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Sor Juana, Sor Mariana y el lugar de la carta en el imaginario actual

Cuál es el lugar de la carta en esta contemporaneidad. Pareciera que, con la revolución tecnológica, la correspondencia ha caído del lugar privilegiado, mantenido durante siglos y esfumado ahora, con la rapidez puesta en esas misivas electrónicas escritas y borradas para siempre con un clic, del universo ciberespacial.

La carta de amor, por ejemplo. Pienso en la escritura de la carta de amor como tarea de encuentro en el otro. La carta me sitúa ante un yo que es el mío en el otro. Su conjunto podría trazarse entonces cual itinerario autobiográfico de la pasión; la puesta en escena en correspondencia del deseo que se declara en la carta, es decir, “el discurso de la confesión” según Michel Foucault, cual “palabra obligada, requerida, que por una coerción imperiosa hace saltar los sellos de la discreción y el olvido”.

Carta como expresión de una intimidad que puede o no hacerse pública. ¿Quién la escribe?, ¿a quién?, ¿con qué objeto? Preguntas siempre dables de plantearse. Desde Sócrates a James Joyce, de Platón a Jacques Derrida, al escribir una carta yo me reproduzco para el otro o me convierto en lo que quiero ser para el otro. En el primer caso, el destinatario recibe una trasposición de mí mismo: “Mi vida sigue copiándose a sí misma”, confiesa Jorge Luis Borges, y me permite descubrir cómo era yo en el corto plazo… o tiempo después. “El negativo de una fotografía a revelar veinticinco siglos más tarde”, apunta Derrida a propósito de las cartas de Sócrates, en una operación imposible de repetir hoy para los siglos venideros.

En el segundo caso, la carta es el recipiente de una transformación que pone en evidencia las distintas facetas del yo: apasionado, como las de Lord Byron a Augusta Leigh cuando afirma que “ningún poder humano carente de destrucción evitará que te vea, cuándo, dónde y cómo a mí me plazca”. Resignado, como las de amor imposible escritas por Richard Wagner a Matilde Wesendonk: “¿Es que mi obra merece que me sacrifique por ella? ¿Pero tú? ¿Tus hijos? ¡Vivamos!”. Confidente, cual se manifiesta el joven Borges ante Jacobo Sureda con respecto a su exaltación ante Concepción Guerrero: “El azar hace que nosotros nos veamos siempre cerca del crepúsculo, en casa de Norah Lange”.

Una transformación que busca resonancia en el otro pero solo adquiere auténtico eco al violarse el secreto de la correspondencia, pues es entonces cuando el destinatario se hace ficción y el lector como voyeur se inmiscuye en la intimidad de la relación. Es este el caso de Madame de Staël, quien en sus cartas perfila la política y el mundo intelectual de la sociedad francesa desde la Revolución hasta la Restauración.

También, a veces, para definir un sentimiento hay que dejar hablar a la carta, tal cual lo hace Antonin Artaud en su ensayo sobre Vincent Van Gogh cuando, tras citar una de las cartas del pintor a su hermano Theo, exclama: “Qué fácil parece escribir así”. Ella se inscribe entonces como el rastreo periódico de la pasión en un modo similar al del diario: “ancla que rastrea contra el fondo de lo cotidiano y se engancha a las asperezas de la vanidad. Asimismo Van Gogh tiene sus cartas y un hermano a quien escribirlas”, nos dice Maurice Blanchot.

Se observa, pues, cómo la carta es el instrumento que le permite al yo abrirse cual abanico y mostrarse con una precisión mayor a la de cualquier otro género literario; porque a diferencia de la narración, el poema o el diario mismo, la carta constituye la mitad del discurso que busca ser completado por el otro. Aguardando la respuesta, el yo se afina en la espera; y es esa anticipación lo que lo cincela e hipersensibiliza, haciéndolo pasto de cambios y mutaciones constantes: “Como deseo la carta de amor espera su respuesta; obliga al otro a responder, a falta de lo cual su imagen se altera, se vuelve otro”, nos indica Roland Barthes.

