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Sonido: espacio vivo

“Oír es palpar la vida, sentir las vibraciones del espacio. Un espacio inmóvil es un espacio sin tiempo, casi muerto, insonoro”

Claude-Henri Chouard

La vida en el planeta Tierra no sería posible sin oxígeno. Nuestro tejido celular lo necesita para renovar el vehículo de este tránsito increíble, al igual que las demás especies. Algunas extraordinarias, como los diversos dinosaurios que habitaron la Tierra mucho antes de que nuestra joven especie ni siquiera empezara su largo proceso evolutivo.

Habitamos este mundo como los peces el mar, en una inmensa pecera de aire. Ni siquiera en el espacio exterior podemos escapar a esta verdad. Las primeras civilizaciones indoeuropeas llamaban pranamaya, en sánscrito, a esa relación de control con la respiración. Sabían que era la más clara muestra de interacción entre el mundo interior y el exterior. Esto, por supuesto, tiene un sentido espiritual que el cristianismo, en ocasiones, ha interpretado como escindido del mundo físico, corpóreo, material (aunque los cantos gregorianos en resonantes catedrales y Bach sean prueba de lo contrario). Se trata de una interacción fisiológica. En el presente, este fulgurante e irreal siglo XXI, esas distinciones se encuentran prácticamente borradas, y este tipo de asuntos se ven más desde esa salud de origen dionisíaco que proponía Friedrich Nietzsche entreviendo las puertas del siglo XX.

Pero no sólo establecemos una relación con el mundo exterior inhalando y exhalando aire y sus perfumes, como diría Baudelaire. También percibimos las ondas sonoras que viajan por él. Estas vienen de todas partes: la naturaleza, los sonidos artificiales de nuestras ciudades y objetos domésticos, de instrumentos diseñados especialmente para producir sonoridades y, por supuesto, de los animales y seres humanos que nos rodean. Para percibirlos contamos con un sofisticado sistema auditivo que nos ayuda a percibir los movimientos relativos del espacio.

El oído externo es apenas el órgano más visible de ese complejo sistema. A este lo sigue la caja del tímpano, el vestíbulo, la trompa de Eustaquio, y ya más hacia adentro la campana y el nervio auditivo, que a su vez se conecta con ciertas regiones del encéfalo, el tronco cerebral, el cerebelo y finalmente el cerebro. Por ese canal viajan las ondas sonoras que a diario percibimos, para luego realizar procesos complejos en nuestra consciencia e inconsciencia, ayudándonos a percibir el mundo exterior de una manera determinada, a la vez que creamos, en paralelo, una experiencia interior. En realidad, la ciencia sólo nos habla de este tipo de hechos, todavía misteriosos, que no pueden ser otra cosa sino magia cotidiana. “El milagro de estar de pie en la tierra”, diría el poeta chileno Jorge Teillier.   

El sonido ha sido importante en todas las eras de la humanidad. Para sobrevivir durante el período de glaciación, en el Paleolítico Superior, hace entre 50.000 o 1000.000 años, según calculan los científicos, el hombre primitivo tuvo que tener un agudo sentido de la audición para advertir los terribles peligros de ese mundo. En la antigua Grecia los habitantes se enteraban de sus mitos y de las proezas de sus héroes a través de la música de los bardos, como el misterioso Homero. También allí un tal Pitágoras empezó a medir las frecuencias sonoras, descubriendo que los sonidos tienen un orden matemático que puede dividirse en distintos intervalos, los cuales a su vez componen acordes y escalas (y que la matemática inherente a la música era la huella que Dios había dejado en todas las obras de su creación). Sin esta observación fundamental no hubiese sido posible la relación que el mundo occidental ha establecido con la música y el posterior desarrollo de la armonía. En algunas ciudades premodernas era el sonido de las campanas de la iglesia el que indicaba el paso del tiempo, pues todavía este no se habían individualizado con relojes de bolsillo. Las mismas campanas que Nietzsche odió en el entierro de su padre, anunciando el advenimiento de otra época.

En la modernidad el hombre ha ido descubriendo que puede medir y nombrar las diversas características del sonido. Graham Bell, físico estadounidense y patentador del teléfono, descubrió que la intensidad de los sonidos podía medirse en decibeles (la unidad de medida obviamente hace honor a su descubridor). En cuanto a la frecuencia, el físico alemán Heinrich Hertz descubrió la existencia de ondas magnéticas, que se encuentran en la luz y en las señales radiofónicas. Al número de vibraciones sonoras que viajan por segundo en el aire las llamó hertz (nuevamente en honor a su descubridor). En otras especies, como el murciélago, e incluso en personas ciegas con un sentido auditivo sumamente desarrollado, estas sirven para crear una imagen acústica del espacio circundante y, a través de esta, la representación de otra imagen que casi llega a ser visual. No hace falta decir que este tipo de descubrimientos han moldeado nuestro mundo hipermoderno.

Ahora bien, no todo son tonos y frecuencias. El sonido también es ritmo. Una prueba de que las matemáticas se encuentran en todas partes es que cada ser o cosa tiene su pulso o latido. En diferentes disciplinas, de la medicina (con utensilios como el estetoscopio y el electrocardiógrafo, entre otros) a la música, estos se miden por minuto. Así, la salud de un corazón, o el tempo o contratempo de una pieza musical, pueden determinarse contando cuántas pulsaciones por minuto emiten. Nuestras ciudades también pueden percibirse por sus latidos, en un aperiódico orden matemático. Un taladro perforando la calle será similar a una figura de semifusa (1/64 de redonda, que es 1), mientras que la corneta de un carro en esa misma calle será más similar a una blanca (½) repetida en varios compases de 4/4 y alternada con silencios. El corazón de un perro que oye a lo lejos, entredormido, ese ruido callejero, se acercará más al pulso de las negras (¼). Todo a una velocidad aproximada de 90 pulsos por minuto.

Por eso las matemáticas, en este caso aplicadas a la naturaleza del sonido, son una manera de entender los más mínimos e íntimos detalles de la realidad circundante. Una manera universal de penetrar en el deslumbramiento de los seres y las cosas. Una limpia relación entre los sentidos y el conocimiento que ya proponía Thomas Hobbes en su Leviatán de 1651.  Y como sabía George Orwell, la única libertad posible es poder decir que 2+2=4.

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