pecar, mejor es no obrar. Sin embargo, partiendo de la idea de Bustos y Bustos, quienes escriben con presuntas incorrecciones están un escalón arriba, pues tienen la osadía de escribir apropiadamente, sin estar limitados al acto natural de equivocarse. Por ende, para lograrlo, es necesario superar la barrera o el estigma del error, obviamente cuando no se trata de actos premeditados.
Asimismo, es bastante habitual que, en la escritura, se entrecrucen los famosos vicios de dicción o vicios del lenguaje, entendidos como empleos inadecuados que pueden recaer en dificultades de interpretación, reiteración innecesaria, entre otros. En estos se clasifican: dequeísmo, queísmo, leísmo, laísmo, loísmo, redundancia, rimbombancia, ultracorrección, barbarismo, anfibología y cacofonía. Frente a estas posibilidades, que son comunes, incluso, en los escritores más avezados, la fijación en el estilo, el reconocimiento de las categorías textuales, la consonancia entre la forma y la intención comunicativa y, sobre todo, la práctica se estiman como estrategias para lograr, cada vez más, una soltura que genere mayor gusto y claridad en la lectura, bajo las premisas de la cohesión, la adecuación y la coherencia.
La última matriz, correspondiente a la lectura y la relectura, supone una de las situaciones que, si bien son las más fáciles de solventar, están también entre las más comunes: por el afán y la despreocupación, entre otras causas, el estudiante-autor postula su escrito sin darse el necesario beneficio de leerlo y releerlo; así, se escapan errores tipográficos y se pierde una gran posibilidad de autorretroalimentarse, autocriticarse y, por supuesto, establecer un vínculo con la propia creación.
Finalmente, es necesario referir que el profesor, más que ser un corrector automatizado, debe asumirse como un acompañador del proceso y evaluador constante de los fenómenos: en eso consta, precisamente, la determinación de la pedagogía contemporánea en lo que concierne a las destrezas comunicativas; así también, es preciso desplegar la consideración sobre la estimación de estilos que se van definiendo con el bagaje en el menester escrito, más que alentar radicalismos que limitan el ejercicio argumentativo y crítico, sin desestimar que hay máximas, normas y premisas que alimentan la lengua, comprendiendo que lo anteriormente expuesto puede servir para entender algunos aspectos de la vida no necesariamente ligados a la academia, pues el texto es, de alguna manera, una representación de lo que somos, observamos y creemos.