Si nos remitimos, por ejemplo, a la “Carta Atenagórica” de Sor Juana Inés de la Cruz y a las “Cartas portuguesas” de Sor Mariana de Alcoforado, el remitente aguarda una contestación, la prueba sensible de que su deseo ha tenido eco en el otro; que no ha sido desechado o archivado, a la manera de las cartas donde, como en el amor, también se solicita algo —un trabajo, una recomendación, la publicación de un manuscrito— que generará un silencio o, a lo sumo, una respuesta en la cual se le notificará a quien la escribe que su petición podría ser considerada, si en el futuro surge una posibilidad, o se mantendrá, tal cual los norteamericanos apuntan, en active file.

La forma como ambas monjas se alteran y alteran la imagen del otro, si bien es fruto del mismo deseo, este genera dos tipos de carta con objetos y propósitos bien diferenciados. En sor Juana, la “Carta” surge como simulación del yo y está dirigida a un lector cómplice con el afán de criticar un sermón religioso; en tanto que, en Sor Mariana, las “Portuguesas” se escriben como expresión masoquista del yo y están dirigidas a un lector ajeno, con la intención de ilustrar los diferentes estadios por los cuales atraviesa la pasión amorosa cuando no es correspondida.

La lectura de ambas correspondencias es fascinante, pues resulta clave para perfilar el cambio radical de dos vidas y entender el curso de dos historias, insertas en el estadio de la escritura barroca —la de Sor Juana—y de la escritura galante —la de Sor Mariana. Dos vidas cuyos paralelismos ejemplifican, además, la situación de la mujer durante el siglo XVII, y se vuelven mucho más cercanas, al ellas haber profesado jóvenes e impulsadas por razones ajenas a la vocación religiosa.

Sor Mariana de Alcoforado y Sor Juana Inés de la Cruz nacen con ocho años de diferencia, la una en 1640 y la otra en 1648. Mariana entra al convento portugués de la Concepción de Beja a los once años, y Juana al de San Jerónimo de la Nueva España a los veintiuno. Ambas obligadas por el poder de lo masculino. La primera, forzada por el padre, quien veía aumentado su prestigio y sus prebendas en cada nueva hija entregada a la iglesia, y la segunda, constreñida por la prohibición de educarse formalmente impuesta a su sexo. Tanto una como otra adquieren, así, esa “habitación propia”, de Virginia Woolf, que les garantizará la tranquilidad necesaria para abocarse a la exploración epistolar del yo a través de su entrega en el otro.

Estas analogías se hallan reforzadas por un doble misterio. Por un lado, la “Carta Atenagórica” se adscribe a una triple incógnita: ¿quién era su verdadero destinatario?, ¿cuál fue el propósito último de la misiva?, ¿de dónde la naturaleza del impulso que conminó a la monja a escribirla? Sor Juana contaba con una posición sólida como intelectual de su época, tenía a su favor la protección de los virreyes, un espacio cómodo donde pensar y estudiar; para qué arriesgarse a perderlo todo criticando un sermón que había sido pronunciado cuarenta años atrás, y seguramente olvidado hasta por su propio artífice, el jesuita Antonio de Vieyra, quien por lo demás nunca se enteró de la crítica. Si en última instancia entonces el propósito y tema desarrollados a través de la “Carta” eran lo menos importante, a santo de qué incurrir en todo ese proceso simulatorio, y al ocultamiento también doble del destinatario verdadero, el cual hace todavía más sustancioso el misterio al publicarla travestido de mujer.

Por su parte, las “Cartas portuguesas” se acogen a una incógnita mucho más simple pero igualmente apasionante, la de la identidad. Fue realmente Sor Mariana quien las escribió o, como apunta Margot Glantz, son el resultado de “la pluma golosa de un gentilhombre fatuo y rabelesiano, Monsieur Lavergne de Guilleragues, embajador de Francia en Turquía, muerto en deuda con su carnicero”.

La crítica portuguesa favorece la primera posibilidad, y considera a Guilleragues solo como el traductor de las cartas, detallando exhaustivamente el periplo de la vida de la monja, y entrando incluso en pormenores tales como la descripción de la reja, hoy en el Museo Regional de Beja, desde donde Mariana solía espiar la llegada de su amante y destinatario de las “Cartas”, el conde de Chamilly; o la ubicación de pasillos, pasadizos y puertas atravesados por el conde para llegar a la celda de su amada. En tanto que la crítica francesa sostiene la autoría de Guilleragues y ubica las cartas dentro de un volumen mayor sobre el tema amoroso publicado en París, chez Claude Barbin, en 1669.

