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Somos seres sociales y vivimos en comunidad

Las consecuencias ocasionadas por el confinamiento son incalculables.

Muchos aceptan estar más intolerantes. Algunas señoras, antes controladas, salen de compras y por cualquier nimiedad se alteran y actúan con violencia. Me comentó una paciente, quien cursa el último semestre de preparatoria, que, ahora que iniciaron el ciclo escolar, les enviaron el programa de estudios con los proyectos que tiene que presentar y ella sintió un malestar estomacal, como si fuera una indigestión y casi se vomita.

Tanta presión y falta de comunicación les ocasiona ansiedad, hasta ataques de pánico. Ella, como muchos jóvenes, ha estado pegada de una pantalla. Algunos por ser responsables con sus tareas, otros porque son adictos a los videojuegos. En algunos casos hasta van perdiendo la pigmentación de la piel, ya que, encerrados en sus cuartos, no reciben los rayos del sol.

Se ha descuidado la socialización, y, si bien no están enfermos, por la falta de estímulos van perdiendo hasta los sentidos del olfato y del gusto. Ya no escuchan el canto de un pájaro, ni el ruido de la lluvia. El sistema de defensas está en reposo, así que, el encierro, lejos de beneficiar puede resultar peor que la enfermedad.

Tenemos que recuperar la confianza, el trabajo en equipo y la solidaridad y, con algunos cuidados, reintegrarnos a la vida social. Somos seres sociales acostumbrados a vivir en comunidad. Saturados de información, con el sistema de defensa en alerta, nos sentimos como si estuviéramos en la selva, donde rige la ley del más fuerte y el sálvese quien pueda.

Pero la pandemia nos debe dejar lecciones. El nivel de educación de una nación condiciona el nivel de desarrollo. Al fomentar los valores, la educación emocional y solidaria, nuestros jóvenes tendrán mejores posibilidades de crecimiento y justicia social. ¿Qué tal si salen al campo y siembran un árbol, hortalizas en el jardín o en una maceta? De esa manera podrían darse cuenta de lo fácil que responde la naturaleza a nuestros cuidados.

El confinamiento puso en evidencia cuán atrapados estamos en el consumismo. La crisis económica nos enseña, que lo queramos o no, a desapegarnos de objetos que no son indispensables, a cambiar prioridades. Lo primordial es comer, el alimento es la energía de la vida. En el confinamiento muchos mostraron interés en preparar sus alimentos. Les propongo un ejercicio de memoria, vamos al baúl de los recuerdos, para recordar la receta más “reconfortante de la familia”.

Atrapados en la tecnología a los niños y jóvenes les da lo mismo comer una sopa instantánea, un pedazo de pizza, una salchicha y una hamburguesa con carne de la peor calidad acompañada de un refresco.

Recuerdo cuando, en mis vacaciones ayudaba a mi abuelo a preparar la cuajada para el queso y a vender la leche recién ordeñada y a mi tía a preparar el pepián con las semillas que molía en el metate. Mi abuela paterna fue ejemplo de empresaria y multitareas, preparaba la comida con aquella sazón inolvidable para sus cinco hijos varones. Eran tiempos en los que se escuchaba el dicho popular: “los hombres en la cocina huelen a caca de gallina”. Los roles estaban muy explícitos, las mujeres en su casa y los hombres como proveedores. Después de la “chorcha” se retiraban a su trabajo, y mi abuela como los españoles, invitaba a las nietas a tomar una siesta. Guardo el consejo en la memoria: “¡vamos a tomar la siesta y luego venimos a limpiar la cocina!”.

También recuerdo la tortilla de huevo que de vez en cuando preparaba mi padre, cargada de jamón y tocino. Y a mi madre prepararle sus recetas favoritas: un adobo con carne de cabeza de res y el pastel de garbanzo que es un secreto de familia.

Los rituales en la cena de navidad eran todo un acontecimiento. El guajolote se compraba vivo, como en Francia, y le daban de beber alcohol, un mes antes de navidad para causarle una cirrosis.

Los olores y sabores permanecen en la memoria. Las horas de cocimiento en el horno, y los acompañamientos: el bacalao noruego al estilo mexicano, las tortas de camarón con romeritos y para cerrar con broche de oro, el pastel de nuez.

Vamos a recuperar el placer de preparar alimentos con las recetas de familia. De esa forma lograremos también que los familiares fallecidos nos sigan acompañando. No dejemos que nuestra herencia culinaria se pierda.

Y vamos a enfrentar el miedo, dejemos de alimentar a los dragones interiores que no nos dejan ser libres. Por lo contrario vamos a alimentar el espíritu. Necesitamos vivir, recuperar todo lo que hemos perdido en la pandemia.

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