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Sor Juana Inés de la Cruz responde

Casi 330 años después de haber sido escrita, la “Respuesta a sor Filotea de la Cruz” (1691) sigue admirando, no solo por su sentido crítico, sino por la claridad con que Sor Juana expone la situación de sometimiento de lo femenino durante el período colonial, poniendo en evidencia la intolerancia de lo masculino. Y al exponerla se expone, acudiendo al yo autobiográfico con objeto de demostrar cuán lejos puede llegar una mujer cuando tiene la oportunidad de educarse.

En tal sentido, ¿qué biografías habría leído para escribirse en la Respuesta?, ¿habría acaso sido en sus circunstancias necesario? La monja no busca hacer un retrato ajeno sino autorretratarse; fundar una proximidad consigo misma, y consagrar una distancia entre ella y ese otro que Jean Paul Sartre considera “mediador indispensable entre mi Yo y yo”, es decir, un lector cómplice o enemigo. La “Respuesta” los tuvo a ambos y ella sabía bien quién era cada uno.

Esto es quizás lo que diferencia su autobiografía de otras: el Yo, en su sentido sartriano, se dirigía a un lector específico y tenía propósitos muy definidos; no el de abrirse para descubrir el afuera, como en el caso de Nora Lange, no el de ubicarse en el Tiempo proustiano, como lo hizo Victoria Ocampo, no el de justificar su fastidio, como señalaba la Ifigenia de Teresa de la Parra. En Sor Juana el yo habla desde presiones generadas exclusivamente fuera de sí misma. Para salvar su escritura, resguardar su derecho al conocimiento y vindicarse como mujer ante el otro, ataca defendiéndose.

Pero el gesto de escribir no será producto del Yo sartriano, sino de un yo orgulloso de su situación y sus logros. Admirada y adulada por su talento en Europa, dueña de una situación privilegiada en el convento y la corte, unidos a la aparición de sus Obras completas apadrinadas por la esposa del virrey, María Luisa Manrique de Lara —y cuyo segundo tomo llegaría a la Nueva España el mismo año de la “Respuesta”, con elogiosos comentarios de siete teólogos españoles— son prueba más que suficiente de su éxito; lo peligroso de su éxito, en el México de hace tres siglos.

El yo se ampara aquí bajo una aparente humildad a través de un lenguaje impostado, condensador de fórmulas propias de la época. “Sin vergüenza se llama a sí misma criada y aún esclava de los virreyes; ella sabía perfectamente que no era ni lo uno ni lo otro”, aclara Octavio Paz. Al mentir en la superficie de las convenciones, Sor Juana está siendo honesta en el fondo personal pues, como bien dice Friedrich Nietzsche: “hacerse creíble conlleva usar las metáforas habituales en lo que a la moral respecta; la obligación de mentir de acuerdo con las convenciones establecidas”.

El tono de la “Respuesta” vendrá dado entonces por ese “guiño de inteligencia” para con su lector cómplice, Fernández de Santa Cruz, quien había hecho escribir la “Carta Atenagórica” a la monja, imprimiéndola después sin su permiso. Carta que, dada la polémica causada, forzó a Sor Juana a escribir su “Respuesta” dirigida a Sor Filotea, no solo porque ésta la había publicado, sino porque la había precedido de una carta donde censuraba su excesiva dedicación al amado conocimiento, en detrimento del Amado.

Sor Filotea si bien no reprocha el que la mujer aprenda, se une a San Pablo en cuanto al estamento de que dada la vanidad congénita de la mujer, el estudio la haría excesivamente altiva. Sor Juana empieza, pues, respondiendo justamente con la fórmula de rigor; como la reverencia que se hace a alguien de rango superior, o el gesto de ajustar la silla a esa dama quien irá a sentarse en la mesa junto a un escogido comensal: “¿Por ventura soy más que una pobre monja, la más mínima criatura del mundo y la más indigna de ocupar vuestra atención?” A esta falsificada minimización del yo Sor Juana interpone una lente divergente entre el otro y la “Respuesta” para empequeñecer la dimensión real del texto, dejándonos a nosotros la tarea de cambiarlo por ese cristal de aumento que a ella, en su tiempo, no le fue dado intercalar; no solo por un problema normativo, sino quizás también por el miedo hacia su otro lector, Aguiar y Seijas, rival de Fernández de Santa Cruz en cuanto a lo que la posesión de poder dentro de la Iglesia concernía.