Lo cierto es que las “Portuguesas” fueron un inmediato best-seller desde la primera edición, e inspiraron la escritura erótico conventual de otras religiosas como María Isabel Barreno, María Teresa Horta y María Velho da Costa. Sthendal las toma como modelo del amor pasional: “Se debe amar como la monja portuguesa, con esa alma de fuego que nos ha dejado vivamente impresa en sus cartas inmortales”. Y Rainer Maria Rilke, uno de los más fervientes defensores de la autoría por parte de Alcoforado, las considera de “una pureza maravillosa”. Sin embargo, Jean Jacques Rousseau, como buen misógino, sostiene que las cartas deberían haber sido escritas por un hombre, ya que las mujeres “no saben ni describir ni sentir el amor”.

Si pensamos en el poder de la carta durante el Renacimiento y la Ilustración —las carta de Aretino, por ejemplo, son consideradas por Arnold Hauser como “los periódicos de su tiempo”—, no es de extrañar el revuelo causado por las “Portuguesas”; y más cuando observamos cómo ellas transgreden las reglas mismas de la misiva galante, al exudar un exceso que es, justamente, lo que las hizo famosas en su época. Una época donde la escritura epistolar estaba regida por convenciones de forma y estilo, tal cual se observa en una carta de Goudeau a Mlle. De Scudéry donde la declaración de amor pierde su eficacia, al ser utilizada como expresión de amistad más que de deseo: “Yo seré muy ingrato si por alguien que ha hecho cosas tan extraordinarias por mí, no tuviese sino una amistad ordinaria; como mínimo debo estar enamorado de vuestra generosidad”.

Las “Cartas” de Alcoforado superan con creces este arte “de bien dire des bagatelles”, y se empinan para expresar abiertamente una pasión que poco debe al éxtasis místico de Santa Teresa, poniendo más bien por escrito las reglas del amor cortés, que ensalzaba el amor fuera del matrimonio pero a la inversa; pues aquí es ella quien con las cartas despliega el ritual erótico del vasallaje hacia el otro, buscando ganar a su caballero. Ellas ilustran, entonces, las costumbres y la sociedad de un tiempo que el fanatismo religioso no había sumergido todavía en el oscurantismo de lo sensual; y es que aún en el siglo XVIII “era moneda corriente, se dice, cierta franqueza. Las prácticas no buscaban el secreto…. se tenía una tolerante familiaridad con lo ilícito”, afirma Foucault. Aquí, sin embargo, a diferencia del príncipe de Clèves, Chamilly no morirá de amor. Tampoco Mariana sigue los pasos de Isolda, y acabará sus días ya anciana en el convento donde se sucedió la pasión del doble cuerpo, el de la escritura y el del cuerpo mismo.

“Qué difícil es resignarse a ese encuentro abismante entre la realidad y el deseo”, se queja Rafael Castillo Zapata. Qué difícil resulta sobrellevar la pérdida del otro. Desesperación surgida cuando la carta se constituye en botella tirada al mar, a la deriva de uno mismo. Tanto las “Portuguesas” como la “Carta Atenagórica”, son alegoría de un yo que naufraga ante su incapacidad para cerrar la brecha entre la verdad del ser y el ansia por estar con el otro.

Ni Mariana ni Juana encuentran el eco buscado. Sus respectivas correspondencias adolecen de la resonancia pretendida, y la carta se devuelve a ellas impregnada de la misma carencia con que partió. Lo epistolar es entonces la prueba concreta de un desamparo. Si Chamilly abandona a Sor Mariana, Fernández de Santa Cruz empieza a abandonar a Sor Juana —de hecho la “Respuesta” quedará sin respuesta— y el yo permanece literalmente anclado en el lugar de la ausencia, fragmentado y perdido.

Ello es así, porque aquí la entrega al otro habrá sido totalmente inútil; o útil solo para mostrar cuán frágil es la posición del amante —el que escribe la carta, el que activa el discurso— con respecto al otro, que es quien en última instancia decide, parte, aniquila con su silencio o destruye con su indiferencia ante el asedio.

Una reflexión que, muy probablemente, no podrá hacer la crítica futura, cuando busque abordar las obras de tantos autores todavía por abrir sus ojos al mundo. El epistolario personal de los mismos quedará extraviado en la montaña de correos electrónicos, WhatsApp, mensajes de texto, y cualesquiera otras formas de (in)comunicación que surgirán en los años por venir.

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