Por todo esto Sor Juana no puede escribirse abiertamente. La “Respuesta” adquiere entonces el valor simbólico de lo que se hurta; el arma blanca oculta con la cual se asentará el silencio de un golpe mortal cuya víctima, paradójicamente, no será sino ella misma, al ser el texto desencadenante de un asedio que la llevará a una renuncia forzada del amado conocimiento, con el subsecuente suicidio intelectual y físico. Sor Juana al escribir la “Carta” y la “Respuesta” se convierte en el instrumento utilizado por Fernández de Santa Cruz para retar a Aguiar y Seijas: “intervino en el pleito entre dos poderosos príncipes de la Iglesia y fue destrozada”, apunta Paz.

El texto sin embargo se redacta desde una lucidez extrema; con gran seguridad y aplomo la autora acomete y retrocede: “El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena (…). Lo que sí es verdad no negaré (…) que desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación de las letras, que ni ajenas reprensiones —que he tenido muchas—, ni propias reflejas —que he hecho no pocas—, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí”.

La “Respuesta” adquiere así el doble matiz de acusación y defensa subyacente en tantas biografías, ya estén escritas por el autor o por otro. Y aquí es interesante recordar cómo Roland Barthes en su autobiografía recoge y vindica su propia sexualidad, al abogar por una pluralidad de significados y sexos que llevaría a la existencia de homosexualidades únicamente, y ataca las obligaciones académicas, especialmente el leer por obligación y el deber estar en reuniones que no le interesan. O Sartre al redactar la biografía de Jean Genet lo santifica defendiéndolo de sí mismo y los otros. O cómo, en Latinoamérica, Victoria Ocampo y Teresa de la Parra defienden su derecho a tener aquello de lo cual las convenciones sociales les privó en su época: “En efecto ¿Qué hacer? ¿La libertad? ¿La gloria? Pero tengo el camino cortado por los prejuicios caseros. La gloria hubiese sido ser actriz ¿El amor?”, escribe Ocampo en una de sus cartas. “¡Ay, la alegría, la libertad y el éxito ya no serán míos!” exclama la autora venezolana en boca de María Eugenia.

Podría decirse entonces que en Sor Juana la autobiografía se traza desde una queja semejante a la de estas autoras del siglo XX. Una queja movida por la falta de libertad y poder de decisión sobre sus vidas que les impone su condición de mujer. Más de tres siglos separan la “Respuesta” del trabajo epistolar y de diario que aquellas dos intelectuales llevaron a cabo y, sin embargo, las tres escrituras se hallan motivadas por idéntico lamento ante la imposibilidad de encontrar su propio espacio; como si la autobiografía fuese la punta de lanza con que abrir ese lugar propio donde el yo pueda instalarse. Un lugar que en la mexicana hizo casa dentro del convento, al cual accede no con miras a llenar una vocación sino a cumplir un proceso de formación; satisfacer una sed más que abocarse a una entrega.

En su “Respuesta a sor Filotea de la Cruz”, Sor Juana como amante adopta el rol activo ante el amado conocimiento, cuando lo que se le pedía era todo lo contrario. Pero la sumisión al Amado está claramente más allá de sus fuerzas, porque no otra cosa sino el afán de aprender impulsó su vida desde que tuvo uso de razón, estimulada por un ardor de cuyo artífice fue el Amado mismo.

La forma como la queja se aloja en la “Respuesta” viene dada por el recorrido cronológico de sus primeros años y finaliza con el ingreso al convento. Un recorrido donde el yo se prepara a aprender; se forja en su condición de amante desde una privacidad forzada (“me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer”) y una labor de travestismo, manipulando y masculinizando el cuerpo en apariencia, en ese pedir y pedirse que la vistieran de hombre a fin de tener acceso a la universidad, y en la imposición de cortarse el cabello (“que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias”) hasta no lograr aprender lo que se había propuesto. Todos, mecanismos extremos ante una situación exterior adversa a su deseo.

Pero al entrar al convento la queja ya ha madurado y, por ende, Sor Juana se halla lista para acometer la lucha interior a fin de fortalecer su yo, fortalecerse como amante. La celda, sin ser habitación propia, constituirá el escenario donde ella aprende en soledad. La ausencia de compañía, más allá de las otras monjas y sirvientas del convento, quienes con sus reglas lo asemejaban a la estructura de la corte donde ella pasó sus primeros años, se pone en evidencia desde el principio de la “Respuesta”. Es entonces la falta de un interlocutor para compartir; llevar a cabo ese proceso de estereofonía con el otro, de eco a veces, receptividad, crítica o rechazo.

Si bien es cierto que Sor Juana no vivió aislada, especialmente durante los años cuando María Luisa fue virreina, ya que continuamente sus poemas y villancicos se declamaban y conocían no solo en México sino en España, nadie a su alrededor tenía la talla suficiente para equiparársele. Y Núñez de Miranda, su confesor y artífice de que Juana de Asbaje tomase los hábitos, si bien al principio la apoyó en su deseo de aprender, paulatinamente fue adoptando una posición de censura al darse cuenta de que la monja pretendía, como amante, hacerse con un conocimiento activo de lo humano y lo científico, buscando explicar desde él el reino de lo divino, cuando por su condición de mujer y monja era la subordinación al Amado lo que Núñez de Miranda quería para ella.

Por todo esto, el carácter autobiográfico de la “Respuesta” le da a Sor Juana la oportunidad de recorrer efectivamente su vida a fin de hacer público el hasta entonces oculto malestar e impotencia para intercambiar, ante la doble obligación de callar que su sexo y el hábito le imponían. En el convento serían paradójicamente otras mujeres quienes estorbarían a la monja en su labor de reivindicar su propio sexo a través del conocimiento, interrumpiéndola en sus ratos de ocio, o en cierta ocasión impidiéndoselo abiertamente por creer que “el estudio era cosa de Inquisición”, aunándose así a los hombres de afuera buscando siempre una oportunidad para doblegarla.

El alrededor hace, así, literalmente agua y Sor Juana se ahoga dentro de un contexto que la aprisiona. La coacción exterior y su exigencia de aprender, conservar un espacio, ser reconocida en su justo valor como mujer e intelectual, piden la lucha de un yo en rebelión contra el otro que busca constreñirlo y manipularlo. Si bien Núñez de Miranda, Aguiar y Seijas, Fernández de Santa Cruz, la Orden de las Jerónimas lo habían separadamente intentado, el incidente de la “Carta Atenagórica” les aúna finalmente en la tarea. Lo personal se vive entonces como prisión, y para escapar de ella Sor Juana comete un error: acude a la autobiografía, sin caer en cuenta de que al volverse hacia sí misma se torna aún más vulnerable a los ojos del otro, pues se expone abiertamente ante sus enemigos.

“Uno no escribe con su yo, su memoria y sus enfermedades. En el acto de escribir está la tentativa de hacer de la vida algo más personal, de liberar la vida de lo que la aprisiona”, sostiene Gilles Deleuze. Pero Sor Juana responde desde el yo y no desde la obra, lo cual, en vez de liberarla, la encarcela aún más pues proporciona nuevas armas a quienes buscan hundirla y, al ver a la distancia su autorretrato, surge el remordimiento ante esa osadía. No es de extrañar entonces que, dos años después de escrita la “Respuesta”, la autora se inclinara ante sus detractores. Lo insoportable de las calamidades externas (plagas, intrigas, rebeliones indígenas) unido a la tortura de contemplarse a sí misma ante un cuadro que, como el de Dorian Gray, era el depositario del deterioro sufrido por la piel de la escritura ante la labor de destrucción del otro, quebraron su resistencia y la anularon para el trabajo literario.

“Crear no es comunicar sino resistir”, asienta Deleuze. Cuando el desespero, la depresión, el miedo o la fatiga nos hacen claudicar ante el otro, la vida se detiene pues pierde todo sentido, toda razón de ser. El suicidio directo o indirecto se suele ver ahí como la única salida. Agotada, Sor Juana llevó a cabo este último al devolverse a su confesor a fin de recuperarse para las cosas del cielo. Pero todo favor otorgado exige siempre una renuncia previa y, en su caso, el auxilio espiritual demandaba un desamparo intelectual, por lo cual Sor Juana se deshizo “voluntariamente” de su biblioteca y otros bienes, aunque no todos. Según observa Paz, tras haber renunciado a sus pertenencias materiales, a su muerte se encontró un romance inacabado “en reconocimiento a las inimitables plumas de la Europa que hicieron mayores sus obras con sus elogios”, algunas joyas y unos siete mil pesos en efectivo. Ello, no obstante, la hizo precipitarse en una caída hacia la santidad, a través de un abandono físico que la condujo a la muerte.

¿Podría decirse aquí que ese abandono es narcisista, tal cual había apuntado Ludwig Pfandl? ¿Narcisismo que, como atesta Julia Kristeva, a partir de Freud pareciera haberse convertido en un “síntoma perverso”? Sor Juana no está enamorada de sí misma y la “Respuesta” lo confirma. Ella se mira para explorarse, refrenda Paz; de esa observación se hace el amante. Narciso se contempla y se enamora porque no decide, es decidido por el otro —la belleza—, adoptando así el rol del amado. Sor Juana, en cambio, como amante escoge su objeto —el conocimiento— y desde él busca comprenderse.

La “Respuesta” llena entonces un requisito más de la autobiografía: ser vehículo operante —nunca pasivo— de autoanálisis, a partir del contacto entre el yo y el afuera que el amante, ya sea Walt Whitman, Lord Byron, Safo o Sor Juana, ilumina con un deseo inextinguible. Un deseo que en la mexicana surgía de la irreprimible necesidad de aprender; de ahí la tortura interior y el complejo de culpa ante lo divino que pide ser amado a ciegas, sin preguntas ni cuestionamiento. Ella necesitaba conocer para poder amar, pues: ¿cómo llegar hasta “el libro que comprende todos los libros y la Ciencia en que se incluyen todas las ciencias” si no desde el estudio de lo terreno “que es menester para la inteligencia de las cosas tan altas; y si esto falta, nada sirve de lo demás?”

Al verse forzada por ese otro, que es el destinatario de su yo autobiográfico en la “Respuesta”, a renunciar al cuerpo del texto, la preservación, el cuidado del cuerpo personal deja de tener sentido. Por eso el abandono material reflejado al final, es una consecuencia más que una causa, y se halla provocado por signos exteriores incontrolables que no tienen la inexorable progresividad del tiempo. La piel de su escritura no se arruga gradualmente sino de golpe bajo los golpes del otro; al igual que la suya propia cuando, muerto Núñez de Miranda, se consagra a la autoflagelación y al cuidado de las demás monjas, durante una epidemia en el convento de la cual será también víctima.

Castigar el cuerpo para reproducir el cuerpo que ya ha sido castigado. Pero ni siquiera bajo tales circunstancias Sor Juana abandona el papel de amante; su doble entrega jamás deja de ser activa y altiva. El otro de la “Respuesta” y el de la epidemia exigían, sí, cuerpos distintos aunque complementarios; dos piezas que al encajar perfilarían la totalidad del autorretrato, pues no hay cuerpo sin carne ni rostro sin texto que lo nombre.

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